Opinión

El austericidio siempre fue la muerte de Paul Auster

En la era de la falta de terrenos comunes, las reacciones a la muerte del escritor Paul Auster nos han vuelto a recordar que estos existen, y que se trata de percibirlos y acercarnos a ellos, aunque sin necesidad de que muera nadie, preferentemente. Su literatura era apreciada por el gran público, por lectores más selectivos, por los críticos… ¡e incluso por otros escritores!

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10
mayo
2024

Siempre que, durante la Gran Recesión, leía la palabra austericidio pensaba en el asesinato de Paul Auster más que en recetas económicas moralistas y equivocadas impuestas desde distintos ámbitos. Esta semana, el maldito cáncer ha cometido el austericidio que me venía a la mente. Pagará por ello. Hay una legión de investigadores tras su pista y lo tienen rodeado.

En la semana de su muerte, no viene a mi recuerdo ningún libro en concreto, sino su presencia general en mi vida durante una etapa adolescente en la que mis padres me recomendaban y compraban (inadvertidamente, sin avasallar) sus libros con la esperanza de que retomara el hábito lector que había menguado en aquella etapa. Los iban dejando por ahí, a nuestra vista, como quien esparce semillas con la confianza de que la naturaleza obrará su labor.

La estrategia de lluvia fina austeriana surtió efecto y brotó en mí un deseo inagotable de leer todos sus libros. Tras Leviatán, El palacio de la luna o La invención de la soledad, que estaban en la biblioteca de casa, llegaron los demás. Me los compraba con el dinero que me daban mis padres para salir, y al ver que lo había invertido en libros en Teseo, la librería que había (y que todavía existe, con buena salud) en nuestra calle en Fuengirola, me lo reponían: leer a Auster implicaba no ser austero y no recibir reproche alguno. Menos mal que mis padres no son alemanes ni holandeses.

Auster no solo te daba impulso para seguir leyendo, sino que te hacía creer que tú también podías escribir novelas

Los libros de Paul Auster me han acompañado en mis demasiadas mudanzas –esos momentos desmoralizadores en lo personal y peligrosos en lo bibliotecario–. Están entre los innegociables, junto con los de Andrea Camilleri, Borges o Simenón, y especialmente uno: El libro de las ilusiones.

Mis hijos aún no tienen edad de leerlos, pero ya miro por el rabillo del ojo cómo crecen e imagino el momento en el que se los dejaré con sigilo en sus mesitas de noche y hablaré con ellos de la magia que también existe en la vida adulta.

Paul Auster fue un trampolín a otras lecturas norteamericanas importantes en mi vida: Richard Ford, Philip Roth, Stephen Crane (a quien dedicó hace no muchos años un libro monumental), Faulkner o, más recientemente, Siri Husvedt, su esposa.

Pero Auster no solo te daba impulso para seguir leyendo, sino que a través de su prosa clara y atractiva te hacía creer que tú también podías escribir novelas. Creo que no somos pocos los que tenemos algunos párrafos guardados o (afortunadamente) perdidos en los que esbozamos el comienzo de algún libro en el que el azar jugaba un papel fundamental.

Paul Auster, además, me ayudaba a parecer interesante en una etapa de la vida en la que se siente necesidad de parecerlo.

Gracias a la película Smoke, de la que fue guionista, conocí a Tom Waits y me reconcilié por un tiempo con los estancos.

Pienso en Paul Auster y en las impagables horas de felicidad, gozo y aprendizaje que me ha dado y, más que pena por su muerte, siento ganas de llamar a mis padres para darles las gracias. So long, Paul.  

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