Cultura

Gustav Klimt, más allá del beso

La exquisita utilización del oro y el protagonismo absoluto de mujeres henchidas de sensualidad convirtieron la obra pictórica de Gustav Klimt en una de las más célebres de la historia del arte.

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30
julio
2024

Si existen en la historia del arte dos imágenes icónicas del amor romántico, estas son las que el fotógrafo Robert Doisneau y el pintor Gustav Klimt regalaron a la posteridad con un mismo título: El beso. Y no faltan similitudes entre ambas. Pero mientras la de Doisneau fue una fotografía tomada en plena calle, la de Klimt fue un enorme lienzo, realizado entre 1907 y 1908, con que el pintor congregó el entusiasmo de un público hasta entonces escandalizado por el carácter «pornográfico» de sus obras.

Gustav Klimt, nacido en 1862 en una pequeña ciudad cercana a Viena, donde se formó artísticamente, ya era antes de cumplir los 30 años uno de los pintores más prestigiosos de la época. Pero del tipo de pintura decorativa que le había provisto tal prestigio, pasó a una más personal cuando fundó, junto a otros jóvenes artistas, la Secesión vienesa, de la que sería presidente. Se trataba de un movimiento que propugnaba la ruptura con el arte académico oficial mediante la reinterpretación de los estilos pictóricos del pasado.

Casi desde el inicio de su carrera, el artista situó a la mujer en el centro de su obra pictórica. Sus lienzos incorporaban innovadores puntos de vista y una expresividad en las líneas que acentuaban la sensualidad del cuerpo y los rasgos femeninos. Las piernas posiblemente más largas de la historia de la pintura, pertenecen a una Venus en absoluta desnudez interrumpida únicamente por una pulsera, un brazalete y una especie de fino sujetador sin copa. Dicha Venus pertenece al lienzo Quattrocento florentino, que Klimt pintó en 1891 para embellecer una de las escalinatas principales del Museo de Historia del Arte de Viena.

Klimt convirtió a las protagonistas de sus pinturas en el arquetipo de la ‘femme fatale’ seductora y carente de escrúpulos

Klimt convirtió a las protagonistas de sus pinturas en el arquetipo de la femme fatale seductora y carente de escrúpulos. En 1901, su Judith I supuso un nuevo escándalo al utilizar al famoso personaje bíblico para subvertir absolutamente la imagen que el arte, hasta entonces, había transmitido de un relato del Antiguo Testamento. En este, la bella viuda Judith seduce al general Holofernes, que está a punto de derruir la ciudad de Betulia, para decapitarlo tras una noche de borrachera y excesos. Hasta entonces, el arte cristiano había tratado la escena como una especie de triunfo del bien sobre el mal, y Judith había sido representada con un rostro entre el espanto y lo virginal en el momento de seccionarle el cuello al militar. Klimt, nos regala el primer plano de una Judith semidesnuda que mira al frente con una mueca de goce sexual, más que de horror. De Holofernes, apenas un plano parcial de la cabeza en un extremo inferior del lienzo, con los dedos de Judith enredados en su cabello como si le estuviese acariciando.

En esta obra ya se encuentran muchos de los conceptos y técnicas que convertirían a Klimt en uno de los pintores más valorados de la historia del arte. El poder de seducción femenino, como ya hemos explicado, la alegorización de la vida y la muerte, y la utilización del pan de oro y una ornamentación excesiva y minuciosa. Conceptos y técnicas que intensificó con Medicina, Filosofía y Jurisprudencia, tres pinturas que realizó para la Universidad de Viena en que cuerpos flotantes y desnudos danzan, entre lo etéreo y lo crepuscular, en un ambiente orgiástico. Dichas obras fueron calificadas como perversas y pornográficas.

Su fascinación por la mujer y su potestad erótica propició que, en 1907, volviese a escandalizar al público con su lienzo Dánae. Según la mitología griega, la joven Dánae fue encerrada por su padre para evitar que engendrase, debido a que una profecía le advirtió de que su nieto le asesinaría. Pero Zeus, encaprichado de la joven, cae sobre su vientre en forma de lluvia de oro, logrando embarazarla y naciendo de dicha unión Perseo. Desde Correggio hasta Rembrandt, pasando por Tiziano, numerosos artistas habían pintado la estancia en que estaba recluida Dánae, su cuerpo desnudo, su rostro contrariado y la citada lluvia de oro representada de manera absolutamente alegórica. Klimt rompió aquella tradición con el primer plano de una Dánae en pleno éxtasis que recibe entre sus piernas, complaciente, una auténtica cascada de oro. Es comprensible la perturbación de la burguesía de la época ante un lienzo que provoca el deseo de inmiscuirse en tan resplandeciente cópula.

Esta obra, junto a El beso y el monumental Retrato de Adele Bloch-Bauer I, adquirido por 135 millones de dólares en 2006 por la Neue Gallerie de Nueva York, pertenecen a la «Etapa Dorada de Klimt». El nombre de dicha etapa radica en la magistral y profusa utilización del oro en sus lienzos. Se trata de una técnica heredada del viaje a Italia que realizó Klimt en 1903, donde quedó fascinado por los mosaicos bizantinos de la iglesia de San Vital (Rávena). Pero también está marcada por el simbolismo, la sensualidad femenina y una utilización exacerbada y experimental del estilo modernista o art nouveau.

Para reafirmar su osadía temática y técnica, en 1907 concluye el lienzo A mis críticos, que posteriormente llamaría Peces Dorados, y que muestra a varias jóvenes desnudas como en una acuática danza surcada de destellos dorados. Una de ellas, totalmente de espaldas, gira su rostro hacia el espectador para revelar una mirada de abierta burla. Ocultas tras el simbolismo de unas ninfas, las mujeres de Klimt volvían a revelar la más extrema sensualidad en una escena que bien podría haberse extraído de los sueños del Marqués de Sade.

Las obras inacabadas de Klimt serían más tarde confiscadas por el régimen nazi al considerarlas ‘arte degenerado’

A partir de entonces, Klimt inauguraría su «Etapa Caleidoscópica», en la que, siempre con la mujer como protagonista, intensificaría el simbolismo de la muerte. Eros y Tánatos reafirmaban su reinado en la obra de un artista cuya vida tocaba a su fin, pero cuyo talento pictórico seguía ensanchando las mágicas fórmulas que le valieron la celebridad. Justamente una de estas obras, Vida y Muerte, obtuvo en 1911 el primer premio en la Exposición Universal de Roma.

Tras sufrir un infarto, una gripe y una neumonía, Klimt falleció en 1918, dejando un considerable número de obras inacabadas que serían confiscadas por el régimen nazi al considerarse piezas de lo que denominaron «arte degenerado».

Hoy, el magistral y áureo hipnotismo de sus lienzos sigue congregando la fuerza telúrica del deseo carnal, ese sentimiento tan intrínseco al ser humano. Una fuerza que, como la historia nos ha enseñado, puede derrumbar imperios y, por tanto, siempre contará con detractores.

Judith

Klimt, ‘Judit I’, 1901

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