«Todos nos ponemos ciertas máscaras»
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COLABORA2025
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Con ‘El descontento’ retrató a una juventud desilusionada, escéptica ante el trabajo monótono y las relaciones sin poso. Lo narraba a través de una protagonista que, ya en la treintena, acudía abúlicamente a su agencia de publicidad y empleaba el resto del día en mirar vídeos de YouTube. Fue un éxito de ventas, quizás por la cantidad de oficinistas desanimados que se vieron reflejados en esas páginas de carcajada agria. En este caso, Beatriz Serrano (Valencia, 1989) ha descrito a una adolescente y sus amigas que no encajan en las coordenadas sociales. Del tórrido Madrid estival ha pasado a los barrios de periferia urbana o a rincones del sur, geografías que se adaptan mejor a esa desubicación mental que invade a los personajes. Y ha creado ‘Fuego en la garganta’, una novela con cuatro partes y el uso de formatos como el chat de un Internet decimonónico o el diario personal. En octubre, su obra quedó finalista del Premio Planeta.
¿Por qué ha pasado de una historia alrededor de una madurez insípida a una sobre la desorientación adolescente?
Quería explorar nuevos caminos. Me gustan esos libros de aprendizaje –como los de Elena Ferrante, La mala costumbre de Alana S. Portero, Las chicas de campo de Edna O’Brien o La campana de cristal de Sylvia Plath– donde se cambia el enfoque de esa edad. Porque hay muchas cosas que no sabemos de la adolescencia y de la infancia. Y siempre se pinta a estos personajes como la niña tonta, contestona, tocahuevos. Es un territorio muy interesante porque es cuando se desarrolla la identidad y nos configuramos como adultos. Están todas nuestras inseguridades, miedos y filias. Se dice que a los 30 años dejas de escuchar nueva música, y puede que sea porque así vuelves a esa edad en la que tienes las primeras veces: el primer beso, los primeros amigos, con esas amistades que son como enamoramientos… Siempre se está buscando eso.
Ahora parece que esas identidades son más homogéneas, sin tribus urbanas ni diversidad de gustos.
Pues tengo una teoría para intentar explicar eso. Creo que antes debía haber un interés previo que llevaba a una búsqueda. Ahora es el scroll el que te marca. Antes ibas a un sitio y te comprabas lo que te gustaba. Escuchabas el disco en la tienda y elegías. Ahora te compras una camiseta negra y ya solo te salen anuncios de camisetas negras por el algoritmo. Encima, todo pasa muy rápido y no hay diferencia entre lo underground y lo mainstream o entre la alta o baja cultura. Pasa todo tan deprisa que comprometerse con algo requiere un esfuerzo. El consumo es distinto, pero ya decía McLuhan que «el medio cambia y el humano lo hace con él». A la vez, pienso que no sé si tenemos nostalgia de eso o de la sensación de comunidad.
«Todo pasa muy rápido y no hay diferencia entre lo ‘underground’ y lo ‘mainstream’»
Uno de los elementos importantes en los libros son los lugares donde transcurren.
El escenario es muy importante. Está relacionado con las emociones de los personajes. En El descontento tenía que ser una gran ciudad, porque quería plasmar esa soledad que, como dice Olivia Laing, es peor cuando se está rodeado de gente. Y con este me ha pasado que, aparte de que hay más personajes, lo quería situar en donde pasé mi infancia. En Alfafar, el sitio de Valencia donde me crié, que cruzaba un descampado con jeringuillas y se veía normal. Y luego, el personaje de Verónica es de algún modo una mujer de ningún lugar, que lo encuentra en el mundo digital y que vive en Vallecas porque creo que tiene su propio ecosistema: siempre ha sido muy de izquierdas, muy a la contra… Justo allí se ha comprado una casa una amiga y su trabajo detrás de una cámara, haciendo fotos de carnet, se me ocurrió viendo un fotomatón de este barrio.
Suele señalar que la novela habla del silencio que hay en las familias o en la sociedad, pero también se incluyen los secretos. En un momento dado, hasta se amenaza con contar algo «que nadie diría en un brindis de boda». ¿Qué ocurriría si se desvelara todo?
Bueno, hay secretos y secretos. Algunos harían que todo saltase por los aires. Y otros, como los del abuso de la hija de Alice Munro, que asombran. Pero luego hay secretos que nos dan miedo o que no nos atrevemos a decir. Creemos que nos callamos porque sirven para mantener el statu quo en un círculo concreto. Y al final agranda la brecha en las relaciones. Le pasa a Blanca con su padre: no se entienden porque no hablan. Y esa es una de las cosas que quiero tratar: ese momento en el que dejas de comportarte como el resto cree que te tienes que comportar. Y es un sufrimiento enorme porque no te entienden. Entonces llegan las pequeñas transgresiones, las rebeldías. Es el momento en el que rompes el cordón umbilical, cuando dices «no voy a ser quien queréis que sea».
