Pensamiento

Los sentidos del tiempo

Antonio García Maldonado busca en la literatura, en la ciencia, en la historia y en lo cotidiano indicios que cuestionen la idea cerrada que tenemos de la realidad.

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07
agosto
2024
Imagen de portada de ‘Los sentidos del tiempo: apuntes desde el asombro’ (La Caja Books, 2024)

Viajábamos con Miguel, de apenas dos meses, y con Montalbano, el perro, que siempre que nos encontrara cerca estaba feliz; le daba igual Arlés, Fuengirola, Madrid, Tolox, Coín, Bruselas o Molpeceres. Aquel lugar tenía algo parecido al sanatorio de Davos donde Hans Castorp trataba de reponerse de su tuberculosis: un sitio donde la confusión espacial de tiempos históricos distintos y lejanos invitaba a perder la noción de la realidad. Al salir de noche a pasear a Montalbano tras un día de largas caminatas, subí hacia el anfiteatro, lo rodeé y me paseé por el barrio más al este. La media hora de paseo habitual se alargó porque, con escasa luz y las calles todas parecidas en su estilo provenzal, me perdí. En vez de salir de nuevo al anfiteatro, me encontré frente a la austera iglesia de Notre-Dame de la Major, cerca de la muralla y del cementerio. Callejeé en lo que creía que era un regreso al punto de referencia, pero los callejones me llevaron a una balconada que daba a las ruinas del teatro, más al sur. Ana me había escrito para saber si estaba bien: comprobé en el teléfono que llevaba más de hora y cuarto de caminata y que, en realidad, estaba a menos de cincuenta metros del hotel. Había llegado allí de casualidad, con la despreocupación del flâneur y el deseo de alargar el placer que me estaba dando aquella ruta inesperada. Sabía dónde estaba, pero no cómo había llegado hasta allí. Una metáfora perfecta de casi todo.

Al día siguiente, y tras volver a decirle al recepcionista que alargábamos un día más nuestra estancia en el hotel, dedicamos la mañana a visitar las ruinas romanas con más detenimiento. El recorrido por el anfiteatro era de pago y resultaba decepcionante comparado con el de otras ruinas romanas de España e Italia. En parte porque sigue teniendo uso como coso taurino y las gradas metálicas escondían la piedra. Sin embargo, me impactó conocer su historia reciente, explicada en carteles en francés e inglés a lo largo del recorrido. Me fijé en algunos dibujos que mostraban el lugar copado de pequeñas y humildes casas apiñadas en su interior. ¿En qué momento la mirada cambió y se reencontró con el valor del anfiteatro? ¿Cuándo y por qué alguien entendió que aquellas casas en su interior eran aberrantes frente a una belleza que debía volver a mostrarse tal cual fue? Hay algo fascinante en la transformación de una subjetividad que pasó de utilizar despreocupadamente aquellas ruinas como cantera, para construir casas o infraestructuras en la Edad Media, a otra en la que había que desmantelar aquellas heridas intolerables y recuperar un esplendor y, con él, un misterio, y, con el misterio, una esperanza.

Urge una mirada que llene el pasado de presente, lo actualice y lo llene de sentido

De la misma forma, hay algo fascinante en la mirada de los pobres, de la cual hoy no podemos saber mucho, pero a la que se le atribuye un menor refinamiento que a la del turista o el viajero romántico. Pensando en Walter Benjamin y en su manera de leer la historia, quizá el verdadero patrimonio está en las voces de esos desarrapados que construyen sobre las ruinas de la historia, que es también una forma de llenar el pasado de sentido. Porque el abandono del anfiteatro, o de la Alhambra y tantos monumentos hoy venerados, fue un abandono institucional, pero no uno real: fue habitado, resignificado y reutilizado. Okupado, que diríamos hoy. Desde luego, esta mirada es mucho más moderna o incluso posmoderna, y no romántica ni renacentista. Pero desde ahí puede hacerse una lectura simbólica y positiva de esas casas o de ese arrabal construido sobre las ruinas del anfiteatro, que no necesariamente ha de leerse como basura, escombro, ruina. En la indeterminación y contingencia de los monumentos también hay misterio y esperanza. No hay fronteras claras entre el escombro y el diamante, entre la ruina y el tesoro.

La mirada renacentista primero y la romántica después sacaron brillo a una obra enterrada no tanto por nuevas edificaciones como por una mirada que no consideraba valioso lo que tenía delante. Imagino a visitantes en el anfiteatro preguntándose cómo podían haber construido allí aquellas casas, asombrados ante la indiferencia de sus moradores, ocupados en menesteres de supervivencia. Sobre un tesoro y con las piedras del tesoro. De la misma forma que ocurrió en la Alhambra de Granada, abandonada como refugio de pobres y malvivientes, y hoy contemplada con ojos maravillados —como en su día los del escritor Washington Irving— de quienes hacen cola y pagan por verla. Como tantos otros sitios que solo eran cascotes hasta antes de ayer en tiempo histórico. Me preguntaba, entonces, qué tesoros estarían ante mis narices cuyos encantos no era ni soy capaz de ver, pero que quizá otros, como los viejos pobres de tantas ruinas del pasado, estarían reutilizando. Qué objeto o qué hipótesis o teorías percibía con la normalidad de la inercia. Qué escombrera estaría llena de diamantes. En un momento determinado, aquel pasado sin valor se tornó en cimiento del presente y guía del futuro. No hubo que ir en busca de ninguna aventura excéntrica para sentir el latido de una conexión con algo que trascendía la insignificancia del ahora. El pasado olvidado dando consistencia, sentido y forma al porvenir.

El escritor y físico Agustín Fernández Mallo ha llamado «arqueología inversa» a una mirada histórica que no se limita a ir del pasado al presente, sino a la inversa. La tradición y el sentido histórico se construyen sobre los restos y los detritos de las generaciones pasadas, de lo que alguien una vez consideró basura. Urge una mirada que llene el pasado de presente, lo actualice y lo llene de sentido. Algo similar a lo que hizo Charles Darwin al observar las criaturas vivas, entonces eternas e inmutables, creadas por una deidad todopoderosa. En ellas supo ver la fascinación del cambio, de sus mecanismos y, por tanto, de la realidad de una historia abierta a nuevos horizontes.


Este texto es un fragmento de ‘Los sentidos del tiempo: apuntes desde el asombro’ (La Caja Books, 2024) de Antonio García Maldonado

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