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«Las políticas de memoria binarizan demasiado el pasado»

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20
junio
2024

Daniel Rico (Barcelona, 1969), profesor de Historia del Arte de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB) y experto en arte y epigrafía medievales, critica que la vigente Ley de Memoria Democrática, aprobada por el Gobierno en 2022, acentúa la retirada del espacio público de vestigios franquistas, en lugar de promover su resignificación. Esto, a su juicio, hurta a la ciudadanía valiosos elementos para conocer y juzgar el pasado. Sobre este asunto ha escrito el ensayo titulado ‘¿Quién teme a Francisco Franco?’ (Anagrama, 2024).


¿Por qué se remonta a los revolucionarios franceses para criticar la Ley de Memoria Democrática? ¿Qué vínculo quería señalar?

La idea de escribir este libro viene de la pulsión por retirar vestigios franquistas o relacionados con el franquismo que expresa dicha ley, pero también de un debate próximo, el de las identidades, que en el ámbito del patrimonio se manifiesta sobre todo en la vandalización de estatuas de personajes incómodos. Mi objetivo fundamental ha sido argumentar que estos patrimonios incómodos no deben gestionarse únicamente con políticas de memoria, sino también con políticas de patrimonio. Y para eso me ha venido de perlas el ejemplo de los revolucionarios franceses porque fueron los primeros en desarrollar una visión crítica del patrimonio: aunque tuvieron un momento de furia inicial que se llevó por delante la Bastilla, comprendieron antes que nadie que era mejor utilizar con fines instructivos los bienes antirrevolucionarios que habían confiscado en iglesias y palacios. En el caso que nos ocupa, esto no ha sido así.

El Gobierno ha defendido que tan necesario era retirar vestigios problemáticos del espacio público como dar a conocer los lugares donde se cometieron violaciones de derechos humanos, como los paredones de fusilamiento. ¿Le parece contradictorio?

Sí. La ley, inspirándose en la museización de Auschwitz y de los campos de concentración alemanes, convierte en patrimonio todos aquellos espacios donde se cometieron actos terroríficos para, de ese modo, dar a conocer la verdad de la violencia franquista, pero si el objetivo es el conocimiento, no tiene mucho sentido retirar vestigios: siempre cabe preguntarse por qué los lugares del terror sirven para formar a la ciudadanía y los del ensalzamiento no. Ya el solo hecho de que aquello que resulta incómodo no esté siendo destruido, sino almacenado, sugiere que en el fondo sí se le confiere potencial educativo o de otro tipo a ese patrimonio.

«Los patrimonios incómodos no deben gestionarse únicamente con políticas de memoria»

Podrían replicarle que no es solo una cuestión de conocimiento; también de homenaje a las víctimas.

Ya, pero eso es conferir casi todo el terreno a las políticas de memoria, que por lo general binarizan demasiado el pasado. Me parece positivo que la memoria republicana sea recuperada y apoyo esa causa, pero también hay que permitir que la ciudadanía tenga acceso directo en el espacio público a elementos que le presenten cómo era la dictadura franquista a través de otro tipo de manifestaciones. Si la historia debe, en general, desbinarizar los hechos, estas políticas hacen lo contrario. La historia es muy compleja y no es aceptable enfrentar dos memorias de una forma blanquinegra, guerracivilista, como hace esta ley, porque aunque fueron dos los bandos que lucharon en la guerra civil, no hay dos memorias. Dentro de la memoria republicana, sin ir más lejos, hay decenas: la comunista, la sindicalista, la socialista, etc. No podemos construir dos memorias enfrentadas porque serían demasiado abstractas, falsas, y nadie con sentido crítico acabaría encajando en ellas.

Sugiere que la retirada de elementos franquistas o vinculados con el franquismo convive extrañamente con la no regulación de la fabricación y venta de simbología franquista. ¿A qué lo atribuye? En Alemania, por ejemplo, no es legal ni fabricar ni vender merchandising nazi salvo en casos muy concretos (fines educativos, artísticos…).

No tengo una respuesta, pero sí, me sorprende que la ley no hable de toda esa parafernalia. Sobre todo porque esos elementos sí están vinculados con un sentido de enaltecimiento, a diferencia de muchos lugares arquitectónicos o escultóricos que el franquismo convirtió en lugares de propaganda y la ley busca matar definitivamente, cuando lo lógico sería convertirlos en patrimonio histórico, no esconderlos, porque eso implica dar argumentos a los cuatro nostálgicos que quedan.

«Cabe preguntarse por qué los lugares del terror sirven para formar a la ciudadanía y los del ensalzamiento no»

Su libro apunta a que es una estrategia de la izquierda para trasladar la idea de que el franquismo pervive socialmente.

