El arte de comer
No exageramos al decir que con cada comida se condensa la historia de una civilización, de una tradición, de un cuerpo y de un deseo.
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En medio de la vorágine diaria, comer es para muchos una piedra en el zapato. Un lastre que más valdría que fuese suprimido o, al menos, sustituido por pastillas, por ejemplo; en fin, se trata de llenar el buche para seguir adelante con la rutina. Al margen de este enfermizo frenesí, cualquiera que se siente a la mesa, despacio, contemplando lo que tiene delante, podrá entender que comer puede ser mucho más. Nada más y nada menos que un acto que hunde sus raíces en la filosofía y la estética.
Como tantas otras cosas, los griegos ya lo sabían. Epicuro (341-270 a.C.), que consideraba el placer como un arte del equilibrio, abogó por una cocina sin excesos: un trozo de pan, un vaso de agua y la conversación reposada entre amigos. Salta a la vista que su idea de felicidad no pasaba por la gula, sino por el dominio del deseo. Comer bien es aprender a no necesitar demasiado, lo que es menester no confundir con el frenesí antedicho.
En este, cuando todo se acelera, el acto de comer se reduce a una función técnica. Los teléfonos encima de la mesa, el café que se bebe de pie, las cenas frente a una pantalla. No todo se puede prever o someter al cálculo productivo; tanto es así, que el tiempo que tarda una salsa en espesar o un pan en dorarse adiestra más la paciencia que cualquier psicólogo.
Cuando todo se acelera, el acto de comer se reduce a una función técnica
A nadie cogerá desprevenido que muchos piensen en la comida como un arte. En su ensayo Taste as Experience (2016), el rector de la italiana Universidad de las Ciencias Gastronómicas, Nicola Perullo, defiende que el gusto es una experiencia estética tan legítima como escuchar música o contemplar una escultura. El sabor, aduce, no ocurre solo en la lengua, sucede en el cuerpo entero, en la memoria, en la relación con el entorno. Al comer, el mundo entra en ti. Cada alimento cobija el clima, la historia, las manos que lo cultivaron, el sudor y los rayos del sol.
También el filósofo indio Mohan Matthen se ha planteado la sugerente pregunta: ¿puede la comida ser arte? Su respuesta es afirmativa. En un plato hay belleza. Un curry o un pan recién horneado pueden narrar tanto de una cultura como la poesía, la arquitectura, la danza y la lengua. El problema es que comemos demasiado rápido como para percatarnos.
La prisa mata el gusto. Cocinar requiere una forma de atención que escasea. Y, empero, una buena cocina se parece mucho a una vida de calidad: ni cruda ni quemada, en su punto.
Por supuesto, la interpretación de la comida como arte, así como la reivindicación del placer aledaño, no acarrea ningún elogio del elitismo. En este sentido, comer bien no consiste en llenar la mesa de manjares ni en visitar el último restaurante Michelin.
En su vertiente ética, comer bien puede ser una descripción de nuestra catadura moral
De hecho, en su vertiente ética, comer bien puede ser una descripción de nuestra catadura moral. Claro que hay una política y una ética del plato: qué productos se compran, qué sistemas de cultivo se promueven, qué cuerpos se benefician o se agotan en la cadena alimentaria, la decisión de ingerir o no productos de origen animal, todo ello remarca la dimensión moral (y, nuevamente, estética) de la comida.
Como señaló Epicuro, el arte del buen comer es asimismo el arte de la compañía. Un plato compartido tiene algo de pacto ancestral, de rito social. Tal y como han mostrado antropólogos y sociólogos, las comunidades se fundan en torno al fuego. Comer es en toda cultura el momento de los vínculos sociales, sea para fortalecer los lazos familiares ya existentes o, por ejemplo, para trabar unos nuevos con un miembro incorporado (como un yerno). Ninguna práctica social puede hacer sombra al silencio cálido que se instala cuando se prueba el vino o se moja el pan en la misma salsa.
En esta línea, comer emociona al ser una evocación de la identidad. La merienda que se ingería con los amigos durante el recreo, la sopa que preparaba con maestría una abuela que ya no está, la sandía en la playa y hasta la cerveza artesanal de un amigo. Como sensación, comer nos devuelve, cuan espejo, el reflejo de nuestro yo. Es de las maneras más humanas de vociferar, «esto es lo que soy y lo que he sido».
No hay pantallas ni pastillas que sustituyan el milagro del bocado bien dado. No exageramos al decir que con cada comida se condensa la historia de una civilización, de una tradición, de un cuerpo y de un deseo. Por eso, el arte de comer nos pertenece democráticamente a todos, a cualquiera que se atreva a detenerse y saborear.
Cuando se mira con atención, la comida no alimenta únicamente al cuerpo, también alimenta el pensamiento. Y tal vez por ahí andaban las palabras de Epicuro cuando hablaba de placer. Vivir bien empieza muchas veces con el gesto humilde de llevarse algo bueno a la boca, pausadamente, sin culpa, y siempre con gratitud.
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