Conducir bajo los efectos del alcohol es una de las principales causas de accidentes en todo el mundo. No obstante, muchos siguen pensando que beber una cerveza o una copa de vino no les va a afectar en su desempeño al volante.
La ciencia demuestra lo contrario: incluso pequeñas cantidades de alcohol pueden reducir la coordinación, el tiempo de reacción y el juicio. Esto significa que la capacidad para manejar un vehículo de manera segura está comprometida, ya que la bebida comienza a afectarnos antes de que nos demos cuenta.
En este contexto se sitúa el reciente plan del Gobierno español para reducir la tasa máxima de alcohol en sangre de los 0,5 gramos por litro (g/L) actuales a un tope de 0,2. ¿Es suficiente o deberíamos aspirar a normativas aún más estrictas que nos acerquen al objetivo de cero accidentes?
Un cerebro ralentizado
El alcohol es un depresor del sistema nervioso central; es decir, ralentiza las funciones del cerebro. Como hemos apuntado más arriba, altera la coordinación, la percepción y el tiempo de reacción. Y estos efectos se hacen evidentes incluso con niveles bajos de alcohol en sangre.
El alcohol es un depresor del sistema nervioso central; es decir, ralentiza las funciones del cerebro
Según estudios recientes, con tan solo un 0,1 g/L de alcohol en sangre ya se incrementa el riesgo de accidentes, y los conductores «ligeramente bebidos» tienen un 46% más de probabilidades de ser responsables de choques en comparación con conductores sobrios. Además, estos efectos aumentan de forma continua a medida que el nivel de alcohol sube, sin un umbral definido.
De hecho, con un tasa de alcoholemia de 0,3 g/L ya se dejan notar los siguientes efectos:
- Dificultad para realizar varias tareas: aumentan los errores y la pérdida de atención, lo que afecta el control del vehículo y la capacidad de reaccionar a las señales de tráfico.
- Juicio alterado: el procesamiento visual se reduce y las decisiones se ven afectadas, lo que incrementa la probabilidad de asumir riesgos.
- Tiempo de reacción más lento: el alcohol genera somnolencia, lo que retrasa la respuesta ante situaciones imprevistas.
Para alcanzar un nivel de 0,3 g/L de alcohol en sangre, una persona de unos 70 kg tendría que consumir aproximadamente entre 500 ml y 700 ml (dos o tres vasos) de cerveza con una graduación de 5% o entre 250 ml y 350 ml de vino (a partir de una copa) con una graduación de 12%.
No obstante, estos valores pueden variar según el metabolismo, peso y sexo de la persona, además del tiempo en que se consumen las bebidas.
La «zona gris» de la tolerancia legal
En muchos países, el límite legal para conducir se sitúa entre 0,5 g/L (como todavía en España) y 0,8 g/L. Sin embargo, estos umbrales no son sinónimo de seguridad: con un contenido de alcohol en sangre de 0,5, el riesgo de sufrir un siniestro es casi el doble que con uno de 0,0.
Un estudio reciente mostró que la reducción del límite legal de alcohol en Utah (EE. UU.) –0,8 g/L a 0,5 g/L– acarreó una disminución del 17% en el número total de accidentes, principalmente en aquellos que habían causado solo daños materiales.
Estos datos refuerzan la postura de que no existe un nivel completamente seguro de alcohol para conducir y que la tasa legal, por tanto, debería ser cero.
En muchos países, el límite legal para conducir se sitúa entre 0,5 g/L (como todavía en España) y 0,8 g/L
Además, es fundamental recordar que cada cuerpo procesa la bebida de manera diferente. Factores como el peso, la edad y el sexo influyen en cómo nos altera. Lo que parece seguro para una persona, puede no serlo para otra. Por ejemplo, las mujeres suelen metabolizar el alcohol de manera más lenta que los hombres, lo que las vuelve más susceptibles a sus efectos.
También hay que tener en cuenta que el nivel de fatiga o estrés puede intensificar su influencia, por pequeña que sea la dosis ingerida.
«Estoy bien, yo controlo»
Una de las razones por las que conducir bajo los efectos del alcohol es tan peligroso es porque muchas personas confían en cómo se sienten. Después de beber, podemos pensar que controlamos la situación. Pero los estudios muestran que las personas subestiman el grado en que el alcohol les afecta. El juicio alterado y los reflejos lentos no siempre son obvios para quien ha bebido.
Además, con cada bebida que consumimos, la capacidad de evaluar nuestro propio estado empeora, lo que nos hace minusvalorar los riesgos y ponernos aún más en peligro.
Los jóvenes son especialmente vulnerables a los efectos del alcohol en carretera. Las posibilidades de que sufran un accidente fatal con una tasa de 0,8 g/L aumentan hasta 17 veces en comparación con conductores sobrios de la misma edad.
Esta vulnerabilidad se debe a que tienen menos experiencia conduciendo y a que sus cerebros aún están en desarrollo, lo cual afecta a su capacidad para tomar decisiones rápidas y seguras. Además, tienden a correr más riesgos y subestiman las consecuencias de sus acciones.
Por esta razón, las leyes de países como Alemania y Estados Unidos establecen un límite de tolerancia cero para los conductores menores de 21 años. En otros lugares, como Rumanía, República Checa, Hungría o Eslovaquia van aún más lejos: el tope es 0,0 para todos los conductores.
Conclusión
El impacto del alcohol en la conducción es evidente, incluso en pequeñas dosis. Por eso, las leyes que establecen límites legales de alcohol no deben interpretarse como una señal de seguridad. La única manera de asegurarnos de que nuestras habilidades al volante no están comprometidas es no consumir alcohol en absoluto.
Beber y conducir combinan mal; es solo cuestión de tiempo que ocurra un accidente. ¿Vale la pena correr ese riesgo?
María Lavilla Gracia es profesora de Enfermería en la Universidad de Navarra. Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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