La mitología de los números
Puede que las cifras sean en esencia algo frío, pero los seres humanos llevan milenios dotándolas de mitos. Los números se han convertido así en emisarios de deidades, amuletos de la suerte y guías para la vida.
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Desde el momento en que los primeros homínidos cazadores se percataron de que dos conejos cobrados eran mejor botín que un solo conejo, surgió la necesidad de inventar un sistema que permitiera a las futuras generaciones cuantificar cualquier cantidad de lo que fuera para aportar así algo de orden a sus cada vez más complejas existencias. Los números nos han acompañado desde entonces para dimensionar las actividades humanas, crear puntos de referencia y ayudarnos a justificar decisiones difíciles. Ellos son esos jueces implacables que contextualizan éxitos y fracasos e imponen límites razonables a nuestros sueños.
Pero una vez que esos guarismos entraron a formar parte de nuestras vidas, no pudimos evitar sentirnos algo abrumados por su frialdad, y enseguida tratamos de impregnarlos de un simbolismo que los hiciera más cercanos y trascendiera su implacable lógica matemática. Mística, mitología y superstición se lanzaron sobre los números para dotarles de nuevos significados e interpretaciones. Estas son algunas de esas otras equivalencias culturales de la numerología.
No es ningún secreto que históricamente las religiones no se han llevado excesivamente bien con la ciencia, seguramente porque los fundamentos de todas ellas son incompatibles con la demostración empírica. Así que no resulta extraño que muchos de los intentos de sacar a los números de sus disciplinadas secuencias aritméticas para llevarlos a territorios más místicos o misteriosos provengan de la religión.
La Biblia está repleta de interpretaciones simbólicas de los números, con el siete como una de las cifras centrales. De acuerdo a las sagradas escrituras, Dios tardó siete días en crear el mundo, marcando, ya de paso, el estándar universal de duración para una semana. Pero judíos y cristianos no son los únicos que asimilan el número siete con una idea de perfección. Los musulmanes caminan siete veces alrededor de la Kaaba en su peregrinaje a La Meca. La geografía extraterrenal del hinduismo se compone de siete mundos superiores y siete inframundos. Y el mismo Buda, según la tradición oral, dio siete pasos al nacer y caminó sobre siete flores de loto.
Judíos y cristianos no son los únicos que asimilan el número siete con una idea de perfección
Poco a poco, la obsesión con el siete –siempre con esa connotación virtuosa de ideal– ha ido expandiéndose desde los textos religiosos hasta otros ámbitos más cotidianos. Las siete notas musicales, los siete colores del arco iris, las siete maravillas del mundo, las siete colinas de Roma, los siete mares, los siete enanitos de Blancanieves, los siete pecados capitales, los siete samuráis (y sus equivalentes siete magníficos del lejano Oeste) o las siete vidas del gato son solo algunos ejemplos de la interminable colección de ilustres listados compuestos por esa cantidad de componentes que impregna nuestra cultura y nuestras tradiciones.
También los jugadores de azar se consagran a ojos cerrados al siete a la hora, por ejemplo, de escoger terminación para la lotería. De hecho, la asociación del siete con la buena suerte es casi universal. Siete es el resultado más probable y el que mayor número de combinaciones favorables presenta cuando se lanzan dos dados (seis). E incluso cuando se saca un seis en el parchís, si el jugador no tiene ninguna ficha en casa, es premiado con una casilla extra y se cuenta siete.
El doce es otro de esos guarismos agraciado con un aura de buena reputación. Normalmente asociado a integridad, es una cifra que también cuenta con sus propios listados de relumbre: doce apóstoles, doce meses, doce signos del zodiaco, doce dioses del Olimpo, doce campanadas con sus doce uvas…
Pero no todos los números son tan populares como el siete o el doce. El seis, por ejemplo, arrastra el estigma de ser nada menos que un dígito demoníaco. En El Apocalipsis de la Biblia se dice literalmente: «Aquí está la sabiduría. El que tenga inteligencia calcule el número de la bestia, porque es número de hombre. Su número es seiscientos sesenta y seis». ¿Cómo se llegó a esas coordenadas tan exactas para referirse al demonio? Entre las numerosas explicaciones que hay sobre el tema, una de ellas remite a complejos códigos matemáticos resultantes de traducir las letras de los alfabetos griego o hebreo a equivalencias numéricas.
Todas las culturas usan los números, pero no todas los dotan del mismo significado y existen diferencias culturales entre cifras de buena y mala suerte
Aunque si hay que hablar de mal fario, el trece es, sin duda, el número de la calamidad por antonomasia. Incluso se ha acuñado el término «triscaidecafobia» para referirse a un miedo irracional a esa cifra maldita. En el calendario, la combinación del viernes o el martes –según la cultura– con el día 13 es catastrófica, supersticiosamente hablando. El origen de la aversión al trece es, una vez más, difícil de trazar. La mitología nórdica cuenta que Loki, un semidiós ladino y bastante liante, fue el decimotercero en llegar a una fiesta en Valhalla que acabó, por su culpa, en el asesinato de una deidad y en desastre para los restos. Y también la última cena reunió alrededor de una mesa a trece comensales, con Judas ocupando esa decimotercera plaza.
Diferencias culturales
Todas las culturas usan los números, pero no todas les atribuyen el mismo subtexto. En Japón, el nueve es el número de la mala suerte, probablemente debido a que fonéticamente suena de una forma muy similar al término nipón que expresa «sufrimiento». Algo parecido sucede en China con el cuatro, cuya acústica recuerda a la de la palabra china para «muerte». Por esa razón son números que tratan de evitarse en la vida cotidiana en aquellos países de la misma manera que un occidental se hace cruces cuando se da cuenta de que la matrícula de su nuevo coche termina en 13.
El cinco es otra referencia fundamental, asociado a temas sagrados, por ejemplo, para los musulmanes. Cinco son los pilares del islam: declaración de fe, oración, ayuno en el Ramadán, limosna y peregrinaje a la Meca. Cinco son los momentos del día destinados al rezo y cinco fueron los grandes profetas (Noé, Abraham, Moisés, Jesús y Mahoma).
También en otras culturas el cinco tiene connotaciones sagradas. La diosa babilonia Ishtar o la romana Venus la compartían la estrella de cinco puntas como símbolo. Y si se unen las puntas de la estrella, esta se convierte en un pentágono, figura geométrica esencial en las cuitas de los humanos con el diablo, para ahuyentarlo o invocarlo en función de si se trata de un pentágono normal o invertido.
Otros números también tienen su propia simbología. El uno es fácilmente asimilable a conceptos como unidad o liderazgo; el dos es sinónimo de dualidad; el tres aporta espiritualidad, el cuatro, orden (cuatro estaciones, cuatro elementos –tierra, aire, fuego y agua–, cuatro puntos cardinales…), y así hasta el infinito.
Si unos extraterrestres matemáticos llegaran a la Tierra en su nave espacial y se diera la circunstancia de aterrizar en un bingo, seguramente en un primer momento se sentirían gratamente intrigados viendo a esos terrícolas reunidos en silencio mientras uno de ellos recita interminables secuencias aparentemente aleatorias de números. Pero muy pronto quedarían horrorizados al comprobar que les hemos puesto nombre: «la niña bonita», «los dos patitos», «la edad de Cristo»…
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