Ucrania

Tres cartas desde la trinchera

Tres refugiadas ucranianas con asilo en España relatan, en primera persona, la odisea que han vivido para huir de su país en guerra. Han pasado meses desde ese fatídico 24 de febrero, cuando Vladimir Putin anunció la ofensiva contra Ucrania, y tanto ellas como sus familias siguen bien. Sin embargo, a pesar de su nueva vida, todas comparten la misma sensación: la de haber perdido algo para siempre.

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Liubov Mahda

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Yvonne Redín
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28
junio
2022

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Liubov Mahda

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Yvonne Redín

Tras despertarse, no tardó en darse cuenta de que estaba en el hospital, vestida con tan solo una bata. Kateryna Khokhlacheva (Kiev, 1988) se hallaba tumbada en la cama en Ucrania, aún noqueada por el efecto narcótico de la anestesia: aquella noche le habían extirpado un tumor cancerígeno del pecho y, al menos hasta bien entrada la madrugada, había conseguido descansar. Pronto, sin embargo, se vería obligada a abrir los ojos.

Era 24 de febrero, y mientras Khokhlacheva aún dormía, el presidente ruso Vladímir Putin ofrecía un discurso televisado en el que anunciaba una «operación militar especial» en territorio ucraniano. Las bombas comenzaron entonces a caer por las distintas partes del país: Lutsk, Jarkov, Jerson y Kiev fueron algunos de las ciudades afectadas. También caerían en Odessa, desde donde los barcos rusos parecían afilar sus colmillos y donde se encontraba el hospital en el que descansaba Khokhlacheva.

«El médico vino y me dijo que era necesario salir del hospital. A partir de entonces, mi vida cambió por completo. Dejé mis cosas allí y me fui a casa con mi hijo, donde dormiríamos un mes en el suelo y en el armario a causa de las explosiones», relata la ucraniana. La guerra redujo su vida a un puñado de cenizas: ha perdido el piso en que vivía de alquiler en Odessa, pero también el apartamento que había comprado –y que aún pagaba al banco– en Irpin y su coche.

Por supuesto, también ha perdido su empleo. Khoklacheva ya no puede trabajar como modelo fotográfica, pero también su marca de ropa ha caído en desgracia al ser bloqueada por el Gobierno ucraniano por su nombre. Esta falta de fortuna permite, en parte, ser testigo de la intensidad de la guerra en los aspectos que a simple vista pueden parecer nimios. La razón es simple, pero poderosamente simbólica para un Estado que lleva en guerra no solo desde febrero, sino desde que en 2014 surgieran los conflictos –parcialmente desapercibidos para Occidente– del Donbás y Crimea: en el nombre de su marca aparece la letra Z, el símbolo del ejército ruso. 

Lysenko: «No pude dormir durante una semana cuando llegué a España; sufría un temblor en la mandíbula que solo he podido superar con pastillas»

De pronto, su vida se esfumó entre los penachos de humo creados por las bombas: nada parecía articular entonces su vida salvo el miedo a morir. «Nunca sabes si volverás a ver el sol», cuenta. Su huída tuvo lugar en marzo, cuando decidió dejar el país para ir a casa de su hermana, en Polonia, uniéndose a los más de seis millones de refugiados que han dejado el país en el momento en que se escribe este reportaje. «El conductor del autobús tuvo que conducir durante toda la noche con las luces apagadas entre carreteras que no tenían electricidad. Había una cantidad increíble de tanques y checkpoints», explica. Y confiesa: «No dormí, estaba asustada por mi hijo». Su marido, afirma, es soldado y continúa en Ucrania, luchando en la guerra.

Tres días y más de 1.000 kilómetros después llegaron a casa de su hermana, donde el alivio se hizo paso con la ausencia de sirenas antiaéreas. Poco después, y gracias a su pequeño conocimiento del idioma y la cultura, se mudaría a España. Khokhlacheva pudo llegar al país –e instalarse– tan solo mostrando su pasaporte. Los ciudadanos ucranianos ya podían acceder a un Estado miembro como España sin necesidad de poseer un visado, pero la urgencia de la situación ha ampliado los límites de la acogida. Un ejemplo es la aplicación de la llamada «protección temporal»: un permiso para personas desplazadas que permite automáticamente a los ucranianos desplazados residir, trabajar o estudiar en la UE durante un año –prorrogable a tres– sin tener que solicitar asilo, lo que permite acceder a determinadas prestaciones, a la atención médica y a la educación.

