Pensamiento

Una mirada filosófica sobre la guerra de Troya

‘La Ilíada’, de Homero, representa la primera gran obra de la profusa literatura griega. La epopeya de Aquiles y Héctor está colmada de múltiples enseñanzas y significados filosóficos que siguen reinterpretándose casi tres milenios después.

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17
julio
2024

Cuando Homero compuso la Ilíada, el poeta estaba entregando a sus contemporáneos una mirada de la civilización. La guerra de Troya marcó el principio del fin de una etapa que para los griegos del siglo VIII antes de nuestra era representaba un pasado distante, reelaborado mediante la belleza de la ficción y la transmisión oral. Sin saberlo, la Ilíada y los textos conservados del posterior ciclo homérico se convirtieron en la piedra fundacional de la literatura occidental y en la inspiración de un legado filosófico que sigue vigente en nuestros días.

Analizamos cuatro de las principales propuestas que el poeta griego reflejó en la obra.

La guerra, el fin de la cordura

Bajo un primer nivel de lectura superficial, la Ilíada es una epopeya que construye una ficción sobre un acontecimiento posiblemente histórico: la guerra entre Ilión (Troya) y sus aliados (posiblemente sus protectores, los hititas) y las monarquías aqueas. Es una narración basada en hechos reales que, asimismo, representó la continuidad de la eterna rivalidad entre Oriente y Occidente. Esta lectura debió de resultar exquisita a los habitantes de la época arcaica. La guerra, entendida como un deber en el que participan dioses y humanos, los entretenidos diálogos entre los personajes, las trepidantes batallas y los relatos entretejidos en la trama principal, contienen un poso educativo de los valores que a los gobernantes de la época les interesaba inspirar en su pueblo.

El caballo de madera, ocurrencia del héroe de Ítaca, permite a los aqueos ganar la guerra antes de perder los restos de su desmoralizado ejército

Sin embargo, Homero ofreció una mirada diferente sobre la guerra. Odiseo intenta hacerse pasar por loco para no ser reclutado al mando de sus hombres, mientras que quienes ansían la violencia representan la avaricia (Agamenón), el sadismo mercenario (Aquiles), la venganza (Menelao) o la estupidez (Alejandro-Paris). El resto de combatientes son arrastrados mediante la coerción de sus soberanos y líderes en una espiral de deber y temor. Este hecho queda reflejado en el único esbozo de cordura que Homero se atreve a introducir en el relato. Durante una de sus asambleas, Tersites, un soldado, defiende embarcar y regresar al hogar, donde no se sufre mal ni se causa mal. Es silenciado violentamente por sus compañeros de armas, que desean repartirse las riquezas de Ilión. Unas riquezas –spoiler– que, como en toda promesa bélica, nunca llegan: en otros textos del ciclo homérico diferentes a la Ilíada queda reflejada la amargura de un ejército invasor diezmado y a punto de desmoralizarse. El caballo de madera, ocurrencia del héroe de Ítaca, permite a los aqueos ganar la guerra antes de perder los restos de su desmoralizado ejército. Pero Troya arde por completo, y el saqueo cae en manos de los señores de armas, no de quienes han entregado su vida con la docilidad del siervo.

El egoísmo, el gran pecado

Durante el saqueo previo al asalto de Troya, los ejércitos griegos saquean diversas poblaciones para abastecerse y alentar a los guerreros. Un «trofeo de guerra» eran las mujeres jóvenes que se tomaban como concubinas y esclavas. En la Ilíada, Homero canta a la cólera de Aquiles como ejemplo de prudencia ante un personaje sádico, cruel y sin ningún escrúpulo a la hora de asesinar. Su cólera procede del reparto de dos mujeres, Criseida y Briseida. Agamenón se queda a Criseida y Aquiles a Briseida. Sin embargo, una enfermedad merma las filas aqueas y los griegos hacen una hecatombe –ofrenda de uno cien bueyes– para serenar la ira del dios rutilante. Los sacerdotes sugieren a Agamenón que libere a Criseida. Y así lo hace. Pero Agamenón le exige a Aquiles que le entregue a Briseida: el gran rey quiere una concubina a cualquier precio.

