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Pensamiento

La cultura de la arrogancia

Una democracia saludable necesitaría, al menos normativamente, de cierta humildad epistémica. Una disposición a reconocer que podemos estar equivocados, que los otros también tienen razones, y que la verdad rara vez se encuentra en el extremo de nuestras convicciones.

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23
mayo
2025

La certidumbre es hoy un capital simbólico. Ser categórico, parecer inamovible, proyectar una imagen de convicción férrea frente a los vaivenes del mundo… Son cualidades valoradas tanto en el discurso público como en la esfera privada. Y, sin embargo, este afán de seguridad intelectual encubre una profunda inseguridad moral: cuanto menos dispuestos estamos a dudar, más vulnerable se vuelve nuestra relación con la verdad.

No hablo aquí de un problema de ignorancia, ojo. La ignorancia es una condición humana permanente, un punto de partida epistemológico. De hecho, puede combatirse con educación y experiencia. El problema al que nos enfrentamos hoy es más profundo: hemos naturalizado la arrogancia epistémica; la utilización no de la ignorancia, sino precisamente del conocimiento, como instrumento de reafirmación tribal. Ya lo avanzaba un poco Michael Lynch en una obra reveladora: no queremos saber para comprender, sino para imponer, para ganar. No argumentamos para aproximarnos a la verdad, sino para aplastar al otro, humillarlo y caricaturizar sus ideas.

Nuestra esfera pública, cada vez más fragmentada y ya profundamente digitalizada, recompensa la indignación y el histrionismo antes que la reflexión. La rabia y el odio, contagiosos y buenos amigos de la economía de la inmediatez, tienen más visibilidad que el matiz y la duda, que exigen tiempo, escucha y contexto. En este ecosistema, la deliberación deja de ser una virtud democrática, y la conversación pública deja de ser conversación para convertirse en una coreografía de monólogos simultáneos. Cada uno se expresa ante los suyos; nadie espera respuesta del otro lado. La verdad, si alguna vez fue un horizonte compartido, ha dejado de serlo.

El saber se ha convertido en una forma de identidad

El saber se ha convertido en una forma de identidad. Ya no creemos en algo porque haya buenas razones para hacerlo, sino porque eso define quiénes somos, a qué grupo pertenecemos, a quién amamos o a quién tememos. Nuestras convicciones, por tanto, ya no están abiertas al escrutinio crítico; más bien son tótems, intocables ante el peligro de que su cuestionamiento hiera nuestro ego o nos haga perdernos a nosotros mismos. La fusión entre conocimiento e identidad genera una dinámica perversa: cualquier dato que desafíe nuestras creencias no se percibe ya como una oportunidad de aprendizaje, sino como un ataque personal. El disenso se vuelve ofensivo, y la discrepancia es agresiva. Desaparecen los adversarios políticos, y se abren paso los enemigos morales. Polarización afectiva lo llaman también ahora; lo habrá leído usted en mil editoriales.

En este escenario, no sorprende que proliferen figuras públicas que se presentan como infalibles, que hablan de todo con la misma rotundidad y que, más que buscar la verdad, la encarnan performativamente. Tiene sentido. Porque, en lugar de modelos que encarnen la duda, el escepticismo razonado y la apertura a la pluralidad, admiramos a quienes no vacilan e imponen su certeza como si se tratase de un acto de valentía. Lo que solemos ignorar –esto sí puede ser un problema de ignorancia– es que la valentía intelectual no consiste en no dudar, sino en resistirse a la tentación de convertir la convicción en dogma.

