Pensamiento

De qué hablamos cuando hablamos de democracia

Paul Auster decía que «para los que no tenemos creencias, la democracia es nuestra religión». Pero, ¿qué significa el propio concepto de democracia?

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12
septiembre
2024

Paul Auster dijo en una ocasión que «para quienes no tenemos creencias, la democracia es nuestra religión». Se trata de una afirmación taxativa, de una frase lapidaria, pero, ¿qué significa el propio concepto de democracia?

Todos aprendimos en el colegio que la democracia era el gobierno del pueblo, es decir que el poder a la hora de dirigir un Estado estaba en manos de los ciudadanos. La etimología de la palabra refiere al griego: δημοκρατία dēmokratía, dēmos, «pueblo» y kratos, «poder». Dicho esto, en el caso del Occidente moderno, no hablamos de democracia directa, sino de democracia representativa: los ciudadanos votan a un determinado partido que luego debería servir como representante de sus intereses, valores, creencias. Algo que no todo el mundo sabe es la base filosófica sobre la cual se sustenta una democracia parlamentario-representativa, o cuál es el pensamiento y andamiaje filosófico paralelo a estas formas de organización política (según se mire). El parlamentarismo, en el cual los diferentes partidos hablan («parlan») sobre las decisiones a tomar, es una herramienta para dilucidar la verdad; es decir, que los representantes políticos tratan de convencerse unos a otros por medio del debate a la hora de tomar una decisión política (que ha de ser la más apropiada por verdadera).

Si de lo que se trata es de convencerse unos a otros de la mejor opción o camino a seguir, inferimos que dicha decisión no es evidente por sí misma. Esto significa que en una democracia parlamentaria la verdad no existe de un modo definitivo: si la verdad fuese conocida, no habría por qué debatir. En este sentido, esta democracia sería la contrapartida de una epistemología como la kantiana, según la cual el ser humano no tiene acceso a la cosa en sí, tiene solo acceso a una verdad aproximada. Solo regímenes como las dictaduras creen en verdades absolutas: aquel que conoce la verdad, detenta el poder y toma las decisiones.

En una democracia parlamentaria la verdad no existe de un modo definitivo

De este modo, la democracia parlamentaria implica una subjetividad a la hora de mirar y entender la realidad, y es a través del debate entre partidos que la mejor forma de subjetividad ha de ser elegida. Vemos, pues, cómo nuestra forma de organización política se sustenta en una determinada mirada filosófica asociada a una incompletitud, a una modernidad posreligiosa y, en gran medida, relativista. Todo lo antedicho enlaza a la perfección con la sentencia de Auster, pues son los que «no tienen creencias» (es decir, que no creen en verdades absolutas) los que veneran la democracia.

Por otra parte, la crítica general a la democracia representativa es que la ciudadanía no cuenta con apenas poder, pues son los representantes políticos quienes lo ejercen en realidad. Además, estos pueden no representar la intención de sus votantes. Esto ocurre cuando un político promete tomar ciertas medidas en su campaña electoral y acaba por ignorar sus promesas una vez elegido. En este tipo de casos, la democracia no sería ni democracia ni representativa. Y hay que decir que, lamentablemente, se trata de algo que acontece muy a menudo. De ahí que la democracia genere un gran desencanto entre ciertos ciudadanos, muchos de los cuales, además, no encuentran siquiera partidos cuyos programas políticos les resulten atractivos. Un programa político es, básicamente, una constelación de valores morales y principios de acción política. Antaño, los votantes de cada partido eran partidarios del programa como constelación completa: eran partidarios de la totalidad del programa.

En los últimos años, en cambio, ocurre cada vez con más frecuencia que alguien está de acuerdo solo con puntos concretos de un determinado programa político. Así pues, aparte de la fragmentación del clásico bipartidismo, se ha dado también una especie de diasporización de los valores políticos, que ya no son hallados en el seno de un solo partido, por lo que la representación política es aún más difícil de lograr. Ya no solo se trata de que en la práctica los representantes políticos no cumplen con la teoría prometida, sino que la propia teoría se halla fragmentada en diversos programas aislados los unos de los otros, impermeables a una mutua interacción.

No obstante, diremos que, aunque todo parezcan dificultades, sea cual sea la solución a estos problemas y, aun conociendo los defectos de la democracia, sabemos, al menos, que es este el sistema político más aceptado por la población en general, aquel que la mayoría de nosotros estimamos como «el menos malo», lo que equivale a decir que es el más eficiente y mejor de entre todos los que conocemos.

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