Pensamiento
«Usar el discurso como arma poderosa no es convertirse en un navajero»
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‘El mundo en la palabra’ (Ariel) reivindica la retórica (el arte del bien decir) como instrumento para afianzar la democracia, construir una sociedad en la que el disenso no constituya delito de lesa gravedad, encontrar respuestas a los desafíos que se plantean y contar con ciudadanos conscientes y respetuosos que hagan de la cosa pública responsabilidad común. Conversamos con su autor, con el profesor, ensayista y poeta David Pujante (Cartagena, 1953), que cuenta en su haber con el Premio Dámaso Alonso, concedido por la Academia Hispanoamericana de Buenas Letras.
Cuando uno abre un periódico o ve un telediario, da la sensación de que estamos domiciliados en la necedad. ¿Esto es reversible?
Precisamente la propuesta de El mundo en la palabra es que la sociedad debe tomar conciencia del problema. Nosotros somos seres sociales en la palabra, así que si el discurso se deteriora, la sociedad lo hace igualmente. Este libro lo entiendo como una brújula para orientarse en tiempos de pensamiento único, de teorías conspiratorias y de una muy acentuada acritud política. Todos tenemos todavía muy presentes las palabras de cierto ministro llamando «saco de mierda» a un ciudadano, argumentando luego para justificarse que él no es hipócrita. Pero, claro, se puede mostrar y demostrar a alguien que ha mentido sin recurrir al insulto. Usar el discurso como arma poderosa no es convertirse en un navajero. Además, ciertos modos de discurso desacreditan a quien los usa, porque en el mundo de la retórica no solo vale lo que se dice –me refiero al hecho de construir con el discurso una manera de ver y de juzgar los diferentes asuntos sociales–, sino que es fundamental la imagen del orador. Lo que llamaba Goffman la autopresentación en el discurso, porque cada uno debe guardar la forma propia de su dignidad. Para evitar que este progresivo deterioro del discurso social acabe en el precipicio, es necesario dar un toque de atención a quienes hacen los planes de estudio, pues deben tomarse muy en serio la enseñanza ciudadana del discurso social.
«Porque la libertad ¿para qué sirve si no sabemos pensar, si no sabemos hacer uso de ella?»
Su ensayo se sustenta en el poder de la palabra, que construye mundo y permite que los vínculos sean más transparentes, pero (y disculpe el tono aciago), hoy en día palabras como «libertad», «fascista» o «democracia» se han envilecido. ¿Ha sido engullida por la imagen?
Precisamente, el aprendizaje que propone desde antiguo la retórica (no olvidemos que fue el mejor instrumento de la democracia ateniense) es el del discurso social con intención persuasiva. Cada ciudadano debe dominar ese instrumento, debe saber hablar, debe saber analizar los errores de su propio discurso antes de exponerlo públicamente, debe igualmente detectar los errores argumentativos y las añagazas de los discursos de los otros. Debe para eso aprender a escuchar, atender con la sana intención de comprender (no de rebatir sin más) los discursos de sus interlocutores. Y luego podrá refutar sus falacias, sus malas argumentaciones, la carencia de datos fundamentales en el discurso ajeno. Llegar hasta ahí requiere que la enseñanza en las escuelas ponga en primer lugar el aprendizaje del discurso, la capacidad dialéctica que convierta a cada niño, a cada adolescente, a cada joven en el ciudadano que requiere nuestra sociedad. Solo así la práctica de la libertad de que disfrutamos será verdadera libertad. Porque la libertad ¿para qué sirve si no sabemos pensar, si no sabemos hacer uso de ella?
¿Estamos más lejos que nunca de la Ilustración?
A mí no me gusta la palabra ilustración porque me recuerda el imperio de la razón que impuso sus verdades absolutas, inamovibles (me refiero al pensamiento que viene de Descartes). Yo me ocupo de las verdades que se construyen socialmente, a través del discurso, para cada tiempo y lugar. Por el lenguaje y con el lenguaje llegamos a importantes cambios sociales: la equiparación de la mujer, la inclusión del colectivo LGTBI+, la preocupación por el calentamiento del planeta, la conciencia en la comida y en el vestido. Estas nuevas realidades nacen de nuevas construcciones discursivas. Hemos asistido al envejecimiento de los discursos previos. Hoy, antes de llamar a un chico maricón, nos lo pensamos dos veces. Una muchacha que se va a vivir con su pareja ya no es una cualquiera, y si son dos chicas ya no son dos bolleras. Ese discurso ha muerto afortunadamente y si alguien lo sigue usando, de inmediato tenemos conciencia de su pensamiento viejuno.
«Por el lenguaje y con el lenguaje llegamos a importantes cambios sociales»
Para que la conversación pueda darse, ¿qué porción de paciencia, escucha, atención, disposición y voluntad se requiere por ambas partes?
Solo desde la bienintencionada atención, desde el deseo sincero de entender al contrario, puede haber un análisis desapasionado, objetivo de lo que dice. Hoy las tertulias de la tele son verdaderas jaulas de grillos (sin intención de ofender a los grillos). En mi juventud, había programas como La clave, de Balbín, donde conversaban en tertulia (todavía no se daba el terrible perfil de lo que hoy se llama tertuliano) personas de las más variadas ideologías, que se escuchaban sin interrumpirse. Solo desde el respeto se puede desanudar el conflicto.
