Opinión

Desear menos

Marie Kondo y otros gurús del orden aseguran que deshacerte de tus posesiones te hará más feliz. Abrumados por el ritmo de la vida moderna, soñamos con espacios silenciosos, puros y diáfanos. En ‘Desear menos’ (Gatopardo), el periodista Kyle Chayka se plantea si esta necesidad de querer menos responde a un anhelo existencial cuyo significado profundo va mucho más allá de un armario bien ordenado.

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06
septiembre
2022

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Conocí a Andersen en 2017 en Cincinnati, donde ambos asistíamos a una conferencia sobre minimalismo que se celebraba en una sala de baile de la localidad, con sillas plegables dispuestas en filas sobre un suelo pegajoso de cerveza seca. Tenía un aire de compostura y confianza en sí misma que procedía de las experiencias por las que había pasado, mezclado con cierta timidez. No había nada superfluo en su forma de comportarse. En este sentido, era lo opuesto a los dos hombres treintañeros que habíamos ido a ver, un par de blogueros entusiastas, llamados Joshua Fields Millburn y Ryan Nicodemus, que en 2010 habían empezado a autodenominarse The Minimalists. Ambos habían disfrutado de sueldos de cientos de miles de dólares como ejecutivos de marketing tecnológico, pero al verse asediados por crecientes deudas y problemas de adicción le dieron al botón de reset y se dedicaron a bloguear, relatando cómo se deshicieron de todo y empezaron de nuevo.

The Minimalists autopublicaron libros y acumularon millones de oyentes en su pódcast. En 2016, Netflix compró un documental realizado por ellos que mostraba prácticas minimalistas en diversos lugares de Estados Unidos. Ese fue el punto de inflexión; la mayoría de los fans con los que hablé en Cincinnati citaban esa película como su momento de conversión al minimalismo.

Millburn y Nicodemus, ambos vestidos de negro, emprendieron su gira «Menos es Ahora», un recorrido a escala nacional por teatros y salas de baile, donde audiencias de centenares de personas acudían a escuchar el mensaje de que «las cosas más importantes de la vida no son en realidad cosas», tal como Millburn proclamó desde el escenario aquella noche. El local estaba repleto de parejas y familias, así como de gente que había acudido sola: mujeres que querían que sus maridos fuesen más ordenados, dependientes que lamentaban tener que vender productos que la gente no necesitaba y escritores que deseaban lanzar sus propios blogs minimalistas. Antes de reunirse presencialmente, estos fans se habían conocido a través de grupos temáticos de Facebook, donde intercambiaban consejos para hacer limpieza, criticaban la disposición de los armarios de los demás y buscaban apoyo emocional («¿Cómo puedo evitar que la gente se enfade conmigo por tirar cosas?»).

«El proceso de reducción del minimalismo se sobreentiende: uno recorta, desecha, hace una selección consciente. ¿Y luego qué?»

Lo que todos tenían en común era alguna variante de la incomodidad esencial de Andersen. Les parecía que, si comprar más cosas se había convertido en una fuente de estrés en vez de proporcionarles confort y estabilidad, si hacían lo contrario tal vez serían más felices. De modo que se deshacían de bolsas llenas de basura. En mi calidad de periodista, había estado siguiendo el auge de este movimiento minimalista y del estilo que produjo, pero su vigor aún me sorprendía. Se trataba de una nueva actitud social que tomaba el nombre de lo que en sus orígenes fue un movimiento artístico de vanguardia surgido en el Nueva York de los sesenta. ¿Cómo era posible?

Al contrario del Pop Art, por ejemplo, el arte visual minimalista sigue sin ser popular entre el gran público, y sin embargo ese término se había convertido en una etiqueta viral. Y no era una moda solo para ricos o para la élite cultural. Allí en Cincinnati había tanto personas que vivían en barrios residenciales como estudiantes de instituto y jubilados, y todos ellos explicaban cómo habían adoptado el minimalismo. Millburn y Nicodemus me contaron que tenían fans en lugares tan remotos como la India o Japón. Al finalizar la conferencia, los asistentes formaron una cola que serpenteaba por todo el local para conseguir que los gurús les firmasen sus obras, a la vez que les recomendaban regalarlas luego a alguien para no añadir un libro más a los que ya tenían en las estanterías. Nunca se puede minimizar demasiado: «Menos es más», como reza el dicho popular.

«A veces era más una moda que una disciplina: a algunas personas les gustaba más hablar del minimalismo que ponerlo en práctica»

Sin embargo, no está claro exactamente cómo el menos se convierte en más. El proceso de reducción del minimalismo se sobreentiende: uno recorta, desecha, hace una selección consciente. ¿Y luego qué? ¿Acaso el espacio vacío resultante deja sitio para que algo distinto ocupe su lugar? ¿O es que cuando un minimalista llega a un punto determinado de no-tener alcanza un nuevo estado de gracia, tan completo en sí mismo que no hace falta más?

A lo largo de los dos años siguientes, el minimalismo no hizo más que cruzarse en mi camino, en diseños de hotel, marcas de moda y libros de autoayuda. «Minimalismo digital» se convirtió en una expresión que indicaba que uno procuraba evitar el agobiante diluvio de información de internet y trataba de no consultar su móvil con tanta frecuencia. Y cuando volví a encontrarme con Andersen hace poco, supe que había abandonado su grupo local de Facebook minimalista y había dejado de escuchar los pódast de The Minimalists cada semana.

No se trataba de que ya no creyese en el minimalismo. Este se había convertido en parte integral de su vida, en el fundamento de su actitud hacia todo lo que la rodeaba. Pero había observado que a veces era más una moda que una disciplina: a algunas personas les gustaba más hablar del minimalismo que ponerlo en práctica. Por un lado, estaba la fachada del minimalismo: su marca y su aspecto visual. Por el otro, la infelicidad que se encontraba en su raíz, causada por una sociedad que te dice que más será siempre mejor. Cada anuncio de un nuevo producto insinuaba que no debía gustarte lo que ya tenías. A Andersen le llevó mucho tiempo comprender la lección: «No había nada malo en nuestras vidas, nada en absoluto».


Este es un fragmento de ‘Desear menos’ (Gatopardo), por Kyle Chayka.

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