Cultura

«La obra de Chillida nos ayuda a elevarnos de nuestras miserias»

Artículo

Fotografía original

Cristian Iglesias
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16
octubre
2024

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Fotografía original

Cristian Iglesias

Comenzó trabajando el yeso. Después, como eusquérico Vulcano, conoció los secretos de la fragua. Sus manos se afanaron con el granito y el hormigón, con el alabastro o la madera. Eduardo Chillida (San Sebastián, 19242002) fue uno de los escultores con vocación de volumen, de los que apuntalan la gramática del material, cualquiera con el que bregase. Una de sus hijas, la documentalista y psicóloga Susana Chillida, se acerca a la complicidad del matrimonio de sus padres, Eduardo y Pilar Belzunce, en Una vida para el arte (Galaxia Gutenberg, 2024), mostrándonos una intimidad luminosa y ensamblada.


¿Cómo han de dialogar la obra artística y la biografía de un artista?

Ignoro cómo se relacionan esos aspectos en otros artistas. En Chillida había una gran coherencia entre su vida y su obra. Por eso, cuando acepté el encargo de documentar la realización de una obra pública para Japón audiovisualmente, quise ahondar también en la persona, saber más sobre su pensamiento y sus emociones. Y esa parte cada vez me fue interesando más. Pude ver que lo que pensaba, decía y hacía era una misma cosa. Su vida y su obra estaban llenas de preguntas, de profundidad y de sutileza… Él usaba el peso para rebelarse contra el peso, luchando contra la gravedad, como luchaba contra la injusticia allí donde la veía. Creo que su obra, de algún modo, nos ayuda a elevarnos de nuestras miserias. Al igual que lo hacen la música, la poesía y, en general, todas las artes.

En el libro, hay una reivindicación absoluta del papel de su madre en la carrera de su padre. ¿De qué modo influyó en su obra?

Ella hizo posible que mi padre fuera cada día a su estudio libre de toda preocupación mundana. Fue un pacto que hicieron siendo muy jóvenes. Desde que se casaron, la tarea de él era exclusivamente enfrentarse consigo mismo y su obra. La de ella, lidiar con todo lo demás: la sincronización de la agenda de él, el diálogo sobre temas económicos con los galeristas, los transportistas, los proveedores, los pagos, los cobros… Igualmente, el tema doméstico, los hijos… Además, y eso es muy importante, ella era su mejor fan. Se maravillaba ante lo que él hacía, le alentaba cuando estaba bajo de ánimo, le acompañaba en todos sus viajes, en sus paseos y, con su eficiencia y generosidad, hacía que sus sueños pudieran hacerse realidad. Fue una mujer con mucha sensibilidad artística, liberal y adelantada a su tiempo, que asumió muchas tareas por entonces asociadas solo con los hombres.

«Mi madre hizo posible que mi padre fuera cada día a su estudio libre de toda preocupación mundana»

A usted le incomoda el adjetivo «abstracto» para referirse a la obra de su padre. ¿Cuánto de misterio encierran sus piezas?

No me incomoda, pero veo la escultura de mi padre como algo especialmente concreto. Cada obra es un objeto, presente y silente, con el que uno puede relacionarse individualmente; que uno puede ver, tocar, rodear… Los misterios que encierran son preguntas que él formulaba sobre la materia y el espíritu.

En distintos momentos, queda patente el orgullo de su padre por ser vasco. ¿De qué modo influyó su tierra en su manera de entender el arte?

La rudeza del mar Cantábrico y de esa luz, que él llamaba «negra» por contraste con la luz blanca del Mediterráneo, le fue constituyendo desde niño. También el carácter vasco, sensible y rudo a un tiempo, cerrado y amigable a la vez, que compartía con los de nuestra tierra.

Cuando usted dice que la obra (cualquiera) no era un «mero Chillida», sino que «era Chillida mismo», ¿qué quiere decir?

Yo siento que la obra es algo a lo que se entrega de tal forma el artista, algo en lo que ha puesto tanto de sí mismo tanto sentimiento, tanta emoción, tantas preguntas que «casi» es parte de su persona. Cuando vi un primer Van Gogh al natural, en el Guggenheim de Nueva York, llegué a sentir eso. Nada que ver con estar frente a una ilustración o una foto. Allí sentí como si cada pincelada que veía me dejara ver su persona, su admirable luz interior. Algo muy emocionante.

«La obra es algo a lo que se entrega de tal forma el artista, algo en lo que ha puesto tanto de sí mismo, que ‘casi’ es parte de su persona»

El primer año de casados fue un tiempo un tanto aciago para la creatividad («tengo las manos de ayer, me faltan las de mañana»). ¿Qué ocurrió para que se revitalizara, qué hizo que encontrara el camino que después transitó?

Mi madre jugó un papel esencial. Su frase tan conocida, «¡cómo vas a estar acabado si todavía no has empezado!», habla del ánimo que ella le daba. La confianza que tenía en él era inquebrantable, y eso tiene mucho valor porque él no le quería fallar a ella. El azar quiso que vivieran frente a un herrero en Hernani. A mi padre le gustaba ver cómo trabajaba. Más tarde, le pidió que le dejara usar su fragua y, finalmente, se hizo un pequeño estudio en el que realizó su primera obra en hierro. Le puso por título Ilarik, que es el nombre que se le da en euskera a las piezas funerarias. Con ese nombre marcaba el final de algo una época semifigurativa y el comienzo de otra etapa en la que siguió hasta su final. Colocarse frente a lo desconocido y seguir su llamada fue para él un renacer. Y entre tanto eso me divierte pensarlo en casa iban naciendo hijos casi a la par que esculturas en la fragua. ¡Cómo no voy a considerarlas como hermanas!

¿Qué porción de azar asiste a la obra de su padre?

Como buen «maestro del presente» que era, ponía toda su atención en los distintos procesos que cada obra conllevaba. Su percepción estaba constantemente en juego. Y si algo inesperado surgía, lo miraba con ojos llenos de curiosidad e intentaba integrarlo. Eso que él no había tenido en cuenta inicialmente y que, sin embargo, se había ganado un lugar en la obra mi padre lo veía como un «regalo».

«Su percepción estaba constantemente en juego»

De los muchos nombres que se citan en estas páginas (Braque, Palazuelo, Giacometti, Heidegger, Brancusi, Valente…), ¿cuál le influyó más a su padre, a quién admiraba por encima de todos?

Admiraba a todos ellos porque tenían esa «voz propia» que es esencial a un artista o un pensador. Sin embargo, ante mi insistencia, en una de las varias entrevistas que le hice para mis películas, me habló de Joan Miró. Le emocionaba su persona tanto como su arte. Creo que algo parecido le pasaba con Brancusi.

Es fascinante comprobar hasta qué punto la labor de los galeristas (en el caso de su padre, Aimé y Marguerite Maeght) puede ser decisiva en la carrera de los artistas. A su juicio, ¿esto ha cambiado? Las redes sociales ¿apuntalan o descalabran un trabajo?

Las redes sociales son fáciles de manejar para quienes entienden de eso. Pueden informar y desinformar, dar pistas y despistar, aupar trabajos sin demasiado valor y destruir los de mucha valía. Por eso, hay que estar alerta ante ellas. Al arte se lo conoce cara a cara. De ahí que las exposiciones que los artistas hacen con sus galeristas sean tan importantes para avalar a un artista.

Si tuvieran música, ¿qué sonaría de las piezas de su padre?

Sonaría el espíritu humanista que anima cada una de ellas; un espíritu abierto, curioso y puro, enfocado en temas complejos que a todos nos incumben.

 

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