Khokhlacheva vive ahora con su hijo Mek en Las Palmas de Gran Canaria, en un lugar habilitado por la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR), donde sus únicas posesiones se reducen a algunas prendas de ropa. Se pregunta cuándo podrá volver, pero la conciencia de no tener un hogar –«es difícil entenderlo»– y de la posible larga duración de la guerra pesa como una losa.

Kateryna Khokhlacheva.

Anna Lysenko (Kiev, 1984) también se despertó sobresaltada con los fuertes ruidos que sacudieron la capital ucraniana el 24 de febrero. No supo de inmediato que la guerra había estallado: fueron sus amigas, que la llamaron para contarle que habían visto una explosión, quienes le hicieron darse cuenta de que la invasión rusa había comenzado. No se lo había creído, a pesar de los reiterados avisos realizados días antes en la prensa. «¿Cómo nos iba a invadir Rusia en la época en que estamos?», pregunta al indolente aire.

Su estancia en Ucrania desde el inicio de la guerra, de tan solo cuatro días, fue breve e intensa como una llamarada. «El día 25 me desperté con una luz brillante y un ruido tan fuerte que las ventanas de mi habitación se pusieron a temblar: el trozo de un misil había caído en el edificio de enfrente, destruyendo varias plantas. Nunca había sufrido un miedo tan insoportable», relata Lysenko. Tras vestirse rápidamente, subió al apartamento en que vivían sus padres, situado en el piso decimotercero del mismo edificio. Al bajar las escaleras camino al parking subterráneo del complejo, varias familias con niños y mascotas también se apresuraban a huir y a ocultarse en el aparcamiento.

«Después de unas horas decidimos huir a casa de unos amigos que vivían en Rivne, al oeste del país. Mi padre condujo durante 28 horas sin parar un solo momento, ni siquiera para dormir», cuenta por teléfono. Tras su llegada a Polonia, donde solo pasaron dos días, la familia acudió a España, donde reside su hermana desde hace 18 años. Y aunque aquí se encuentran a salvo del tormentoso sonido de las sirenas antiaéreas, lo tiene claro: «Estoy deseando volver a Ucrania».

Según las Naciones Unidas, en la guerra han muerto ya más de 4.000 civiles, aunque las cifras son solo estimadas: podría ser mucho peor

Aunque sus posesiones materiales siguen momentáneamente intactas, Lysenko perdió todo sustento: en la actualidad no trabaja de diseñadora –de ropa y muebles– para ningún sitio, viéndose obligada a vivir, al igual que sus padres, del apoyo que su hermana y su marido les brindan en Logroño. Solo una actividad ocupa sus días de momento, más allá de las clases de español ofrecidas por la Cruz Roja: atender las llamadas provenientes de la región de Kiev como voluntaria en un call center humanitario.

«Cuando los alrededores de Kiev estaban ocupados las llamadas que recibimos fueron muy duras. Nos llamaba gente que vivía en esos mismos lugares y que había podido esconder el móvil y encontrar la cobertura. Llamaban llorando, pidiendo comida, evacuación y asistencia médica. El ejército ruso no dejaba pasar a las ambulancias ni permitía huir a los civiles», relata.

Los casos que Lysenko escuchó evidencian la barbarie que emponzoñó el aire de lugares como Bucha, donde los cadáveres permanecieron durante días fríos e inermes sobre las calles: «Los rusos se llevaban a las chicas que les gustaban, paseaban con los tanques por las calles disparando a la gente y quemaban las casas. Ni siquiera dejaban recoger los cadáveres para enterrarlos y, por supuesto, robaban de todo. También ocuparon las casas de muchos de los habitantes, obligando a los auténticos dueños a vivir en los sótanos».

