El año 1000, el número mágico
La historiografía hizo del Año Mil un cuasi nombre propio, el de uno de los protagonistas de la historia, el milenarismo, que retorna periódicamente para anunciar un tiempo nuevo.
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El año mil no marca un hito en la historia sino en nuestra imaginación: podríamos decir simplemente que en el año 1000 no sucedió nada particular. No solo porque la fecha no se corresponde con ningún acontecimiento memorable, sino porque tampoco anuncia el advenimiento de un nuevo mundo. ¿Por qué detenerse en ella, entonces? Porque, al endosarle al año mil sus dos mayúsculas, la historiografía hizo del Año Mil un cuasi nombre propio, el de uno de los protagonistas de la historia, el milenarismo, que retorna periódicamente para anunciar un tiempo nuevo.
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Aunque la fecha no existió para las gentes del medievo, sí existe hoy para nosotros y nos cuesta resistirnos a la idea de que el pueblo cristiano cayera presa del terror a medida que se acercaba el fin del primer milenio. Sabemos que el mundo no se acabó, es cierto, pero también creemos que la gente del medievo era muy crédula, y lo creemos con tanto más fervor en cuanto que estamos convencidos de habernos librado de toda esa credulidad. Es una actitud muy característica de la modernidad: creemos que sabemos y sabemos que otros creen. Pero el hito del año mil o, más exactamente, la idea de que el año mil marcó un hito, data de hecho de la modernidad. En 1588, el cardenal César Baronio, paladín de la Contrarreforma católica, reunía por primera vez en sus Anales eclesiásticos el exiguo expediente de pruebas documentales que, partiendo de lecturas erróneas, podía llevar a pensar que en el año mil cundió el terror, un terror que el prelado sitúa en «el primer año después del año mil», o sea, en 1001: «Casi todo el mundo se lo creyó: los simples estaban aterrados, aunque los doctos apenas dieron crédito a la profecía.»
La idea de que el año mil marcó un hito data de la modernidad
Hoy sabemos que es probable que fuera al revés, pero eso es lo de menos: la creencia moderna en la creencia medieval había calado, y fue en el siglo XIX cuando se propagó. En la Histoire de France de Michelet, adoptaba una forma memorable: «En la Edad Media era creencia universal que el fin del mundo iba a llegar en el año 1000 de la Encarnación». El gran historiador describía a continuación la acumulación de signos, prodigios, catástrofes y maravillas que provocaron a un tiempo el terror y la esperanza. Vale la pena citar por extenso este gran pasaje de la literatura romántica: «Algo más había de llegar, y el pueblo esperaba. El cautivo esperaba en su negro calabozo, en su sepulcral mazmorra; el siervo esperaba en el surco, a los pies de la odiosa torre; el monje esperaba en la abstinencia del claustro, en los tumultos solitarios del corazón, en medio de tentaciones y caídas, de remordimientos y extrañas visiones, miserable juguete del diablo, que lo rondaba con toda su crueldad y al anochecer, tirando de su manta, le decía alegremente al oído: “¡condenado estás!”».
Para entender este texto hay que apelar a la poética de la historia. Michelet lo escribió en 1833 para el segundo volumen de su Histoire de France, dos años después de la publicación de Notre-Dame de París de Victor Hugo. En el primer volumen había trazado un relato que iba de los galos a Carlomagno, pero ese era precisamente el hilo narrativo que la época feudal interrumpió o, para ser más exactos, enredó en una madeja de mil intrigas enmarañadas. Disgregado el poder en señoríos, ya no quedaban reyes ni epopeyas ni nada que pudiera contemplarse a vista de pájaro, salvo quizá el propio territorio. Era el «desquite de la geografía con la historia», lo que explica que Michelet interrumpiese su narración con la «estampa de Francia» que abre el segundo volumen. Pero ¿cómo reanudar el relato? Como el gran maestro del ritmo que era, Michelet decidió recuperar el tempo en un tiempo débil de la historia, y fue así como el año mil se inscribió en la memoria historiográfica.
Este texto es un fragmento del libro ‘Fechas que hicieron historia’ (Anagrama), de Patrick Boucheron.
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