El mercenario, conteniendo su rabia ante el desafío a su autoridad, realiza la primera huelga de occidente: ordena a sus hombres no intervenir en la contienda. Ni las súplicas del rey ni el sufrimiento de los soldados ablandan su corazón. Es su protegido, su joven lugarteniente Patroclo, quien le desobedece, toma sus armas y es asesinado por Héctor, quien lo había confundido con Aquiles. Es entonces cuando los mirmidones participan en la guerra.

Pero en el bando troyano también sitúa Homero un caso de flagrante y destructivo egoísmo. Paris raptó a Helena, esposa de Menelao y reina de Esparta, por capricho. En otros textos, durante la embajada de Héctor y Paris para cerrar acuerdos de amistad con los pueblos del Egeo, el joven príncipe se dedicó a cometer distintos agravios, como robar del tesoro real, acostarse con princesas y cortesanas o asesinar a nobles de otros reinos. Cuando llegan a Troya, Paris defiende su derecho a permanecer con Helena en la ciudad, aunque para ello deban verter su sangre miles de personas.

El hombre como medida de sí mismo

En la época en la que Homero escribió la Ilíada, la religión representaba un paradigma clave en la sociedad. La espiritualidad era encorsetada en una serie de ritos que comprometían a las personas a una determinada noción o imagen del mundo, la aceptasen consciente o inconscientemente. Al mismo tiempo, las narraciones mitológicas servían de elemento educativo en favor del orden social impuesto. Los dioses se alineaban frecuentemente con los poderosos, y cuando lo hacían con los plebeyos era casi siempre por motivos de flagrante injusticia.

Las narraciones mitológicas servían de elemento educativo en favor del orden social impuesto

Las deidades del panteón griego están construidas a imagen y semejanza del ser humano y de la sociedad arcaica con un discurso dirigido hacia el pueblo llano, habitualmente analfabeto. Los ritos eran parte de ese contrato social más que verdaderas expresiones piadosas en las que, por supuesto, las clases instruidas no creían en absoluto. Un claro ejemplo lo denuncia Homero en la Ilíada cuando Agamenón cumple con la hecatombe para fingir que está tomando medidas como representante de los hombres frente a los dioses. De ahí la violencia en el saqueo de templos, en la exigencia de arrebatarle Briseida a Aquiles y en las numerosas muestras de impiedad. El hombre muestra en la Ilíada, en su raciocinio y en sus pasiones, en su barbarie y en su instrucción, la medida de sí mismo.

El héroe ciudadano

Aunque la lectura superficial de la Ilíada sitúa a Aquiles como el modelo de guerrero y líder ideal (inmoral, extremadamente violento, decidido y habilidoso en el combate), el verdadero héroe de la epopeya es Héctor.

Mientras Agamenón organiza la trágica expedición por codicia y Menelao por venganza, Aquiles acude a la llamada al combate no porque sea súbdito de Agamenón ni tampoco por alguna vieja promesa de honor. Aquiles combate en Troya por puro deseo de trascender a su muerte a través de la fama. Aquiles es un mercenario contra el destino. Los hombres son solo los arlequines que los hados mueven contra él. Si en su juventud luchó por dinero, por respeto y por honor, en el relato lo hace únicamente para convertirse en leyenda.

Sin embargo, Héctor es presentado por Homero como la antítesis de Aquiles. Héctor está casado y tiene un hijo, Escamandro, que aún amamanta su esposa. Es un hombre educado, que se comporta como un dignatario en la corte extranjera, como un soldado entre sus compañeros de armas, un buen marido, hijo y hermano. Cuando Héctor llama a sus aliados asiáticos y se prepara para la guerra lo hace por amor a su patria. Es, por tanto, un ciudadano, el modelo de príncipe que cuida de los suyos y combate por obligación, y no para conseguir oro, tierras, mujeres o poder. Por ese motivo Zeus, el padre de todos los dioses, ama a Héctor y lo protege durante la epopeya hasta que la fuerza incombustible del destino le arrebata su existencia.

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