Queremos tanto al dandi…
Ser un dandi es mucho más que vestir bien: este estilo de vida, que nace en el siglo XVIII y se extiende hasta nuestros días, comprende una originalidad que difícilmente puede adquirirse de manera artificial.
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Si hubo un príncipe de la elegancia, un primer hombre distinguido en el vestir, ese fue, sin duda, George Brummel (1778–1820), «el bello Brummel», primus inter pares de la moda, perito en estilo, agrimensor de las maneras de conjugar atuendos. Se le atribuye la creación del moderno traje de caballero, con corbata o pañuelo anudado al cuello. De las perchas de su leyenda cuelgan 150 chalecos, decenas de levitas, chaquetas, fracs, americanas, trajes de montar a caballo, prendas de caza… Todo un dandi.
Pero el dandismo no (solo) significa ir o ser elegante, tal y como lo entendemos (simetría de los cortes, armonía cromática, ajuste de la vestimenta al quehacer o la hora del día, correcto y atento en el trato…). Es una elegancia otra, el dandismo, que entraña una personalidad única, que fascina y provoca cierto rechazo del decoro social. Una forma de estar en el mundo, un código que contraviene las normas y lo esperado. El dandismo «es el último resplandor de heroísmo en la decadencia», escribió Baudelaire, que sabía del asunto. El dandi es un rebelde y un perdedor a la postre. Un arquetipo de disidencia, un ideal de transgresión, un sello intransferible de autenticidad. «El dandi solo existe cuando hay ojos, los suyos u otros, para mirarlo», afirmó el escritor el feroz Barbey d’Aurevilly, autor de Las diabólicas y miembro honorario de este selecto club.
Se desconoce, por cierto, el origen de la palabra. Hay quien afirma que proviene de Jack Dandy, un tipo popular por sus estrafalarias maneras en el vestir; hay quien sugiere que es el diminutivo de Andrew, alguien así llamado que destacase por sus caprichosos atavíos, y hay quien sostiene que se trata de una onomatopeya que imita el modo de andar, con un leve cimbreo. Dan-di. Como zig-zag, pero refinado.
Para el dandi, el modo de vestir es una declaración de intenciones. No se parece a nadie. No atiende los requerimientos de la moda. Él es la moda misma. Su propio patrón y la tiza de sastre. «El dandi tiene una ardiente necesidad de creerse su originalidad y, a sus ojos, la perfección del acicalado consiste en la total sencillez, que, de hecho, es el mejor modo de distinguirse», Baudelaire, de nuevo, dixit.
Para el dandi, el modo de vestir es una declaración de intenciones
Gautier, Beckford, Beerbohm, Huysmans, Villiers de L’Isle-Adam, Bloy, Mallarmé, Mirbeau, Lorrain, Louÿs, Schwob, Wilde, Byron, Crowley, Cocteau o Maiakovski son algunos de los dandis más reputados. También los hubo españoles, como el decadente Antonio Hoyos y Vinent, aquel aristócrata que lucía su overol (hablar de mono sería una ordinariez para referirse a un dandi), monóculo y pistolón en el cinto, Valle-Inclán, Luis Antonio de Villena…
Esta corriente, estética, ética, surge en el siglo XVIII, tanto en Londres como en París, y atañe en exclusiva a los hombres. Feliz de Azúa contabiliza cincuenta novelas en Inglaterra, entre 1825 y 1930, con un dandi como protagonista. Acaso el canónico es Jean Floressas des Esseintes, creado por el inclasificable Huysmans para su novela A contrapelo.
Pese a que nace de entre la aristocracia (indómitos pudientes ejerciendo su discordia ante el sistema), se prolongó en el tiempo gracias a distintos factores históricos, como las revoluciones francesas y norteamericana, que derrocaron a la monarquía y la aristocracia, permitiendo al resto de clases sociales disfrutar de privilegios, como las maneras de vestir, que les estaban, hasta entonces, vedadas, y sin olvidar que Montesquieu, hijo de conde, se reclamaba como tal. La Revolución Industrial, además, aumentó la oferta de casi todo, también en el sector textil. También fueron factores para el dandismo la implantación del dinero como papel moneda, que puso precio incluso a la imagen propia, o el nacimiento de las revistas de moda.
Hay dandis barrocos (Wilde) y austeros (Umbral), sobrios (Balzac) y estridentes (Jaime de Marichalar), dandismos ornamentales y dandismos existenciales. También hay macarras con estilo (Johnny Depp) que pudieran confundirse con el dandi, pero no. «Un dandi es una persona que utiliza el vestido como una manera de disidencia, es decir, se viste bien, con prendas buenas, pero nunca como los demás. Introduce elementos transgresores en su forma de vestir: Lord Byron vestido de turco; ningún inglés de inicios del siglo XIX vestía de ese modo. El dandismo es ponerse prendas que puedan llamar la atención, dentro de un aire de elegancia, pero que a la vez destaquen», explica de Villena.
Su razonamiento destaca por distinto, con un cierto aire de indiferencia o desgana, como si lo que sucediera alrededor le aburriese soberanamente
Detestan al común de los mortales por su uniformidad. Cada dandi es una pieza de arte. Única, impar, fascinante. Nada los espanta más que la vulgaridad. Tal vez, lo cursi. «Las distinciones se envilecen, o mueren, al hacerse comunes», advirtió Balzac. Su razonamiento destaca por distinto, con un cierto aire de indiferencia o desgana, como si lo que sucediera alrededor le aburriese soberanamente.
Un dandi nace, como se nace poeta, virtuoso del violín o cantaor. No hay dinero, esferas de poder, posición social o inteligencia que valga. Es el estilo de vida lo que los distingue. Su carácter al vestir. Su rúbrica en el pensar. Como la marca de agua sobre el papel verjurado. Como un corsario con guante amarillo. La elegancia existencial les llega por alineación de la genética.
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