Durante una semana, la hija de una de sus amigas vivió en el sótano con su padre, sin electricidad ni comunicación. Desgraciadamente, no sería el caso más grave: uno de los chicos que llamó perdió a su madre a causa de la ocupación; era imposible conseguir los medicamentos que necesitaba sin los exigidos corredores humanitarios. «La mayoría de los rusos apoyan esta guerra. No sé cómo pueden hacerlo», se lamenta. No son casos anecdóticos. Según Naciones Unidas, la guerra ya se ha cobrado la vida de más de 4.000 civiles, entre los que se cuentan casi 300 niños. Las cifras, sin embargo, podrían ser en realidad notablemente más altas.

La guerra le afectó mentalmente. «No pude dormir durante una semana cuando llegué a España. Sufría un temblor en la mandíbula que solo he podido superar con pastillas. Y yo tan solo he sufrido cuatro días de guerra». Ante todo, sin embargo, teme la incertidumbre: «Ya no sé cuál es mi futuro». Lysenko cuenta con una sola petición: que Rusia deje todos los territorios ucranianos y que les envíen más armas y aviones militares.

Anna Lysenko.

«Cuando me levanté el 24 de febrero todo mi cuerpo temblaba como si fuese frío, pero lo que tenía era un miedo que nunca había experimentado antes», relata Yuliia Tsymbalo (Cherkasy, 1987), que ha trabajado como arquitecta, diseñadora de interiores y fotógrafa.

Junto a su marido, Tsymbalo no tardó en huir con sus dos hijas de cuatro y seis años del país. Lo hizo al mediodía, formando parte del casi primer millón de refugiados que huyó de Ucrania el día 25. Durante dos días enteros condujeron a través de las atestadas carreteras ucranianas hasta llegar a la frontera con Polonia. Dos kilómetros más allá del límite que separa los dos países se hospedaron en un hotel.

La situación no era fácil –mientras la televisión nacional enseñaba cómo hacer cócteles molotov, Volodímir Zelenski declaraba la obligatoriedad de que los hombres de entre 18 y 60 años se mantuviesen dentro del país–, pero tampoco lo sería la decisión posterior: mientras ella se quedaba fuera con las hijas, él permanecería en el país; se separarían provisionalmente, hasta que la invasión terminase. 

Pronto, no obstante, cambió de hogar de acogida: a través de internet localizó una familia de acogida española y, de inmediato, se dirigieron camino a Gandía mientras su marido se instalaba de nuevo en la capital ucraniana. Tsymbalo continúa hoy sola –ayudada también por Cáritas– con sus dos hijas, mientras el conflicto parece enfangarse en el este del país. A pesar de las dificultades, ha llegado incluso a encontrar algún breve encargo de fotografía.

Yuliia Tsymbalo.

«Putin odia a Ucrania y a los ucranianos. Rusia quiere destruirnos y allí tienen una propaganda muy fuerte en su país: muchos también piensan que no tenemos derecho a existir. Es una idea terrible», defiende Tsymbalo. Un ejemplo de esta connivencia es para ella especialmente doloroso: aunque su hermano vive en España desde hace años, a Yuliia y a sus hijas les fue imposible resguardarse del dolor bélico en su casa; su mujer, de origen ruso, les impidió quedarse allí.

«No quería que viviéramos con ellos. Nos gritaba cada día diciendo que no éramos personas. Para ella, por ejemplo, nuestra lengua no es una lengua como tal. No puedo entender cómo esta chica puede llevar 15 años en España y pensar así. Supongo que es la propaganda que ve en los programas rusos», detalla.

De momento, su marido y su familia están bien, pero ataques esporádicos se ciernen una y otra vez sobre las distintas partes del país, incluida Kiev, adonde llama siempre para hablar con su esposo. La muerte la ha rozado de cerca: ya hay un amigo que ha perdido la vida, al igual que un compañero de trabajo. Los recuerdos de la guerra, aunque breves, continúan siendo espinosos. «Tengo depresión. Todos los días pienso en lo mismo: ¿cuándo podremos volver?». Antes de despedirse añade, con la voz apagada, una sola frase: «Nadie que no viva una guerra puede entender lo que es».

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