«Mucha gente no murió de radiación, murió de tristeza»
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COLABORA2024
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La novela ‘Luciérnaga‘, de Natalia Litvinova (Gómel, Bielorrusia, 1986), ganadora del Premio Lumen 2024, revive el accidente de Chernóbil desde la mirada de una niña que crece curiosa entre ciervos e insectos, entre los secretos de trabajadoras y sus manos sucias. Emigra junto a su madre a Argentina mientras la Unión Soviética desaparece. Luciérnaga, que es como llamaban a la gente contaminada por la radiación, se abre a diminutos mundos soviéticos nostálgicos y escenas argentinas que irradian humor. La autora recompone los silencios que permanecen en las mujeres de su familia y muestra el dolor por una vida que quedó atrás producto de la migración.
Chernóbil fue un accidente, el fracaso de un Estado, la negligencia política pero también la muerte, la deformidad y la evacuación. ¿Cómo se cuenta Chernóbil desde la belleza?
Viene de la inconsciencia y de la poesía que pide construir un mundo entero en pocas frases. Necesitaba fijar mis recuerdos de la infancia, pese a que la memoria es muy errática en esta etapa de la vida y más cuando la emigración produce un corte muy fuerte con el pasado. Fue una necesidad para no olvidar los colores, la nieve, las caminatas con mi padre. Crecí con la radiación, estaba ahí, también empecé a recordar esa tragedia. Luego se abrieron secretos familiares cuando tenía 30 años y fueron como golpes. Sentí esa responsabilidad por los silencios de mi familia. Ellos pudieron con esos silencios, yo no puedo.
«Las mujeres que salvaban a la Unión Soviética, que le daban energía a la nación, eran maltratadas»
Supongo que hurgar en los fracasos de un país tiene su complicación, hacerlo con las tripas de la propia familia puede causar una explosión dentro de ella. ¿Cuánto tiempo ha tardado en recoger y escribir las memorias de su familia en la Bielorrusia soviética?
Escribo desde mi llegada a Buenos Aires con 10 años. Mi vida anterior ya pertenecía al pasado, tener esa noción del pasado ya me convierte en escritora. Las primeras anotaciones nacen a mis 18 años pensando en escribir un diario, no una novela. Pasé por la poesía y por la edición de libros. Después, a mis 25 años nació una necesidad de darle un cuaderno a mi madre para saber más sobre ella. Por ejemplo, no conocía a mi abuela, solo tenía un par de fotos suyas, no entendía su rostro. Si no puedes hablar, escribe. Riéndome con mi madre encontré la voz para Luciérnaga.
En la novela hay animales grandes como ciervos y pequeños como insectos o sapos que son mágicos, atractivos y parece que hablan. ¿Qué papel juega la naturaleza en la novela y en su vida?
Crecí rodeada de naturaleza. Bielorrusia es naturaleza y está presente en todo, nos educa. Rusia, Ucrania, Bielorrusia son países rurales y las ciudades están llenas de verde, de bosques, no existe la idea de la cuadra que tenemos en Buenos Aires. Hay ardillas, abetos, búhos, puede aparecer un lobo en el bosque. Vivimos con la presencia animal muy cerca y cuando llegué a Buenos Aires extrañé el pasto y la tierra. Si pensamos Chernóbil, se vieron afectadas de radiación vidas humanas, pero también las vacas, el pasto y la comida. Fue una zona que se empezó a evacuar de personas y luego la naturaleza se expandió y ciertos animales volvieron a repoblar la tierra.
«Si no puedes hablar, escribe»
Hay una escena de la novela donde se describe cómo la madre va a menudo a desayunar a casa de las vecinas Kiara y Larissa. Es sorprendente porque hoy ya no sabemos ni quién vive en la puerta de al lado. ¿Es nostalgia de ese mundo a pesar de la radiación o es un aviso de que estamos perdidos?
Hoy vivimos hiperconectados por las redes y la tecnología, pero a la vez desconectados de vínculos y de nuestros ancestros. Este libro es un homenaje a la ancestralidad. Es un libro nostálgico y hay algo universal en estos vínculos entre mujeres. Estas mujeres hablan de esoterismo, de Rasputín, religión, amor, relaciones. La madre en la novela es quien decide el futuro de la familia y los personajes femeninos representan a las mujeres con las que conviví. Cuando mi madre iba a tomarse un cafecito por la noche con las vecinas, me llevaba con ella y pude ver otras mujeres diferentes, que se pintaban los labios, que escuchaban punk, campesinas, mujeres de ciudad, abuelas, mujeres que creen y que no creen. Ellas son las importantes en la novela.
Las mujeres trabajadoras soviéticas son representadas como los pilares de la sociedad y son a esas mujeres a las que una niña observa, pero no dice nada hasta que escucha historias como: «Era común que las víboras mordiesen a las mujeres que trabajaban en el campo, unas morían, otras no». ¿Cómo era la vida de estas mujeres trabajadoras en los últimos años de la Unión Soviética?
Mi madre me contó esto con una tranquilidad total. Ella creció en el campo y fue la primera que se fue a la ciudad. Ella me contaba sobre mi abuela Catalina y cómo casi muere de una mordedura de una víbora, como si eso fuera algo normal. Eso me hizo pensar en que trabajaban de manera precaria en «trabajos para mujeres», sucios, sin ropa adecuada. Los hombres tenían otros trabajos, más limpios. Me di cuenta de que era un castigo trabajar en el pantano recogiendo turba, era el único combustible fósil que había en la Unión Soviética. Las mujeres que salvaban a la Unión Soviética, que le daban energía a la nación, eran maltratadas y a veces mordidas por serpientes.
«¿Qué habrá pasado con la salud mental del hombre y de la mujer soviéticos de esa época?»
Regresar a la familia y a las propias vivencias de dolor, cambio y transformación de la familia es quizás el mejor lugar para absorber buenas historias y llevarlas a la ficción. ¿Con qué emociones ha tenido que convivir regresando a un país y a un mundo que ya no existe como fue la URSS?
Yo nací en la Unión Soviética, pero no conocí la vida en la URSS. Recuerdo varios destellos de esos años, alimentos que empezaban a escasear, gente haciendo fila, la aparición de productos importados, ropa nueva. Esas fotografías poblaron mi mente, colores y texturas que están en la novela. Fui guiada por Svetlana Alexiévich, me preocupé por la vida de la gente común, de campo, gente que tuvo que ser liquidadora, por ejemplo. Personas normales que entraron en el reactor nuclear y dieron su vida para salvar a una nación y un ideal. Se preocuparon de que la tragedia no hubiera sido mucho peor. Es un libro sobre la pérdida de la comunidad; no solo nos doblega la explosión de una central nuclear, si no cómo lo maneja el Estado, evacuando, pero separando a la comunidad. Me sorprendió que mi madre me dijera que mucha gente no murió de radiación, murió de tristeza. Ahí está libro, para recuperar el alma humana.
¿Cómo se recupera uno de esa tristeza?
Estamos hablando de la época de desintegración de la URSS donde la gente se pregunta quién somos, qué es una identidad, qué es ser bielorruso, qué idioma vamos a hablar. Me preguntaba también sobre la salud mental, hablar de ello en Europa del Este es complicado. ¿Qué habrá pasado con la salud mental del hombre y de la mujer soviéticos de esa época? Por eso el libro también está lleno de muchos tipos de humor, de chistes, pero que nunca cierran. El humor es una parte esencial de la novela.
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