Cultura

¿Y si la cultura no se opone a la naturaleza?

En nuestra época, a nadie debería resultarle extraño asumir el rol de la genética en el desarrollo de las habilidades y disposiciones humanas que entendemos como «cultura». Sin embargo, desde el siglo XIX, cultura y naturaleza se han contrapuesto bajo una perspectiva dicotómica, indiscutiblemente enfrentada.

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25
septiembre
2024

Cuando Jeremy Narby viajó hasta el Amazonas peruano no imaginó que su vida iba a dar un giro copernicano. Había viajado hasta la selva con un propósito muy diferente del que asumió al regresar a su patria. Como contó en su ensayo La serpiente cósmica, el contacto con las comunidades indígenas orientó su mirada hacia la cuestión de la conciencia y de sus estados. A través de la ayahuasca (literalmente, «la cuerda que ata el espíritu [al cuerpo]»), los nativos habían cosechado notables conocimientos médicos, fitoterapéuticos y científicos que, en apariencia, resultan imposibles de aprehender sin un desarrollo preliminar del análisis filosófico y su derivación, las metodologías que nutren la ciencia. La justificación más repetida era que «las plantas les revelaban sus secretos».

Cuanto más progresan la lingüística y la antropología, mayor es nuestro conocimiento sobre los pueblos y civilizaciones de hace miles de años. Mesopotamia sigue mostrándose ante los investigadores como un sedoso velo que invita a ser retirado con prodigiosa lentitud. Cada vez que logramos traducir una tablilla escrita en uno de los lenguajes cuneiformes conocidos descubrimos un nuevo relato a medio camino entre la fabulación literaria y la creencia religiosa expresada bajo la perspectiva del mito. Para los iranios e indios de hace 4.000 años, el soma era una bebida que permitía el acceso a un estado extático que alteraba la noción que tenemos de un estado «normal» de conciencia. La composición de esta bebida se perdió en los caminos de la historia, pero los habitantes del subcontinente, sutiles e irredentos ante la posibilidad de alcanzar la abstracción de la esencia existencial, encontraron nuevos métodos para conectarse con lo divino: me refiero a las técnicas yóguicas, a la práctica de la meditación y a la suspensión del juicio. De igual manera sucede con la ancestral doctrina china recogida en las versiones más antiguas de El libro de las mutaciones.

Para ello, la conexión con la naturaleza se revela esencial. Ascetas y sabios se alejaban de la civilización y sus trivialidades en busca de la verdad auténtica, que es la que se esconde detrás de la apariencia de las cosas y los procesos. El mismo camino, aunque sea en el seno de las grandes ciudades, lo realizan los filósofos de todas las épocas. Y hoy en día no es tabú hablar de bienestar entre quienes gustan de pasar tiempo en las montañas, desiertos y estepas.

Ascetas y sabios se alejaban de la civilización y sus trivialidades en busca de la verdad auténtica, que es la que se esconde detrás de la apariencia de las cosas y los procesos

La conexión entre naturaleza y cultura es tan antigua como tiempo de existencia posee el ser humano. Como demuestra el trabajo de algunos de los grandes rastreadores de los orígenes de la civilización, caso de Mircea Eliade, al principio la conexión entre la naturaleza y el desarrollo de las primeras grandes ideas abstractas que fueron modelando y enriqueciendo el acervo cultural del ser humano era indiscutible. La naturaleza provee a la cultura o, mejor dicho, la condiciona, la promueve o la restringe. Un vínculo que fue desdibujándose según se fue configurando un sistema de sociedades complejas, con oficios muy diferenciados, la necesidad de un conocimiento práctico y la consecuente pérdida de una visión holística del cosmos.

Naturaleza y cultura, ¿diferencia o espejismo?

La filósofa y científica norteamericana Evelyn Fox Keller exploró la aparentemente insalvable diferenciación entre el orden de lo natural y el orden de lo cultural que hemos asumido como un axioma. En su breve ensayo El espejismo de un espacio entre naturaleza y cultura, Keller pretendió romper este nuevo molde mental de la cultura occidental partiendo desde la evidencia científica hasta un estilo discursivo, cuando no discusivo. La genética, en la obra de Keller, adquiere un papel esencial: es evidente que las capacidades del ser humano para hallar conocimiento se encuentran en las hebras de nuestro ácido desoxirribonucleico. El conocimiento y la observación del entorno que lo acompaña produce los saberes, sean naturales o convencionales (es decir, que se van asumiendo como costumbre por los miembros de una determinada comunidad humana). Al mismo tiempo, contribuye a los procesos de adquisición del conocimiento asumidos por la comunidad y a la posibilidad de aportar los suyos propios.

Sin embargo, es evidente que, si la genética determina nuestras inclinaciones individuales y colectivas a comportarnos de determinadas maneras, también determina nuestras inclinaciones a interactuar con el entorno natural de unas formas concretas, todo producto de nuestro intelecto. Desde la escritura hasta una sinfonía, las ideas complejas, el desarrollo matemático y científico y toda la estructura de nuestra civilización son innegablemente naturales. Es decir, no se encuentra en el medio no humano porque somos la única especie capaz de producir cultura dentro de nuestro planeta. Al menos en apariencia, ya que, como se va evidenciando mediante experimentos y observaciones, el comportamiento colectivo de la mayoría de especies animales genera patrones propios, incluso vegetales y fúngicos cuando forman bosquejos y vínculos a fisicoquímicos. Podemos observarlos en la refinada diferenciación de funciones, incluso genéticas, en las colonias de numerosas especies de hormigas, de abejas y de avispas. Los miembros del reino de los hongos y los líquenes poseen un papel creciente en dos líneas. Por un lado, en la posibilidad de una panspermia de la vida gracias a la capacidad de las esporas de soportar las difíciles condiciones del espacio y viajar hasta distintos planetas adosadas en meteoros, cometas y pequeños cuerpos. Por otro lado, en la capacidad de los miembros de este reino para inducir comportamientos en individuos del reino animal, hacer simbiosis con vegetales, colonizar y manipular a otras especies –como el caso del cordyceps y las ya célebres «hormigas zombies»–, pero también de abrir paso a formas de vida complejas, como se intuye por la capacidad de algunas especies de hongos de quebrar la roca y convertirla en arena.

Somos la única especie capaz de producir cultura dentro de nuestro planeta

A partir de esta información, Keller se pregunta cuánto hay de los aspectos que consideramos culturales que sea un producto metanatural, es decir, que esté más allá de los límites de la naturaleza. La pregunta que subyace es: ¿pueden explicarse nuestras costumbres, inercias y productos culturales desde la propia actividad cultural? ¿Es un medio suficiente? Y la respuesta que encuentra Keller es que no hay distinción entre lo natural y lo cultural. Por supuesto que los seres humanos creamos nuestras costumbres y civilizaciones en función de nuestra propia condición, pero tanto el profundo impacto de nuestra genética común e individual como el influjo de los factores ambientales son clave para explicar casi todos los aspectos de la esencia del ser humano. Una verdad que, como reconoce la autora en El espejismo de un espacio entre naturaleza y cultura, hemos olvidado en Occidente desde hace unos 200 años a partir de la influencia del positivismo filosófico en el siglo XIX, renegando de la herencia de nuestros ancestros. Los humanos somos parte íntegra de la naturaleza y de un cosmos insondable que nos reta, cada día desde que abrimos de nuevo los ojos al mundo, a comprenderlo un poco mejor.

 

 

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