«Ayudando a los demás nos estamos ayudando a nosotros mismos»
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José Antonio Ritoré (1977) ha estado en contacto durante su carrera profesional con cientos de activistas, como periodista y también como director de la plataforma de acción ciudadana Change.org. Las historias de las personas que ha conocido y la suya propia le han servido como enseñanza vital, una lección que plasma en su libro ‘Egoísmo del bueno’ (Plaza&Janés). Charlamos con él sobre ayudar a los demás, la terapia como activismo particular y la importancia de una buena historia.
¿Qué es el «egoísmo del bueno»?
Es un tipo de egoísmo que consiste en que, ayudando a los demás, nos estamos ayudando a nosotros mismos, una idea que he comprobado por mí mismo a través de mi experiencia acompañando a más de mil activistas. La mayoría de esas personas inician su aventura altruista por alguna razón que suele tener que ver con la tragedia personal o la empatía hacia los demás, pero durante el camino descubren que ese músculo de solidaridad les genera felicidad. Te acaban diciendo que lo hacen por los demás, pero sobre todo por sí mismos. Ese es el egoísmo del bueno: entender que hay un punto en el que, al trabajar por la colectividad, estás trabajando también por ti mismo.
¿Por qué ayudamos a los demás? Además de un componente egoísta, ¿qué hay en el ser humano que le lleva a ocupar su tiempo en ayudar a otros?
La búsqueda de la explicación a los comportamientos altruistas está presente en la historia de la ciencia desde hace mucho tiempo. A la teoría de que solo sobreviven los más fuertes se le encontraban excepciones en los animales sociales como hormigas o abejas. Entonces no lograban entender por qué esos animales eran capaces de sacrificarse por los demás, cuál era la base científica de este altruismo que contestaba a la teoría de Darwin. En los años 60, el biólogo William D. Hamilton se dedicó a investigar el porqué de ese altruismo. Llegó a desarrollar una fórmula matemática para explicarlo: descubrió que el altruismo aparece cuando suficientes parientes reciben un beneficio, lo que hace que ese esfuerzo merezca la pena. Esto es algo que yo he podido ver en la aplicación cotidiana del siglo XXI, con personas que se han enfrentado a cambiar leyes o conseguir financiación para investigación. Por ejemplo, en mi etapa de periodista me fascinó una entrevista que le hice a Cristóbal Colón, fundador de La Fageda, una cooperativa agrícola en Girona donde los trabajadores son personas con discapacidad o enfermedades mentales. Él cree que el ser humano aspira a la bondad y a la belleza, aunque muchas veces el mal sea más ruidoso que el bien.
«Al trabajar por la colectividad, estás trabajando también por ti mismo»
Entonces, ¿qué es lo que nos lleva a desoír una petición de ayuda?
Hay una realidad en el mundo contemporáneo, y es que tenemos una gran necesidad de atención. Una gran cantidad de peticiones de ayuda lanzadas al mismo tiempo desde muchas partes puede acabar generando un bloqueo. Yo trabajo como consultor de oenegés para ayudarles a generar narrativa y mejorar su comunicación, y hay una cuestión que llevo viendo años, que es que la enormidad genera bloqueo. Cuando sentimos que hay tantas peticiones tan grandes y tan inabarcables, acabamos por bloquearnos y tendemos a no ayudar. La clave de la conexión entre la petición y la persona que ayuda es que primero tiene que ver con la emoción y luego con la razón. Hay que conectar con una historia, y por eso lo más difícil es conectar con problemas o realidades que sentimos ajenas, desde Gaza hasta Ucrania o Senegal, porque, a pesar de que hay una gran urgencia en esas causas, nuestro universo está menos conectado con ellas.
¿Qué hace falta para empezar a ayudar a los demás?
Inquietud de querer hacer algo, que no significa querer hacerlo todo. Cada uno según sus posibilidades: a la hora de plantearnos qué hacer, cada uno tiene que plantearse qué le motiva, qué le mueve y, como en cualquier entrenamiento, empezar poco a poco. La conexión es un proceso. Creo que la clave es que surja esa chispa con las otras personas, que a veces tiene que ver con una tragedia personal y otras veces se debe simplemente a la empatía con los demás, como fue el caso del comunicador Michel Madoz, que conectó con Ana González y su causa al verla en televisión.
Fuiste director de la plataforma Change.org entre 2015 y 2020. En el libro cuentas que, aunque no tienen valor legislativo real, las firmas recogidas por las peticiones sí tienen un valor de empoderamiento emocional. ¿Podemos cambiar el mundo desde las pequeñas acciones, como una simple firma?
A veces cuando uno dice «cambiar el mundo» parece estar hablando de algo gigantesco. Sin embargo, empiezas a cambiar el mundo cuando desde tu parcela, desde la historia que te ha tocado, decides dar un paso adelante y movilizarte. Una de las frases que motiva el libro es esta de James Baldwin que dice: «No puedes cambiar todo a lo que te enfrentas, pero no podrás cambiar nada si no te enfrentas a ello». Es una frase que he intentado aplicar al activismo y también a mi vida personal. Hay facetas de nuestra vida que decidimos arrinconar, pero lo que generamos con eso es solo que no se produzcan cambios que en realidad sí queremos.
«Empiezas a cambiar el mundo cuando desde tu parcela, desde la historia que te ha tocado, decides dar un paso adelante y movilizarte»
¿Qué tiene que tener una causa para movilizar a la gente?
