Los castigos mitológicos
La crueldad de los dioses del Olimpo griego y su todopoderoso gobierno queda constatada en las sentencias con que condenaron a todo aquel que se les intentó rebelar, y que forman parte del imaginario occidental.
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Toda religión, bien sea monoteísta o politeísta, atribuye a la divinidad la autoridad necesaria para impartir justicia. Así, los dioses castigan a los humanos en base a la culpa que puedan acarrear aquellas de sus acciones que contradigan la ley divina. En el imaginario popular occidental anida ese temor al castigo divino, y tal vez tenga mucho que ver con los castigos más brutales impuestos por las divinidades de la antigua mitología griega.
La crueldad de las deidades del Olimpo era, en efecto, de un extremismo sin igual, y las penitencias que imponían no solo castigaban al pecador, sino que advertían a cualquiera que estuviese tentado de desafiar su poder.
¿A quién la apetecería subir una gigantesca roca hasta la cima de la más abrupta montaña para ver cómo, casi coronada esta, el pedrusco rueda colina abajo para que emprenda, de nuevo, la misma acción durante toda la eternidad? Sin duda, Sísifo, fundador y primer rey de la antigua Corinto, no pensó que su manera egoísta y vil de gobernar le acarrearía tan terrible castigo. Fue la pena que le impuso Zeus por una vida de crueles y ruines maquinaciones y, desde entonces, Sísifo y su piedra han servido de ejemplo a muchas acciones rutinarias y repetitivas que las personas tenemos que realizar a lo largo de nuestra vida. La única diferencia es que la vida de Sísifo pasó a ser eterna, y eternamente está condenado a acarrear la piedra para verla caer y comenzar de nuevo. Curiosamente, Albert Camus, el filósofo de la desesperanza, aplaudió a Sísifo por verle como muestra de que «el esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar el corazón de un hombre».
Sin duda, Zeus se empleó bien en pergeñar las más mortificantes expiaciones para quienes osaban contrariar sus apetencias. Otro de los personajes sancionados por el dios de dioses de la antigua Grecia y por ello, a la par, también mito que se instauró en el pensamiento occidental, fue Prometeo. Este titán inmortal osó robar del monte Olimpo, reino de Zeus, el don divino del fuego para entregárselo a los humanos. Su intolerable acto de desobediencia obtuvo un nuevo y doloroso castigo eterno. Desde entonces, Prometeo permanece encadenado a una roca. Hasta él se acerca, diariamente, un águila que le desgarra la carne y devora su hígado. Este órgano se regenera cada noche para que el ave rapaz pueda renovar su banquete al día siguiente. Gran parte del pensamiento occidental posterior a la Edad Media considera a Prometeo símbolo de la rebelión contra la tiranía.
Gran parte del pensamiento occidental posterior a la Edad Media considera a Prometeo símbolo de la rebelión contra la tiranía
Justamente el hermano de Prometeo, el titán Atlas, también sufrió la ira divina. Según narra el poeta Hesíodo en su «Teogonía», Atlas fue quien lideró a los titanes en la gran serie de batallas que, durante diez años, estos emprendieron contra los dioses olímpicos. En esta larga conflagración, los titanes resultaron vencidos y arrojados al Hades por Zeus, excepto Atlas, para quien reservó un más tortuoso escarmiento. Este fue conducido hasta el límite occidental del mundo y condenado a permanecer eternamente inmóvil, allí, sosteniendo sobre sus hombros el peso del firmamento. De esta manera, Zeus logró, además de castigar al sublevado, asegurar que bajo ningún concepto volvieran confundirse el plano celestial y el terrestre.
Otro personaje que sufrió la ira eterna de Zeus, un humano en este caso, fue Tántalo, hijo de aquel y una ninfa marina. Tántalo gustaba de celebrar grandes banquetes en los que perdía el control y llegaba a revelar secretos de los dioses a los comensales. Pero su gusto por tales bacanales alcanzó la cota máxima de su voracidad cuando, en una cena a la que invitó a diversos dioses, decidió que el plato principal fuese su propio hijo, previamente asado y despiezado. Aquel acto de orgullo desmedido le valió la condena eterna a permanecer rodeado de comida y bebida que se alejaban de su alcance cada vez que él intentaba alimentarse o hidratarse.
Pero no solo Zeus castigó a quienes lo incomodaban. Otra divinidad del Olimpo griego, Atenea, quiso dar ejemplo de su poder absoluto castigando a Aracne, una mujer cuya maña tejiendo era supuestamente insuperable. Aracne era tan hábil tejedora que no dudó en jactarse de que superaba a la propia diosa de la sabiduría y la guerra, Atenea, que también gustaba de emplear sus horas muertas en confeccionar deslumbrantes tejidos. La arrogancia de la mujer llegó a oídos de la deidad, que bajó a la tierra en forma de anciana para proponerle a Aracne una competición y comprobar cuál de las dos era más diestra. La leyenda dice que el tapiz tejido por Aracne superaba al de Atenea, pero mostraba a los dioses en actitudes indignas. Ante tal insultante derrota, Atenea forzó a la ganadora a ahorcarse. Pero aquello no fue suficiente para calmar la ira divina, y Atenea revivió a la difunta, pero como araña, para que siguiese tejiendo eternamente en un ciclo inacabable de esfuerzo y frustración.
Estos castigos son un claro ejemplo de cómo la evolución humana no logra deshacerse del temor a la ira divina
Sin duda, estos castigos, junto a otros muchos parejos en crueldad, como el de Ixión, atado por traidor a una rueda que giraba sin cesar mientras múltiples serpientes desgarraban su carne, el de Marsias, desollado vivo por su arrogancia, o el de o las cuarenta y nueve hijas de Danao, condenadas a llenar un pozo sin fondo en el inframundo por haber asesinado a sus maridos, son un claro ejemplo de cómo la evolución humana no logra deshacerse del temor a la ira divina.
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