Cultura

Una canción contra el martillo de Maslow

¿Cuántas veces has escuchado que el cine de Hollywood oculta un perverso instrumento de adoctrinamiento que aliena a las masas y les inocula la ideología dominante? En ‘¡Me cago en Godard!’, el periodista Pedro Vallín defiende la tesis contraria: ni los superhéroes yanquis protegen la propiedad privada ni el cine de autor europeo transmite valores progresistas. De hecho, sostiene que, puestos a generalizar, ocurre lo contrario.

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03
marzo
2020

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No se trata de acreditar un monolítico rumbo político en las películas de Hollywood, sino de combatir una generalización banal y pretenciosa que atribuye un falso sesgo conservador a la producción cinematográfica estadounidense. Si de generalizar se trata, es justo lo contrario. Claro que hay películas hollywoodienses reaccionarias y cine de autor claramente progresista y comprometido con los grandes debates políticos y sociales de nuestro tiempo. Pero en ambos casos son más excepción que regla.

Hay muchas razones que explican este fenomenal malentendido. Barrunto que una de las principales es la voracidad del pensamiento político, particularmente el marxista. Se lo quiere comer todo. El materialismo histórico padece el síndrome del martillo de oro, también conocido como martillo de Maslow, en honor del creador del concepto, el psicólogo norteamericano Abraham Maslow (1908-1970), uno de los primeros en proponer una tercera vía entre el misticismo psicoterapéutico y el materialismo conductista. Como toda intuición feliz, puede expresarse en forma de elegante aforismo: «Cuando la única herramienta que tienes es un martillo, todo problema comienza a parecerse a un clavo». El marxismo cultural, que, como hemos dicho, es una forma hegemónica de pensamiento crítico, ve clavos por todas partes y se pasa la vida dando martillazos a tuercas, bisagras, tornillos, juntas, rodamientos, muelles, tirafondos, guías, enchufes, bombillas… y muy raramente le acierta a un clavo. Después de haber hecho un destrozo guapo.

A poco que uno abra el plano, como hacía David Lean, y contemple el cine no como la expresión imperial del capitalismo salvaje, sino como lo que de verdad es, parte de una historia de la narrativa que antecede al cine y a la literatura, es sencillo darse cuenta de que casi todos los delitos que se le imputan son falsos, producto del sesgo de percepción de quien solo posee un martillo y va dejando las marcas de sus arbitrarios golpes por doquier. La razón por la que el marxismo cultural es tan popular entre gente culta es porque funciona como la religión sin serlo: ofrece una respuesta que aplica para todo, a la que nada se escapa y que dota de sentido a cuanto la contingencia nos lanza. Es una cuadrícula que consuela porque nos dice que todo tiene un sentido (perverso) y que somos capaces de entenderlo todo. Es muy habitual en el pensamiento político y económico, enamorado de sus propias metáforas, y es asombroso en qué medida es resiliente ante el fracaso de sus postula- dos. ¿Saben de algún economista neoliberal que, contemplando el destrozo que cuarenta años de aplicación de sus tesis han provocado en las clases medias y trabajadoras de todo Occidente, haya cambiado de idea? Yo tampoco. Por eso es único John Maynard Keynes y es tan perentorio recordar otra vez, las que haga falta, su frase más célebre: «Cuando los hechos cambian, yo cambio de opinión. ¿Usted qué hace?».

«Son mucho más importantes y elocuentes sobre nosotros mismos las historias que se cuentan una y otra vez que las que marcan un hito de originalidad»

[…] El cine de Hollywood pivota en torno a los grandes debates de las sociedades contemporáneas y dibuja con trazos limpios, emocionantes y hermosos, inaccesibles al artisteo de festival de cine, las tensiones de la utopía democrática. Abomina de la plutocracia y regresa de forma obsesiva a la tensión dialéctica entre la libertad y la justicia. A diferencia del cine de autor, nos piensa como sociedad, como la extraña comunidad mamífera que expolia el planeta al límite de sus posibilidades y no como el individuo solipsista que pasea a grandes zancadas por el interior de su propio ego.

La narrativa, como hemos aprendido de Walter Benjamin, tiene reglas inmarcesibles que anteceden a la escritura y seguramente a la división del trabajo, y despliega una función social (casi seguro, una función biológica) que se celebra en lo común y de la que todos participamos, como espectadores legatarios y eventuales relatores venideros. Star Wars. Episodio VIII: Los últimos Jedi (2018), de Rian Johnson, no concluye con el habitual posado de grupo de las películas de la serie, sino con unos niños menesterosos, dickensianos, que juegan en el suelo de una cuadra con unos precarios muñecos hechos con palos y telas, rememorando las andanzas de los héroes galácticos. Son ustedes y soy yo. En el plano final del niño que mira al cielo estrellado confundiendo la estela de una nave que salta al hiperespacio con una estrella fugaz, mientras empuña el palo de su escoba como si se tratara de un sable láser, está explicado el sentido último y pretercultural de todo relato. Que por supuesto nos concierne y nos incluye. Siempre hemos sido Luke Skywalker contemplando los soles ponerse desde la tediosa vida de un joven granjero que sueña con galaxias y aventuras.

Por eso son mucho más importantes y elocuentes sobre nosotros mismos las historias que se cuentan una y otra vez que las que marcan un hito de originalidad y genio para alicatar la vanidad de su autor. Es un pecado de lesa humanidad pretender que nos sintamos culpables de su disfrute como quien se rebozase en una piara de explotación, injusticia y acumulación. Y de ahí nace la irritación que expresa la portada de este libro contra las montaraces admoniciones de cualquier Godard que proclame, desde una sala de prensa, que asistimos a la decadencia del relato cinematográfico, a su final triste e innegociable. Confundiendo, como toda su vida han hecho, su culo con el mundo.


Este es un fragmento de ¡Me cago en Godard! de Pedro Vallín (Arpa). 

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