Lo que percibo es que estamos en un momento de mucha bulla y en ese escenario seguramente a la izquierda le interesa señalar que la derecha sigue siendo franquista. De hecho, quien habla de Franco es la izquierda. Pero, claro, eso también ocurre en parte porque la derecha no habla de nada que tenga que ver con el pasado. Dicho esto, el franquismo no pervive socialmente. Cuando la derecha se reúne lo hace en la plaza de Colón, que es un personaje más vivo en términos monumentales que Franco; y ni siquiera la ultraderecha, que en España no se sabe muy bien todavía qué es, es franquista. Que una parte de la sociedad tenga una visión franquista de la historia de España no quiere decir que reivindique al dictador.

El PP ha rechazado placas en honor de los torturados por el franquismo en el edificio donde operó la Dirección General de Seguridad y en el lugar donde un juzgado militar decidió el fusilamiento de Julián Grimau, por poner dos ejemplos, mientras que la política de la izquierda persigue retirar hasta las inscripciones que el Ministerio de Vivienda franquista colocaba en las bloques de pisos que construía. ¿Qué es más grave desde el punto de vista de la memoria?

Las dos cosas son graves porque es hacer la supuesta guerra cultural, que de cultural no tiene nada, es pura guerra ideológica desde la cultura, en este caso desde el paisaje monumental. Ninguna de esas dos actitudes merece el más mínimo respeto y el libro está, precisamente, escrito contra las dos.

Y desde el punto de vista moral, ¿es peor el negacionismo histórico de la guerra y la dictadura que hay en una parte de la derecha o la posición de cierta izquierda según la cual a las víctimas de derechas no es necesario honrarlas porque eso ya lo hizo el franquismo? Usted es crítico con ambas posturas.

Aquí, estando los dos equivocados, sí que veo más grave el negacionismo de la derecha, quizá porque soy historiador y me toca de cerca: el revisionismo de Pío Moa y otros autores no tiene un pase. Y en cuanto a esa idea recurrente de la izquierda, que es tan anticristiana como el negacionismo, lo que me interesa señalar es que se apoya en un dato falso, porque Franco no honró, sino que utilizó enormemente a sus víctimas. Creo que solo superaremos ese frentismo dando voz en espacios públicos a perfiles menos comprometidos con el binarismo que mencionaba antes.

«No es aceptable enfrentar dos memorias de una forma blanquinegra»

La ley, ¿le parece mejor o peor que la de Zapatero?

Por decirlo algo simplificadamente, es mejor en lo relativo a los huesos. La ley de Zapatero no resolvió que el Estado devolviera a los ciudadanos que así lo desearan los restos de sus familiares asesinados, sino que ofrecía una ayuda indirecta. La nueva ley invierte dinero en esto. Pero en lo relativo a los monumentos, como decía, la ley de 2022 es más radical: aspira a limpiar completamente una parte del paisaje monumental, que por cierto estaba ya bastante vacío. La Fundación Jesús Pereda, vinculada al sindicato Comisiones Obreras, habla de unos 6.000 vestigios todavía vigentes [5.833], pero la mayoría [4.140] son placas [del Instituto Nacional de Vivienda franquista] en bloques de pisos.

Además del protagonismo que da al Estado en la localización y recuperación de los restos de españoles que fueron asesinados, sus impulsores han subrayado que restituye la dignidad de las víctimas y de determinados colectivos al declarar ilegales los tribunales franquistas y da la nacionalidad a familiares de exiliados, entre otras medidas. Más allá de la crítica ya mencionada, ¿le parece que incurre en otras deficiencias?

Más que insuficiencias, le veo un problema de partida: quiere legislar muchos ámbitos de la memoria y eso lleva, inevitablemente, a simplificar las cosas. ¿Por qué resulta menos interesante hacer políticas de memoria que leyes de memoria? Elevar a la categoría de norma una política de memoria siempre es peligroso, porque la memoria es una representación subjetiva del pasado y, como tal, es imposible que sea plural. Por eso creo que la ley debería haberse limitado a consagrar el derecho a la digna sepultura. Eso era lo fundamental a nivel normativo.

Entre las alternativas que había a la retirada de elementos, usted concede bastante importancia a la resignificación: bajar estatuas de pedestales y colocarlas en el suelo o instalar contramonumentos que dialoguen con el original.

Sí, pero abriendo el foco yo diría que lo fundamental es extender la colaboración entre la cultura de la memoria y la del patrimonio. La de la memoria es hoy dominante, pero no tiene más de 50 años; mientras que la del patrimonio acumula, como poco, dos siglos y medio de trayectoria, por lo que excluirla es un sinsentido. Lo suyo sería que unos dejaran de reducir el patrimonio a memoria y los otros asumieran que a su aproximación le falta a veces sensibilidad memorial. Y efectivamente ese enfoque está muy relacionado con las resignificaciones que menciono. Una de las ventajas de esa tercera vía entre eliminar y dejar como está es que no solo se traduciría en ejemplos más instructivos sino que además ocuparía a bastantes profesionales, desde investigadores hasta artistas.

 

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