¿Cómo se explica que triunfen (o se abran paso) discursos con una retórica de baja estofa, llena de lugares comunes e insensateces?
Porque los ciudadanos no tienen preparación discursiva. La ignorancia es el terreno abonado para que aceptemos cualquier disparate que se nos ofrezca con apariencia de sensatez, y para que cualquier ignorante atrevido diga lo primero que se le ocurra, en el cacareado uso de su libertad. Hoy se nos ofrece una cerveza como signo del ejercicio de nuestra libertad y votamos, a quien nos lo dice, sin pensar más.
«Ante lo evidente no hay discurso necesario». ¿Cómo reconocer lo que no es evidente?
Dicen que el César mató a su mujer porque los sirvientes lo vieron salir de su habitación con el puñal en la mano y con el vestido lleno de sangre. Los indicios no son evidencias. En realidad, el César había entrado en la habitación al oírla gritar y, al verla con el puñal en el pecho, como gesto de amor, se lo había quitado y la había abrazado contra su pecho en los últimos momentos de su agonía manchándose con su sangre. Ante un hecho probatorio, como la existencia de un testigo, no haría falta un discurso inculpatorio o exculpatorio del César. Pero evidencias hay pocas, y el discurso retórico se hace necesario cuando tenemos que interpretar el mundo. La verdad social será la que nazca del discurso mejor argumentado, mejor trabado, el que no se deje fuera nada importante del asunto del que trata. Así que la verosimilitud es el termómetro de la verdad discursiva.
«Solo desde el respeto se puede desanudar el conflicto»
En la retórica, aportar ideas es una condición indispensable. ¿Cómo saber que una idea es buena, que merece la pena (o la alegría) defenderla?
Tendríamos que hablar de la primera operación retórica, que trata de lo primero que hay que hacer al iniciar un discurso. Consiste en el descubrimiento de las cosas verdaderas o verosímiles que hagan probable la causa (es decir, el tema de nuestro discurso). Así que lo primero que hemos de hacer es encontrar las ideas pertinentes y evidentes, pero también usar la imaginación para presuponer lo que no es evidente, lo que no nos ofrece los hechos. Cuando no hay pruebas incuestionables, la interpretación se impone. Se requiere entonces de argumentación discursiva. Como en el ejemplo del César, si sabemos que amaba a su esposa, si tenemos innumerables ejemplos de la armonía en sus vidas, parece inverosímil que la asesinara. ¿Qué quiero decir con esto? Pues que el orador, para su discurso, tendrá que aportar todos los hechos incontrovertibles para apoyar y argumentar a favor de su causa, pero también mostrar la verosimilitud de lo que no es objeto de evidencia, y hacerlo por medio de argumentos sólidos, irrefutables, argumentos retóricos de todo tipo (ejemplos, máximas, silogismos retóricos).
La tradición retórica ofrece (en el ensayo usted lo expone de modo delicioso) una tipología narrativa de la realidad. Hoy todo es «narración», pero sin retórica alguna. ¿Cómo se sostiene esta ecuación?
Los medios de comunicación han devaluado un término que es clave en la construcción discursiva: la narración o el hoy llamado relato. La narración es, según la tradición retórica, la segunda parte del discurso. Ante un asunto social que hemos de resolver discursivamente, la narración (o relato) es la exposición de los hechos que le atañen, organizados interpretativamente según el autor del discurso ve dicho asunto. Aunque ignorando de dónde viene (por parte de los que en los medios utilizan hasta la saciedad el término), el relato está hoy en día en todos los telediarios, en todas las tertulias, en todos los periódicos. «El relato del Partido Socialista», «el relato del Partido Popular», oímos hasta la saciedad. Lo bueno es que sin duda hay un planteamiento retórico detrás: la aceptación de que la narración de los hechos, referidos a un asunto político-social determinado, varía; porque hay diversas interpretaciones, y los socialistas no tienen la misma manera de ver e interpretar que los populares. Frente a la verdad una (propia de un estado totalitario) se ha filtrado en la sociedad esta concepción retórica (apropiada a una democracia) de que la verdad se construye discursivamente, aunque ha sucedido sin que los que la utilizan sean del todo conscientes de su calado discursivo. A partir de la conciencia de la pluralidad discursiva, se debe trabajar la concordia, el acuerdo a través del discurso.
«La verdad social será la que nazca del discurso mejor argumentado»
Compártame un par de políticos cuya retórica sea digna de un discípulo de Cicerón…
Ahora mismo eso no es posible. No estamos en un buen momento discursivo en lo que se refiere a la política española. Demasiado exabrupto, mucha torpeza argumentativa, y mucha falta de honestidad tras los discursos.
¿La imaginación en los discursos ha sido reemplazada por la fantasía?
En el discurso necesitamos de la imaginación para completar las teselas con las que no contamos para completar el mosaico. Esos huecos que tiene que rellenar la imaginación están siempre sometidos a la verosimilitud. La propuesta discursiva tiene que ser verosímil. La fantasía, sin embargo, es la loca de la casa.
La memoria, la cuarta de las operaciones retóricas. ¿Qué le ocurre a una sociedad que olvida?
Que repetirá con facilidad los mismos errores del pasado.
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