Cultura

«La realidad de las transidentidades no acaba más que emerger en el tablero»

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22
mayo
2024

Cada vez más personas están perdiendo el miedo a reconocer que no son esa persona que han nacido, sino otra distinta. En los últimos años, se ha registrado en España un aumento exponencial de personas atendidas en el tratamiento de la identidad de género, según datos de la organización Movimiento Feminista. No solo eso, sino que cada vez más va disminuyendo la edad promedio de los pacientes. Pese a esto, la transexualidad en la infancia continúa siendo un tema tabú. Para la directora de cine Estibaliz Urresola (Llodio, Álava, 1984) se trata de una realidad que conviene enfrentar cuanto antes para que deje de ser un problema latente. Este ha sido el motor que la ha impulsado a rodar ‘20.000 especies de abejas’, un retrato que pretende derribar prejuicios y barreras y ahondar en la difícil realidad a la que se enfrentan muchos menores.

Lo hace a través de Aitor, un niño de nueve años que se hace llamar Cocó. Es la historia de una niña ‘trans’ que se siente frustrada y perdida por no encajar en las expectativas del resto, sin todavía saber muy bien por qué. Empezará a tomar consciencia de su situación ese verano, que pasará con su madre y hermanos en casa de su familia materna cuando se zambulla, de manera inconsciente, en un proceso de búsqueda de identidad plagado de inseguridades, dudas y temores. Unos miedos y vacilaciones que no le asolarán solo a ella, sino también al resto de su familia, especialmente a su madre.

En el marco del Premio del Público Lux 2024 –una iniciativa del Parlamento Europeo y la European Film Academy, en colaboración con la Comisión Europea y la red Europa Cinemas, cuyo objetivo es promover el cine europeo como una manera de sensibilizar sobre cuestiones culturales, sociales y políticas de actualidad– nos reunimos con ella para hablar de su primer largometraje: un filme que ha tenido el coraje de poner el debate de la infancia ‘trans’ sobre la mesa y que le ha valido el reconocimiento de varios premios (Goya a la Mejor Dirección Novel, Mejor Guion Original y Mejor Actriz de Reparto, el Oso de Plata del Festival de Berlín a la Mejor Actriz o la Biznaga de Oro a la Mejor Película Española del Festival de Málaga, entre otros).


Cuando vi la película me llamaron la atención un par de cosas. La primera, que el papel de Aitor lo interpreta una niña, una sublime Sofía Otero que se ha llevado el Oso de Plata de la Berlinale a la Mejor Actriz. ¿Por qué no un niño?

Porque el personaje se siente niña y lo más honesto con ese personaje era castear a niñas. Hicimos un casting a cis [cisgénero] y trans [transgénero], pero siempre a niñas para este papel. Pensaba que a la hora de trabajar iba a ser más fácil para mí hablar con ella en [esos] términos: eres una niña, pero nadie te ve como tal; ¿cómo te sentirías si todo el mundo te tratara como un niño? Trabajar con un niño y hacerle entender qué es sentirse una niña es algo que le iba a resultar mucho más difícil de concebir y, por lo tanto, lo que al final iba a terminar haciendo sería actuar como una niña. Esto para mí era algo contraproducente, lo contrario de lo que yo entiendo que es la transexualidad, que tiene más que ver con quién es esa persona o cómo se define que con cómo actúa.

«La transexualidad tiene más que ver con quién es esa persona o cómo se define que con cómo actúa»

La segunda cosa que me llamó la atención fue que la mayoría de los protagonistas son mujeres. ¿Qué significado tiene este universo femenino?

Había unas ideas de la filósofa Martha Nussbaum que hablan sobre cómo la vergüenza y el pudor son mecanismos de autocontrol para la mujer dentro de un sistema patriarcal [que me interesan]. Me interesaba explorar cómo la experiencia de vida de todas las mujeres de esa familia –empezando por Lucía [la protagonista], siguiendo por su madre y llegando hasta su tía abuela y su propia abuela– ha estado atravesada por esa vergüenza y ese pudor por una u otra razón. De alguna forma, lo que Lucía propone, de manera inconsciente, es la dinamitación de ese sistema que se va heredando en esa familia, por el cual esos sentimientos (pudor, vergüenza, ilegitimidad) que se van transmitiendo de generación en generación llegan a Lucía y, sin saberlo, los detona y los explosiona. Y cómo –en un nivel más conceptual a la hora de trabajar el guion– esto podría suponer una sanación para el árbol [familiar]. Esto es algo que muchas de las familias me decían: que al final, con perspectiva y habiendo hecho el proceso de acompañamiento de este niño o esta niña trans dentro de la familia, había sido algo positivo para el conjunto familiar. Y esa narrativa me parecía completamente nueva. Estábamos muy acostumbradas a hablar de lo doloroso, lo conflictivo, lo problemático que es para una familia cuando algo así sucede y estas familias me referían justo lo contrario. Es un aspecto que me parecía súper importante traer a la película y, aunque no está literalmente enunciado, sí creo que se percibe en la revolución que empieza Lucía por sí misma, que también funciona de espejos para quienes se quieran mirar en él; en concreto la madre.

«La vergüenza y el pudor son mecanismos de autocontrol para la mujer dentro de un sistema patriarcal»

¿Por qué has querido contar una historia así a través de las abejas? ¿Qué relación tiene para ti el tema de la transexualidad y las abejas?

