Opinión
¿Está marcando el feminismo antisexo la agenda de los derechos de las mujeres?
Parte de los estudios de género y del activismo feminista de las últimas décadas ha centrado sus energías en un análisis crítico de la sexualidad y los roles de género. El feminismo ha puesto al descubierto cómo el androcentrismo ha marcado la sexualidad femenina y la ciencia sexual. Asimismo, ha formulado preguntas al margen de los tradicionales marcos de referencia sobre el sexo. Sin embargo, por irónico que pueda parecer, también ha contribuido al pánico moral en el ámbito de la sexualidad.
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Muchos de los cambios más profundos en cuanto a la sexualidad y sus actitudes han ocurrido durante el siglo XX. Es evidente que, ya antes, hubo acontecimientos y personalidades que desafiaron la moral sexual tradicional a través de la defensa del control de la natalidad, el aborto, el sexo prematrimonial, la prostitución o la homosexualidad. Pero los cambios ni fueron rápidos, ni lineales, ni homogéneos. Frente a esto, debemos resaltar asimismo la intensa resistencia de quienes promovían y controlaban las actitudes tradicionales sobre la sexualidad.
Los cambios legales, sociales y simbólicos en torno a la sexualidad se materializaban, en este momento histórico, de forma paralela al surgimiento de una nueva derecha moral. Ahora bien, no hay que mitificar el pasado. Puede que la derecha tuviera la hegemonía en cuanto a guardiana de la moral, pero el puritanismo no era ajeno a los movimientos de izquierda. De hecho, el feminismo radical de los setenta compartía posicionamientos muy similares sobre el sexo con sus principales enemigos ideológicos. Cuestión que, en la actualidad, nos permite ser más conscientes de las contradicciones que se respiran dentro del movimiento feminista en torno a la prostitución, la pornografía o la transexualidad.
Aunque pueden existir distintas concepciones sobre lo que es una conducta apropiada en el sexo, el feminismo tiende a olvidar esto y con ello, el respeto a la diversidad y la libre elección. La conciencia feminista sobre los derechos sexuales, a menudo ligada a la reivindicación de decidir sobre nuestros cuerpos y poder tener sexo con dignidad, siendo respetadas antes, durante y después del sexo, no puede operar a la vez para estigmatizar a las sexualidades disidentes.
El feminismo radical de los setenta compartía posicionamientos muy similares sobre el sexo con sus principales enemigos ideológicos
Lejos de comprender las motivaciones y posibilidades de los seres humanos en el ámbito sexual, el feminismo a menudo se muestra autoritario, devoto de un pasado represivo e indiferente a aquellos sujetos que se ven obligados a vivir al margen de la aceptación social por sus conductas sexuales y particularidades eróticas. Esta posición, si bien rechaza el tradicional absolutismo de la «naturaleza», viene a imponer otra red de «verdades absolutas» con respecto al sexo. Esta vez, desde la justificación moral que encara «los derechos de las mujeres».
El sexo (y cómo lo vivimos) difícilmente se ha podido desligar de la polémica política, pues asume en sus vivencias, organización y representación un choque de creencias, expectativas y conductas apropiadas. Lo sexual ha sido un foco de luchas en torno al poder, un constructo para animar las ansiedades sociales y para promover la acción política, la lucha por los derechos y las libertades.
Como mujer nacida en los noventa difícilmente he podido sortear la retórica de la liberación sexual. Me ha interpelado no solo como ser sexuado desde mi despertar sexual, sino también en mi militancia como feminista y, posteriormente, en mi trabajo como psicosexóloga. La vida pública está más hipersexualizada que nunca.
En la sexualidad se dan cita el placer y el peligro, lo individual y lo social, el reconocimiento de la identidad y su negación y/o represión. A lo largo de la historia, este aparente juego de opuestos, ha resultado tentador para perfilar nuevas vidas sexuales, para organizar cómo pensamos y vivimos nuestras eróticas, relaciones y afectos. En la actualidad, el movimiento feminista se encuentra fuertemente dividido en el abordaje social de la prostitución, la transexualidad y la gestación por sustitución. Es decir, en cuestiones que interpelan estrictamente la sexualidad y los derechos sexuales.
La vida pública está más hipersexualizada que nunca
La desestigmatización del trabajo sexual, el reconocimiento legal de la transexualidad o la legalización, en términos garantistas y éticos, de la gestación por sustitución se conciben estrictamente por una parte del movimiento como acciones para el beneficio masculino y la ideología patriarcal. La perspectiva positiva en cuanto al sexo, la expresión de la voluntariedad o el derecho a la libertad individual se diluyen a favor de un único argumento: lo no normativo es sospechoso de explotación, abuso, violencia, patriarcado.
En la década de 1970, el fin de la obscenidad atrajo la crítica sobre los derechos sexuales y su relación con el género. Si bien, de un tiempo a esta parte, los análisis feministas de la sexualidad han dejado paulatinamente de cuestionar la institución de la heterosexualidad, la familia y las relaciones íntimas como lugares de opresión y lucha política. Lo que ha ganado fuerza es el mero debate moral sobre la sexualidad, azuzado por manipulaciones estadísticas y terminológicas, así como otros mecanismos de control social como la estigmatización, la criminalización y la censura.
Desgraciadamente, las posiciones feministas hegemónicas, más cercanas al poder político, parecen imponer cada vez más un ejercicio de escrutinio sobre el género, el estatus, el derecho a hablar y el valor sobre lo que se dice cuando se trata de personas con una sexualidad no normativa. Combatir esta tendencia no debe ser ajeno en la actual agenda feminista.
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