Ni que decir tiene que las redes sociales han jugado un papel determinante en esta mutación del ethos epistémico. La arquitectura misma de estas plataformas está diseñada para maximizar la atención, no para favorecer la deliberación. Y lo que más atención genera es, casi siempre, lo más simple, que suele coincidir con lo más emocional y polarizante. En Twitter (ahora X) o Instagram, quien duda pierde visibilidad, y quien grita obtiene likes. El algoritmo no premia al reflexivo, sino al agitador y al simplista. No se trata de una pesimista profecía; hace ya tiempo que vivimos en cámaras de eco donde solo escuchamos lo que queremos oír, y donde cualquier vestigio de reflexividad corre el riesgo de ser tildado de tibieza. Si está usted leyendo esto, probablemente le habrán acusado de «veleta» alguna vez. No se preocupe, ya ve, no lo diga muy alto (no lo vuelvan a acusar de tibio), pero cuélguese esa acusación como medalla.

El algoritmo no premia al reflexivo, sino al agitador y al simplista

Tampoco es justo culpar de todo a la tecnología. Las redes no inventaron la cultura de la arrogancia. Si acaso, la amplificaron. Lo que revelan es algo más profundo: una deriva social en la que la autoridad ya no se asocia con el conocimiento acumulado o la experiencia crítica, sino con la capacidad de emitir juicios rápidos y rotundos. Esta lógica ha permeado incluso nuestras instituciones educativas, que muchas veces privilegian la producción de opinión sobre la formación del juicio. Claro, luego nos quejamos de que faltan intelectuales y sobran opinadores. ¿Pero cómo no iba a ser así cuando el eslogan reemplaza al argumento razonado como núcleo de la pedagogía de nuestro tiempo? Saber ha dejado de ser dialogar con lo que nos desafía; ahora es repetir con fluidez lo que ya creemos.

Así que lamento darle estas noticias, pero sí, hemos construido un mundo en el que el desprecio hacia quienes piensan distinto es una forma de virtud moral. Se espera que reaccionemos agresivamente, casi de manera automática, a las ideas que no encajan en nuestra visión del mundo. Y, por supuesto, se espera que manifestemos públicamente esa distancia, no sea que alguien cuestione nuestra pureza ideológica. Queda así normalizada una curiosa forma de superioridad moral, la que no nace del esfuerzo reflexivo, sino del alineamiento emocional con los nuestros. Porque, claro, es más importante demostrar que se está del lado correcto que tener algo sustantivo que decir. Ya no somos profundos, pero ¿qué más da? Ahora somos performativos.

Ironías aparte, una democracia saludable necesitaría, al menos normativamente, de cierta humildad epistémica. Una disposición a reconocer que podemos estar equivocados, que los otros también tienen razones, y que la verdad rara vez se encuentra en el extremo de nuestras convicciones. Ojo, no se trata de renunciar a las ideas propias ni de caer en un apático relativismo, sino de sostener convicciones con la conciencia de que no son inmunes a la crítica. Pensar democráticamente exige pensar con otros, no solo hablar para los nuestros.

Lo sé, esto que propongo no es fácil. De hecho, ni es fácil, ni popular, ni rentable en términos de visibilidad digital. Pero sería esencial si quisiéramos en algún momento recuperar una esfera pública que no se resigne a ser un mercado de insultos cruzados. Requeriría repensar los incentivos de nuestros entornos de debate, nuestras prácticas educativas y la manera en que nos comunicamos cotidianamente. Pero, sobre todo, exigiría que volviésemos a concebir el conocimiento no como un arma que se empuña contra el otro, sino como un espacio compartido de búsqueda, de duda y de reconocimiento mutuo.

¿Qué tal si empezamos por dejar de premiar la arrogancia como si fuera sinónimo de inteligencia? La inteligencia, la de verdad, no grita, no ridiculiza, no caricaturiza y no se refugia en trincheras; duda, pregunta y escucha. ¿Cómo? ¿Dudar? Parece una propuesta anacrónica entre tanta certeza absoluta que nos venden nuestros políticos. Pruébelo. Desde luego, hoy se trata de un pequeño gesto de resistencia.


Javier Martín Merchán es profesor de Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales en la Universidad Pontificia Comillas (ICAI-ICADE)

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