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¿Por qué prosperan los pódcast extremistas?

Los panfletos políticos del siglo XIX ya buscaban impactar con un lenguaje chocante, llamativo. Pura lógica del escándalo: cuanto más exagerado, más clics, más comentarios. Los algoritmos lo premian, pero el problema no comenzó con ellos. La historia de los medios está plagada de personajes que entendieron que provocar es rentable, y de esos barros, estos lodos.

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14
noviembre
2025

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Con un micrófono y una cámara medio decente será suficiente: ya podemos comenzar el pódcast. Tan simple se antoja esto que las plataformas rebosan gente opinando. Hasta aquí todo bien, es sano que todo el mundo reflexione y tenga un parecer propio. Sin embargo, a poco que se afine la vista aparecerán ante nosotros cosas extrañas. Desde jóvenes que pontifican sobre «las mujeres de alto valor» hasta gurús que sacralizan la productividad, como si dormir ocho horas fuese peccato mortale. El fenómeno es tan grande que resulta inevitable preguntarse: ¿por qué prosperan los pódcast con mensajes extremos?

Lo extremo puede resultar provechoso. El mecanismo de la atención se centra en la excepción que se sale de la norma. Tras una manifestación pacífica compuesta por miles de personas, el foco siempre estará orientado hacia quien quema contenedores. Los panfletos políticos del siglo XIX ya buscaban impactar con un lenguaje chocante, llamativo. Pura lógica del escándalo: cuanto más exagerado, más clics, más comentarios. Los algoritmos lo premian, pero el problema no comenzó con ellos. La historia de los medios está plagada de personajes que entendieron que provocar es rentable, y de esos barros, estos lodos.

La diferencia estriba hoy en la facilidad. Antes era preciso algo así como un estudio de grabación o un medio dispuesto a dar voz. Ahora, un portátil y una conexión a internet bastan. Este hecho favorece además un formato que combina lo íntimo con lo expansivo, una especie de conversación entre amigos que puede llegar a millones. Esa cercanía desactiva defensas. Si un interlocutor habla con tono afable y aparenta sinceridad y seguridad, el oyente baja la guardia.

El fenómeno incel, los defensores del masculinismo o los apóstoles del éxito a toda costa manejan el formato con suma pericia. Construyen comunidades que funcionan como cámaras de eco. Repiten mantras simples, fáciles de comprender; explotan sesgos superficiales, polarizan, ridiculizan al disidente y ofrecen explicaciones sencillas a problemas complejos. Es un binomio de blanco o negro, sin escala de grises, donde solo hay buenos y malos. Y reconocerse como bueno frente al malo, cual James Bond, salta a la vista que es muy gustoso.

El componente emocional es vital. Escuchar un pódcast no es como leer un artículo, pues la voz crea vínculo. Un oyente habitual puede sentir que conoce al presentador, que hay una relación personal, aunque sea ilusoria. Y cuando alguien en quien confías dice cosas tajantes que entiendes y que te gustan –que ratifican tus propios prejuicios–, el mensaje cala más hondo.

Las plataformas amplifican lo que mantiene a la gente entretenida, y lo extremo cumple ese cometido

Otro factor es la economía de la atención. Los contenidos moderados compiten en desventaja. Sostener algo razonable, matizado o complejo, es aburrido. En cambio, una frase provocadora o una afirmación sin fundamento pero llamativa circula sola. Las plataformas amplifican lo que mantiene a la gente entretenida, y lo extremo cumple ese cometido.

Por eso, muchos creadores que empezaron con un discurso relativamente equilibrado han terminado enfangándose. Han descubierto que los programas más polémicos son los más vistos, que comportan notoriedad. Saben que poner en un brete a un invitado o insultar a un colectivo es una forma segura de aumentar la audiencia.

Como efecto concomitante de este proceso se encuentra la normalización, y hasta la banalización, del extremismo. Lo que otrora se consideraba inaceptable tarde o temprano sonará cotidiano, casi familiar. Cuando cada semana se repite el runrún de que las mujeres se aprovechan de los hombres, o de que las vacunas no son seguras, el discurso coagula.

La responsabilidad, empero, no recae exclusivamente en los creadores. También hay una demanda social de discursos afilados. La saturación informativa ha propiciado cierta alarma ante unos problemas sobredimensionados. Preocupado, el público busca certezas, soluciones de raíz, enemigos claros. Los pódcast extremistas ofrecen el producto perfecto, que no es otro que un relato simplón que agrada.

Tal vez el auge de estos contenidos refleja asimismo cierto vacío institucional. Los medios tradicionales han perdido confianza, los políticos hablan en clave de marketing electoral y los intelectuales parecen vivir en torres de marfil. Nuevamente, aquí aparece, como un soplo de aire fresco, el podcaster (misógino, negacionista…) que expresa lo que «los demás no se atreven a decir».

Pero no todo es negativo en el formato pódcast. Este ha permitido la aparición de voces interesantes, críticas e incluso marginales que antaño no tenían espacio. El quid radica en que el terreno está saturado, y los discursos extremistas sobresalen precisamente porque destacan entre el tumulto. A veces basta con gritar más fuerte para parecer convincente.

Restar peso a esta tendencia global no se prevé sencillo. Contra la opinión de Karl Popper en lo tocante a su paradoja de la tolerancia, la censura no es una solución. En su lugar, tal vez el antídoto pase por educar el oído crítico, por enseñar a detectar la manipulación emocional y por promover contenidos que no subestimen al público. Pero eso requiere paciencia, y las audiencias son de mecha corta.

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