Hay tres grandes elementos. Para empezar, tiene que haber una historia personal que te emocione: desde el principio de los tiempos nos enganchamos a las historias, forma parte de nuestra esencia. Para que tengan éxito, muchas causas necesitan un carisma detrás, una cara, un corazón. Un segundo factor es que haya una teoría del cambio, es decir, que sepamos que, de alguna manera, si hacemos A y tenemos éxito, va a haber un B, un resultado que es consecuencia de A. Parece muy evidente, pero no lo es, y cuanto más clara esté esta teoría del cambio mejor, porque necesitamos ofrecer un resultado tangible. Hay un tercer elemento que está menos en nuestras manos, que es el contexto en el que nace la causa. Vivimos en un mundo en que hay poco foco de atención y las noticias duran cada vez menos, así que necesitamos que nuestra historia y nuestra teoría del cambio entre en la agenda en un momento adecuado. Eso no siempre pasa y por ello la historia no siempre tiene cabida. Un ejemplo es la ley de muerte digna: la historia de Ramón Sampedro es muy emocionante, pero en aquel momento era demasiado pronto para que esa cuestión entrara en la agenda política, ya que la sociedad aún no estaba preparada.
¿Somos más eficaces como activistas cuando nos entregamos a causas que nos incumben a nosotros o a alguien cercano?
La experiencia que he tenido es que cuando hay una implicación personal, cuando hay un porqué y un para qué muy fuertes, ese activista o esa activista está dispuesto a sacrificar más y a desarrollar una resiliencia extrema. Dicho esto, y aunque ese componente es fundamental, con eso solo no vale. He conocido historias con esa emoción y esa resiliencia, pero que han necesitado expertos como asesores, medios de comunicación o políticos para que las arroparan. Así sucedió con la eliminación de la palabra «disminuido» de la Constitución, una lucha bastante antigua del colectivo de personas con discapacidad. De pronto llegó una activista, Vicky Bendito, que tenía la historia y el carisma en el momento adecuado, pero su carisma no hubiera servido de nada sin todo ese trabajo previo. Vicky se convirtió en la cara y la voz de esa reivindicación que se había trabajado en los despachos de los ministerios y las organizaciones durante años, y así consiguieron su objetivo. Es un trabajo complementario: sin una no hubiera sido posible la otra.
«Para que tengan éxito, muchas causas necesitan un carisma detrás, una cara, un corazón»
Hablas de la culpa y el trauma intergeneracional. ¿Ir a terapia para conocernos mejor y superar nuestra genética emocional es un tipo de activismo particular? Ese buscar la mejor versión de uno mismo que no deja de ser egoísmo del bueno…
Ir a terapia me parece muy buen egoísmo del bueno. Hay una cosa muy importante: uno va a terapia porque lo necesita para sí mismo, pero cuanto mejor estemos mejor vamos a poder ponernos al servicio de los demás. Como periodista, me he encontrado, acompañando a voluntarios y organizaciones, con personas que tenían problemas emocionales que necesitaban atención profesional y que pensaban que al hacer un voluntariado podrían sanar, pero eso no ocurre, claro. Cuanto mejor esté uno más fácil será que se entregue a los demás.
Además de la terapia, mencionas la figura del coach y su importancia para tu propio proceso y el de otras personas que buscan implicarse en el cambio. Estos profesionales están algo denostados en España, al igual que los libros de autoayuda. ¿Qué nos aportan?
Todavía hay mucha resistencia a ir a terapia. Yo la tenía, y sentí el trabajo con el coach como un paso previo que te ayuda a descubrir que hay profesionales que en determinado momento de tu vida te pueden servir como faro ante un reto o un momento duro. Lo peor que te puede pasar con este profesional es que no te pase nada, pero nunca empeorar. Mi experiencia con la terapia es la misma. Por supuesto, tiene que haber una disposición por parte de uno y estar en un momento vital adecuado, pero en general creo que te aporta, no te quita. Cuando pensamos que nos quita es porque, al empezar un camino que tiene que ver con mirar hacia dentro, quizá comiences a abrir episodios muy dolorosos, y eso parece que quita más que aporta.
«Mostrar vulnerabilidad ya debería estar normalizado»
Hablamos mucho de ayudar a los demás, pero ¿qué hay de dejarnos ayudar?
A mí me ha costado mucho en determinados momentos renunciar al control, que en realidad es ilusorio, y decir «yo con esto no puedo», tanto en lo profesional como en lo personal. Nos cuesta asumir que hemos fracasado y que podemos estar dolidos, y pedir ayuda es mostrar vulnerabilidad, algo que nos cuesta mucho en general. Solo lo hacemos cuando no somos capaces a nivel puramente físico. Mi experiencia personal es que, cuando ya estás al límite físico, es más difícil remontar. Por ello es mejor pedir ayuda antes de llegar al límite, tanto en lo personal como en lo profesional. Precisamente ahora estoy investigando el egoísmo del bueno en el mundo empresarial, con empresas que se dan cuenta de que el beneficio social también es corporativo y que han decidido pedir ayuda para que les traigan mejoras e ideas nuevas. A veces es necesario levantar la mano y vencer la resistencia de pedir ayuda. Mostrar vulnerabilidad, en la actualidad, ya debería estar normalizado.
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