ENTREVISTAS
«Debemos volver al pasado con un espíritu crítico para no caer en fantasías históricas»
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Durante los meses más duros del confinamiento, Antonio Muñoz Molina (Úbeda, 1956) se enfrentó a sus propias sombras. El escritor andaluz –una de las voces más prestigiosas de la literatura española y miembro de la Real Academia Española– regresa con ‘Volver a dónde‘ (Seix Barral), un texto confesional en el que recorre el pasado y el presente a través de la observación de la condición humana.
¿A dónde hemos regresado?
Hemos vuelto a muchas de las cosas que antes nos parecían normales, pero que la pandemia nos evidenció que no era necesario que fueran así. Por ejemplo, a mí me interesa mucho la ciudad como organismo, y soy muy sensible a las cuestiones medioambientales. Por eso siempre me ha generado mucha sorpresa la facilidad con la que los seres humanos a lo largo del siglo XX entregamos la ciudad al tráfico privado. Creo que es algo que en el futuro nos parecerá asombroso. Sin embargo, durante la pandemia ya vimos que la urbe podía ser más habitable y, ahora, de nuevo, hemos dejado que esa cosa tan monstruosa vuelva a degradar la vida y la convivencia. En una mentalidad cortoplacista hay tendencia a volver a lo mismo, a ese sistema económico tan endeble, basado en un turismo de masas y el consumo de bares. Pero, claro, remediar eso requeriría un debate sobre reformas profundas. Y nosotros hemos vuelto a ese sistema de fragilidad extrema que parece que es el único que hemos sabido crear en España.
¿Hemos aprendido algo de la pandemia?
Creo que ha habido un aprendizaje institucional que espero que no se olvide: el desarrollo de las vacunas en tiempo récord, la eficiencia de las campañas de vacunación o la reacción de la Unión Europea a esta crisis, que ha abordado de manera totalmente opuesta a como lo hizo en 2008, son cosas positivas que permanecerán. También hemos aprendido que no se pueden descuidar la sanidad ni los derechos de los trabajadores esenciales. Ahora bien, algo que me llama la atención es cómo suben los contagios por gente que no se quiere vacunar. ¿Por qué hay tanta propensión a la irracionalidad en el ser humano? Es algo muy difícil de responder. Y es curioso que en países como el nuestro, o como Portugal, que somos regiones que no nos consideramos ejemplares en nada, hemos mostrado una racionalidad muy superior a la de Alemania, Francia o Estados Unidos.
«Las lenguas son libres y ninguna tentativa de organizarlas ha funcionado nunca»
Siempre te has posicionado en defensa de la sanidad pública, un sector que durante la crisis sanitaria ha demostrado ser esencial. No obstante, una vez apagado el primer fuego, el sistema de salud parece estar volviendo a un segundo plano. ¿A qué crees que se debe?
El fenómeno que describes es un claro ejemplo de la fuerza terrible del dogma neoliberal, que es la búsqueda del desmantelamiento de toda institución pública para favorecer el enriquecimiento privado. Es un dogma que se impuso en el mundo desde los años ochenta y que nos ha llevado a grados de desigualdad extraordinarios. Si sigue existiendo es porque hay intereses muy poderosos que quieren que eso continúe.
El pasado, o mejor dicho, los recuerdos familiares, te sirvieron de refugio durante la crisis sanitaria. ¿Qué sentido tiene echar la vista atrás?
Es algo natural: cuando el presente se vuelve hostil y vacío, surge inevitablemente el recurso del pasado. Esto tiene una ventaja, y es que no vamos a recibir grandes sorpresas. Parece más sencillo que el presente porque ya lo hemos vivi- do. No obstante, aunque es una tendencia lógica, también es peligrosa. El examen del pasado personal debería ser tan riguroso como el que uno quiere hacer del histórico. Es muy fácil dejarse llevar por fantasías históricas sobre que nuestro país o comunidad tuvo un pasado glorioso, pero la historia real siempre muestra que esos pasados nunca existieron. La memoria personal también puede caer en esta trampa. Por eso es importante que, cuando volvamos al pasado, lo hagamos a través de un espíritu crítico.
El libro pretende hacer que nuestro tiempo permanezca en la memoria colectiva. No obstante, es también una reflexión sobre el pasado y el futuro.
Muchas historias populares se pierden con facilidad, sobre todo cuando proceden de personas trabajadoras y humildes. Aquellas personas que no dejan huella, a las que nadie se interesa por contar su biografía. Por ejemplo, mi madre, que ahora tiene 91 años, es de las pocas personas en España que recuerda cómo sonaban las sirenas cuando había bombardeos durante la Guerra Civil, pero ni ella ni su familia tuvieron convicciones ideológicas o una educación superior que les permitiera reflexionar sobre ello. Por otro lado, la predicción hacia el futuro fue saliendo poco a poco mientras escribía. Mi memoria se proyectaba hacia atrás, pero mi imaginación se enfocaba hacia el porvenir, en las personas más jóvenes. Esa visión más amplia es un antídoto contra el egocentrismo: te da la conciencia de que tú vas a desaparecer, pero el mundo va a seguir, y esto implica responsabilidades… también políticas.
Sirve también para esclarecer que vivimos en comunidad, que no somos individuos independientes.