De hecho, se habla de los roles que interpretamos en el día a día o del «papelón» que escenificamos cuando se inicia una relación amorosa…
Todos tenemos que performar. Todos nos ponemos ciertas máscaras. Me produce pena cuando esas máscaras no se caen ni en tu círculo más íntimo. En el libro es el de las amigas de Blanca y donde la madre y las jipis. Cuando Blanca les revela a sus amigas lo que le ha pasado, en lugar de verlo como una maldición, lo ven como un milagro, como que tiene poderes. Es una forma de contar que todos tenemos un espacio seguro.
«Me produce pena cuando esas máscaras [sociales] no se caen ni en tu círculo más íntimo»
Otro punto esencial es la amistad. Y parece que ahora se reivindica más. ¿Se considera buena amiga?
Sí, creo que lo soy. Tengo pocas amigas, pero es que no podría tener más por la intensidad que les dedico. No porque sea intensa, sino porque quiero dedicarles tiempo, no como cuando quedas con tanta gente que después de saludar ya te tienes que ir. Y creo que soy bastante buena amiga. Es de lo que más me siento orgullosa. De hecho, si lo hago mal con alguna, me pesa mucho. Recuerdo que mi padre me dijo de joven, por algo que me sucedió, que los amigos eran accesorios, y luego me di cuenta de que no, de que eran las relaciones más largas que tenía y las que veo que puedan seguir dentro de 40 años.
Llama la atención cómo la madre se junta con unas amigas jipis y le atrae su mundo en una casa «okupa». Da la sensación de que ese «vivir el momento» o compartir problemas emocionales nos fascina, pero da vértigo formar parte de él.
Nos gusta como una utopía, pero estamos dentro de una comunidad burguesa. Deseamos esa libertad sin horarios, pero no nos atreveríamos a pedir limosna, como hacen en la novela. Es una dicotomía entre la libertad y la comodidad. Y es que el orden natural de las cosas es el modelo que tenemos, donde te dicen qué es lo que tienes que hacer. Y tiene que ver también con que rechazarlo lleva penalizaciones. En las mujeres, basta con ver lo de las «solteronas» a quien quería estar sola o lo de quedarse «a vestir santos». Al final, lo veo como una trampa: todo está establecido en el sistema para que, cuando te metas, no puedas salir. Es muy difícil plantearse otra forma de vida. Todo nos da miedo porque hace tambalear nuestra seguridad.
«Todo está establecido en el sistema para que, cuando te metas, no puedas salir»
Y a la vez, siempre está la tentación de soltar todo y largarse…
Claro, todo el mundo sueña con escapar. Puede ser una fantasía porque tu jefe te tiene hasta los cojones o una necesidad si es por otra causa. Pero, vamos, que es algo común, ¡mira la mayoría de los que dan una charla TED! Aunque haya gente a la que le gusta la rutina, que se siente a gusto, hay quien no la soporta.
En los dos libros se habla de drogas. ¿Cree que es un asunto muy extendido del que apenas se habla?
He querido reflejar esa contradicción. ¿Qué diferencia hay entre tomarse un café y un Orfidal cada mañana y quien se pone como la moñoño un viernes? La idea, en ambos casos, es salir de la realidad, como quien se toma ketamina. Hay mucha hipocresía. En el libro, por ejemplo, se ataca o se culpa a la madre, que se toma una pastilla de fiesta, pero no cuando se atiborra de ansiolíticos, que se le cae la baba. Es la España pacata.
La protagonista tiene una especie de revelación cuando, nada más cobrar, va a comprarse unas Dr. Martens. Ahí se da cuenta de que el capitalismo es eso: fabricar necesidades para que haya que trabajar para conseguirlas.
En El descontento quería que se viera el resultado de ese sistema, aquí quería que Blanca lo descubriese. Y eso le pasa cuando se compra unas botas con las manos llenas de cortes por el trabajo y dejándose medio sueldo: es cuando se pregunta si siempre va a ser así y le dicen que sí.
«Creo que los ‘millennials’ somos una generación que se adapta muy bien»
Por último, y siendo una novela generacional, ¿cómo definiría a la suya?
No me gusta hablar de generaciones, porque hay problemas que les tocan a todas. Mi madre, por ejemplo, también sufre las subidas del alquiler o la precariedad. Y no me gusta eso de la generación de cristal. Los millennials somos la generación de padres trabajadores que creían que los estudios daban prosperidad, pero llegó la crisis y se hundió. Aun así, creo que es una generación que se adapta muy bien. Tenemos un punto de valentía. Nos hemos ido a otro país, hemos vuelto para trabajar aquí y tenemos que aprender más cosas y más rápido que lo que pasaba antes. ¡Y mira a los chavales en Valencia, conduciendo tractores! Creo que tenemos mucha valentía.
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