El símbolo de la abeja viene muy pronto; ya la primera versión del guion se llamaba así. Aparece relacionado con una antigua tradición del País Vasco, que refería que las abejas eran consideradas animales sagrados para las familias de apicultores; de hecho, se les hablaba en el registro de usted y no como al resto de los animales, que se les hablaba en un registro de tú. A las abejas se les debía comunicar todo lo que ocurría en la familia. Ahí había un sentido de complicidad, de veneración, de amistad, incluso; pero también de igualdad, como de tú a tú. [La referencia de las abejas] me hablaba también de una cosmología, de cómo se entiende el ser humano en relación con la naturaleza: ¿como propietario y dueño de la naturaleza o como partícipe? Según iba indagando, iba encontrando más cosas y más similitudes que me ayudaban a construir el guion. Por ejemplo, la idea de cómo la abeja es un animal que nos da miedo y genera rechazo, porque su veneno nos amenaza y, por tanto, la atacamos. Esto es algo que, muchas veces, nos pasa con lo desconocido: lo rechazamos y atacamos. Pero a medida que te acercas a la abeja y a la colmena y las observas, entiendes su increíble sabiduría y todo lo que tienen para aportarnos. Se trata de la actitud con la que te acercas. Y esa es también la actitud de Lucía: una mirada abierta de una niña que se acerca inicialmente con miedo, pero luego aprende que hasta eso que se supone una amenaza puede servir también para curarnos; todo depende de cómo se utilice. [Otro aspecto que descubrí fue] la configuración de la colmena o los roles que ocupan cada una de las abejas dentro de un grupo, algo que podía equiparse a las familias o a la sociedad.

¿Qué te empujó a contar una historia así, la transexualidad de una niña de nueve años?

El suicidio de Kai, un chico de 16 años del País Vasco, que fue un antes y un después. Hasta entonces, no se hablaba de las infancias trans. En el País Vasco, al menos, era algo que no aparecía en el relato, en el imaginario y el consciente colectivo. Él tomó esa decisión y así lo dejó escrito en una carta, justamente para eso: para visibilizar las realidades de las juventudes e infancias trans y de las dificultades por las que atraviesan. Y tristemente, lo consiguió, porque al suceder esto comenzaron a aparecer familias en los programas de televisión, radio y periódicos contando sus experiencias. Fue como un camino sin retorno donde cada vez se iba visibilizando y sensibilizando más sobre esta realidad, que era prácticamente un tabú hasta ese momento.

«El símbolo de la abeja aparece relacionado con una antigua tradición del País Vasco, que las consideraba animales sagrados»

Entonces, ¿crees que falta concienciación sobre el tema?

Creo que se están dando pasos de gigantes en los últimos años, pero no son suficientes para paliar una descompensación histórica de tal calibre. Estamos hablando de que, a día de hoy, la comunidad gay y lesbiana todavía sigue teniendo un estigma en muchos lugares; la realidad de las transidentidades no acaba más que emerger en el tablero. Queda muchísimo por hacer, pero en los últimos años se han conseguido grandes cosas gracias al movimiento ciudadano y tejido social, las asociaciones, las militancias, los distintos colectivos…

No puedo evitar preguntarte por la Ley para la igualdad real y efectiva de las personas trans y para la garantía de los derechos LGTBI, más conocida como Ley trans, que fue aprobada el 16 de febrero de 2023. ¿La consideras un avance que va en la dirección correcta?

Por supuesto. No creo que pueda entenderse como un retroceso. Precisamente ese diálogo social entre distintas asociaciones, colectivos e instituciones ha dado lugar a esta ley. Gracias a ese proceso de diálogo sobre un tema muy delicado se ha llegado a un consenso que es muy complicado, pero bueno. Se habrán quedado un montón de cuestiones por el camino y habrá aspectos que no se hayan terminado de recoger en la ley, por lo que sigue quedando camino por recorrer, pero sí que creo que es un avance en una dirección positiva; porque, al final, pone en evidencia que había un gran corpus colectivo de la ciudadanía que no tenía sus derechos fundamentales jurídicamente reconocidos y, a partir de ahora, gran parte de esos derechos quedan recogidos en esta ley.

Asumo que el hecho de que transcurra entre el País Vasco francés y el País Vasco es intencionado. ¿Qué quieres transmitir con eso? ¿Qué representan los dos territorios, los dos idiomas?

«Las creencias son límites»

El otro día en una charla con niños de entre ocho y diez años les pregunté qué significaba la frontera y uno de ellos se atrevió a decir que es un lugar donde se encuentran dos países. Me pareció una preciosidad que me volvió a demostrar esa capacidad que tienen los niños para ver las cosas desde otro ángulo. En el sistema geopolítico en el que vivimos, una frontera divide y no converge, no convoca, no congrega y, en nuestro caso, el territorio del País Vasco está dividido por una frontera que separa una comunidad, un idioma en dos estados. [En la película] la familia empieza el viaje en el País Vasco francés y atraviesa esta frontera que, además de la literalidad, intentaba que representara un límite mental y simbólico. De hecho, al inicio de la película, entramos en la secuencia del tren y estamos todavía retratando al conjunto de la familia para pasar a centrarnos en la madre y la hija en el momento en que se produce el cruce de la frontera, algo que representa cómo van a tener que superar un límite, una barrera que, en el fondo, es una creencia. Las creencias son límites. [En este caso] la creencia de que al principio tenemos una madre y un hijo y terminamos la película dándonos cuenta del gran tránsito que tienen que hacer cada una de ellas para aceptarse como quienes son.


Respecto al salto del vascuence al castellano, que a lo largo de la película sucede constantemente, durante la ceremonia del Premio Lux 2024 aclara que se debe a que la lengua vasca no tiene diferencia de género, por lo que a la protagonista le resulta más fácil expresarse en vasco durante ese proceso de búsqueda de identidad. Un proceso que concluye al final de ese verano que pasan en familia con la convicción de que ya no es Aitor: «Quiero que me llames Lucía».

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