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Donald Trump y el peligro de una crisis constitucional

La polarización en Estados Unidos pone en peligro el legado democrático del país, cuestionando principios fundamentales como la igualdad y la separación de poderes, lo que podría llevar a una crisis constitucional.

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10
marzo
2025

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En el libro Cómo mueren las democracias, los profesores de la Universidad de Harvard Steven Levistsky y Daniel Ziblatt explicaban cómo cuando se niega la legitimidad del oponente se instaura el autoritarismo.

Abundando en esta misma idea, la politóloga estadounidense Rachel Kleinfeld ha subrayado que cada vez más expertos y académicos norteamericanos piensan que, debido a la creciente polarización, los Estados Unidos se encaminan hacia un enfrentamiento civil de imprevisibles consecuencias.

Seguramente se trata de un diagnóstico algo exagerado, aunque da cuenta del clima creciente de enfrentamiento y división que se viven en el país. Por otro lado, la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca el pasado 20 de enero no ha contribuido precisamente a mejorar la situación.

Durante sus vertiginosas primeras semanas en el cargo, Trump ha firmado unas 76 órdenes ejecutivas. Esa disposición a gobernar por decreto se corresponde con su convicción de que ha sido investido por el pueblo para que Estados Unidos recupere su grandeza (de ahí su lema Make America Great Again, MAGA). Exactamente lo contrario a lo que el país se vería abocado en caso no «meter en cintura» a los grupos y actores políticos que se le oponen, según dice. El presidente insiste en que está luchando contra el despilfarro, el fraude y las malas prácticas de la burocracia de Washington.

Un gobierno por decreto

Sin embargo, son otros los propósitos que obstinadamente se traducen de sus actos. Estos parecen responder a su creencia de que es a él personalmente a quien corresponde el poder. En consecuencia, no tiene empacho alguno en gobernar por decreto, soslayando al poder legislativo.

Pero tampoco se libran los jueces. El hecho de que no pocas de las órdenes ejecutivas que ha ido promulgando sean de una más que dudosa constitucionalidad –la supresión de la ciudadanía por derecho de nacimiento o de las medidas de diversidad, equidad e inclusión, por ejemplo– parece indicar dos cosas: primero, que el presidente está impaciente por someter a una dura prueba de fuerza al poder judicial, y segundo, que se siente confiado en salir airoso del envite.

Con propósitos y acciones como los descritos, Donald Trump está arrastrando a los Estados Unidos a una crisis constitucional sin precedentes. Nunca como ahora la república se ha adentrado por unos caminos tan alejados de su legado fundacional.

Dicho legado se articula en torno a dos asuntos básicos que, con sus acciones, el actual inquilino en la Casa Blanca da muestras de querer conculcar. Lo primero es que existe un orden justo y que este orden es creado por el consentimiento de individuos iguales –«todos ellos»– en derechos (subrayamos su carácter inclusivo). Este último concepto es la idea central de la Declaración de Independencia de 4 de julio de 1776, que, en opinión de la inmensa mayoría de los historiadores y constitucionalistas norteamericanos, constituye el principal documento de la identidad nacional de Estados Unidos.

El segundo de los asuntos alude a la idea de que, para asegurar que prevalezca la justicia, la felicidad y la paz, así como las libertades y derechos de quienes integran la comunidad, es indispensable que nunca se produzca la concentración de todos los poderes –legislativo, ejecutivo y judicial– en una instancia superior.

Tiranía y concentración de poderes

Pues dicha concentración, ya sea en las manos «de uno, de unos pocos o de muchos», ya sea de forma «hereditaria, autoproclamada o electiva, puede con justicia ser tenida como la definición misma de tiranía». Las palabras que reproducimos fueron formuladas por uno de los principales Padres Fundadores de Estados Unidos, James Madison, y recogidas en una de las publicaciones capitales de la Revolución americana: los Federalist Papers.

A estas dos afirmaciones, tan centrales de la identidad americana, se llegó después de mucho diálogo –a veces, de discusiones muy acaloradas– entre posiciones contrapuestas. La clave de los consensos logrados se situó en el esfuerzo de todos por acercarse y escuchar al otro.

A partir de esta combinación de principios democráticos y actitudes integradoras se edificó el modelo constitucional norteamericano. Este ha sido calificado de aspirational (aspiracional) –en la medida que aspiraba a crear un nuevo orden político justo– e inspirational (inspiradora) –en la medida que sirvió de ejemplo y modelo a otros pueblos y naciones para luchar por su libertad–.

Sin embargo, la preservación de todo este legado de valor universal está en cuestión, en caso de continuar por la actual senda de polarización y enfrentamiento entre «nosotros» y «ellos».

Por lo dicho, no es exagerado afirmar que es un debate a fondo –y a veces descarnado– sobre el carácter fundamental de la democracia norteamericana lo que actualmente se dirime en el país. Por ello, todos –seamos o no estadounidenses– nos debemos sentir concernidos por su desarrollo y por su desenlace.


Alvaro Ferrary es profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Navarra. Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

The Conversation

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