En el libro se refleja la necesidad de superar el atomismo al que nos ha traído el modelo económico ultraliberal, que se ha conjugado con una deriva del mayo del 68. Estas dos ideas juntas lo único que han hecho es poner por delante de todo la libertad y el deseo personal. Es algo muy egocéntrico, pero también muy conveniente para el comercio: si lo más importante para ti es la satisfacción de tus deseos, estos se acaban comercializando y volviéndose muy rentables. Afortunadamente, la pandemia nos ha recordado que individualmente no somos nada, que necesitamos redes de solidaridad, ya sean de la familia, del barrio o de la fraternidad.
Según relatas en tu obra, el hecho de poder cuidar un pequeño huerto te permitió conectar con tu pasado familiar. Pero ¿de dónde surge esa relación?
En el huertecillo tenía una conexión sentimental con mi pasado, con mi familia campesina, pero también un compromiso ambiental, una unión con el mundo natural. Creo que tener una dedicación material es muy importante para no perder la cabeza. Los que nos dedicamos a labores abstractas, como los que trabajamos con las palabras, estamos acostumbrados a las elucubraciones. Por eso, hacer cosas concretas y físicas, como cuidar de una planta o cocinar, es tan educativo: nos ata a lo real.
¿Por qué crees que ese compromiso medioambiental no acaba de calar en el conjunto de la sociedad?
Porque el sistema económico se basa en la explotación y el despilfarro de recursos naturales que no son renovables. Cuando miras a tu alrededor, lo único que ves es que la quema de combustibles fósiles es algo normal, mientras que las temperaturas que está alcanzando ahora el planeta no se han registrado en la Tierra desde hace tres millones de años. ¿Cómo se lucha contra esto y contra la inercia privada de cada uno, contra un sistema económico basado en el despilfarro continuo? Piensa en los vuelos baratos, en el usar y tirar, en cuántos modelos de móvil puede tener una persona a lo largo de los años. Es una dinámica muy difícil de cambiar. Hace falta reformar el modelo, no basarlo en la austeridad máxima, pero sí que necesitamos menos cosas de las que tenemos. Hay gente que tiene mucho menos de lo necesario, claro, pero también hay muchísima que tiene demasiado.
La pandemia nos empujó a buscar nuestros propios refugios personales. ¿Dónde encontraste tu «escondite»?
En la cultura. ¿Dónde si no? La cultura es el mejor lugar en el que uno puede resguardarse; es un alimento fundamental para la conciencia humana. Cuando abres un libro o empiezas a ver una película, te sumerges en otro mundo. La cultura es algo que siempre me acompaña, en situaciones de emergencia es cuando te das más cuenta del valor que tiene.
«Hace falta reformar el modelo económico y social; necesitamos menos cosas de las que tenemos»
¿Hacia dónde crees que está derivando la cultura en la actualidad, ahora que los referentes no son tanto un libro o una película, sino plataformas como Netflix o Spotify?
Es muy difícil saber hacia dónde va eso. Creo que es algo que podremos analizar en el futuro, no ahora que todo está en un proceso de cambio. Lo que sí que creo es que la cultura está cada vez más precarizada, algo que podemos ver en gremios como el de los músicos. Toda esta nueva cultura ha favorecido la precariedad en los oficios culturales, y eso es algo que me produce mucha tristeza. El problema no es hacia dónde se dirige la cultura, sino que en este país no hay interés por ella. Sobre todo por parte del Estado, que debería ser su máximo defensor y, en cambio, no se esfuerza en favorecer la cultura ni el conocimiento. Lo vimos claramente en la pandemia.
Como miembro de la Real Academia Española, ¿en qué situación crees que se encuentra ahora mismo la institución?
Por motivos personales no paso mucho por allí, y desde hace un tiempo estoy algo desvinculado de ella. Sin embargo, defiendo el principio de la Academia, es decir, su función de registro de la lengua. Ahora bien, el idioma nunca se puede imponer, por lo que no creo que la institución deba ejercer como vigilante del buen uso: la RAE debe atender a los procesos naturales de la lengua, a su evolución. Las lenguas son libres y ninguna tentativa de organizarlas ha funcionado nunca.
Durante sus más de 300 años de historia, la RAE ha contado con cerca de 500 académicos, entre los que solo 11 han sido mujeres. ¿Qué piensas sobre el papel que ocupan las mujeres en la Academia?
La única forma de poder entrar en la RAE es que uno de sus académicos deje un sillón vacío porque ha fallecido o porque se retira. Y en efecto, desde su creación y hasta nuestros días, la mayoría de las letras han estado ocupadas por hombres. Sin embargo, creo que algo está cambiando poco a poco. Su tipo de estructura hace que todo vaya más lento, pero se están produciendo ciertos avances. Cuando yo entré, creo que solo había una mujer, así que, comparado con entonces, creo que ha mejorado.
Volver a dónde está escrito con cierta perspectiva y reflexión. En un mundo que prima la instantaneidad, ¿crees que estos ingredientes son fundamentales para la creación literaria?
Las cosas tienen su ritmo natural. El libro no responde a ningún plan, no tiene un propósito. Surge de la experiencia cotidiana. Pareciera que se fuera escribiendo solo, que me lo dictaban las cosas que me ocurrían. Ha ido madurando a su manera. La obra la tenía terminada a principios de este año, pero, por razones de calendario editorial, la aparición se retrasó, algo que me vino bien para someterlo a correcciones. Si yo te enseñara los primeros borradores, verías que son muy diferentes respecto al resultado final. Me he dedicado durante meses a escribir quitando páginas, un proceso de depuración que ha sido lo más radical posible.
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