Sociedad

El poeta hambriento y la pirámide de Maslow

¿Hasta qué punto es cierta la pirámide de Maslow? Durante décadas se ha dado por válida esta teoría de las necesidades humanas, pero también el hecho de que «no solo de pan vive el hombre». ¿Qué pasa entonces con «el poeta hambriento»?

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18
junio
2024

El titular del reportaje que recoge los números lo sintetiza de forma rápida: por cada libro, cada escritor gana lo mismo que lo que cuesta un café. Uno, eso sí, de una cafetería de las de toda la vida. Los datos de un estudio de la Asociación Colegial de Escritores de España (ACE) apuntan que el 77,2% de los escritores gana por sus derechos de autor menos de 1.000 euros cada año. Menos de lo que el salario mínimo interprofesional marca para cada mes.

Entonces, ¿por qué se escribe? ¿Están las letras abocadas a hacer del mito del poeta hambriento la realidad constante en la profesión? ¿Es en realidad la pirámide de Maslow –esa que dice que antes que nada necesitamos cubrir ciertas necesidades básicas– una falsedad?

La realidad es mucho más compleja. Por supuesto, se escribe porque aporta algo intangible, porque gusta. Es una actividad que da una satisfacción personal, de ahí que haya incluso quien lo hace a pesar de saber que es muy poco probable que algún día su obra sea publicada.

Incluso, en muchas de estas profesiones se ha desdibujado el hecho de que son precisamente eso: trabajos, dotándolos así de una cierta poética de la precariedad. La exaltación moderna de la vida de bohemia –que empezó ya en el XIX– y la visión romántica de las letras y del arte son un poco eso: dotar a la falta de ingresos y la vida inestable de un cierto glamour que se sostiene pues «así es la verdadera creación». Ahí están las insistentes visiones de que la cultura no es mercancía y que no se puede poner precio al arte. Y sí, mercantilizar la cultura puede no ser fácil, pero eso no debe obviar que quienes la producen necesitan comer y pagar sus facturas.

Como modelo de las necesidades humanas, la pirámide de Maslow muestra que la más básica es la supervivencia física

En cierto modo, la vocación se convierte en una trampa, porque el peso emocional que se le otorga invisibiliza la parte menos etérea y más monetaria. A eso quizá se suma una cierta confusión generacional. Los estudios han ido repitiendo que primero los millennials y luego la Generación Z esperan cada vez más que sus puestos de trabajo les aporten algo más que un salario. Quieren sentirse realizados, que lo que hacen tenga una transcendencia que va más allá de una jornada laboral. Sin embargo, no hay que perder de vista que, por mucho que se quiera hacer algo que aporte más a la propia vida, eso no quiere decir que cualquier condición laboral valga.

Puede que la importancia de los valores y las perspectivas más completas de lo que supone trabajar haya confundido los factores y haya hecho que la precarización se vea como un «mal menor» cuando se abre la puerta a hacer lo que nos gusta. Pasa especialmente con las humanidades, pero también con cada vez más profesiones.

Y todo esto tiene igualmente efectos indirectos. Posiblemente, el más claro es que aumentan las barreras de entrada: al final, solo pueden dedicarse a crear o a hacer esas cosas que gustan y aportan a los poetas hambrientos quienes tengan un soporte detrás. Las estadísticas ya lo evidencian con la moda: se necesitan dinero y contactos.

Pero esto, en realidad, aplica también en ámbitos en los que lo vocacional no quedar al margen de los recursos. Quien llega a la cumbre del Everest por placer lo hace porque cuenta con los recursos para lograrlo. Está claro que conseguirlo requiere un elevado esfuerzo y dedicación, pero eso no quita que cuesta también mucho dinero, que está al alcance de pocos y que incluso hay quienes ven su propio privilegio como un atajo para saltarse la parte del sacrificio físico. De hecho, los millonarios que lo han convertido en un hito vital se han convertido en un problema, y, sin duda, no puede dejarse de lado la invisibilización de los sherpas.

 

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