Innovación

Hacer presente lo ausente

La tecnología moderna –y sus metáforas– pretende, en última instancia, de manera consciente o no, usurpar el poder que tiene el símbolo para hacer presente lo ausente.

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24
abril
2024

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En su permanente asalto al lenguaje y a la vida cotidiana, los ideólogos de la tecnología moderna se han prodigado en constantes y poderosas metáforas. Con ellas han construido una narrativa envolvente que no sería posible sin el apoyo filial de la industria publicitaria, siempre dispuesta a instrumentalizar el poder metafórico de la poesía.

Una de las más exitosas y conocidas figuras del imaginario tecnológico es la metáfora de «la nube», originaria del inglés «cloud», que podríamos definir como un espacio virtual que alberga un conglomerado de datos y servicios siempre disponibles. La ubicuidad de la nube se consuma y concreta gracias a la conectividad de los dispositivos electrónicos que nos rodean, cuyo contenido se encuentra perfectamente replicado en ella. La nube conforma así una suerte de registro universal –siguiendo la idea de Mauricio Ferraris– que pese a dotarse de una narrativa de sabor liviano e inmaterial, esconde una realidad muy distinta.

Como es bien sabido, la nube no es otra cosa que una red global de grandes edificios y naves industriales, también llamadas «granjas», repletas de interminables hileras de armarios en los que se alojan ordenadores –los «servidores»– convenientemente cableados y conectados en red. En la jerga tecnológica, cuando una aplicación o servicio alojado en la nube –por ejemplo, un diario digital que recibe más visitas de las esperadas– incrementa su demanda de recursos computacionales, los técnicos expresan la necesidad de «poner más hierro», esto es, más infraestructura física en forma de ordenadores.

Tan pronto bajamos de la nube, el espejismo de la virtualidad se desvanece y emerge una realidad voraz y contundente

Tan pronto bajamos de la nube, el espejismo de la virtualidad se desvanece y emerge una realidad voraz y contundente. Las neogranjas que dan vida a la nube no solo se construyen y mantienen a partir de una ingente cantidad de metales y minerales, sino que demandan un flujo de alimento constante en forma de energía eléctrica. Esta energía se destina tanto al funcionamiento de las computadoras como a su refrigeración, a fin de paliar el calentamiento derivado de su régimen de trabajo ininterrumpido, fundamento del llamado capitalismo 24/7.

En este contexto, hay multitud de informaciones relativas al consumo de energía que, por ejemplo, demanda el mantenimiento del bitcoin, que sería equivalente al consumo anual de un país como Suiza; o a la demanda energética en constante crecimiento de las redes 5G, la inteligencia artificial o el metaverso, por citar solo algunos ejemplos. Una eventual solución a la voracidad energética del programa digital, que por otra parte parece absolutamente imparable e inmune a las críticas, sería para muchos el uso de energías renovables, aunque, más allá del efecto descarbonizador que monopoliza la agenda, hay una serie cuestiones que siguen pendientes, en concreto la de los devastadores efectos vinculados a la extracción de materias primas, como el cobalto empleado para fabricar baterías.

En un ensayo publicado recientemente, Jonathan Crary se hacía eco de algunas informaciones, aparecidas previamente en documentales y medios de comunicación, relativas a las canteras que nutren a los fabricantes de componentes electrónicos, necesarios tanto para la industria digital como para la de energías renovables. Amén de las condiciones de trabajo inhumanas que imperan en las minas –en las que incluso trabajan niños–, los vertidos y métodos tóxicos de extracción de metales y minerales estarían provocando un daño medioambiental y humano irreparable, fundamentalmente en países que no disfrutan del progreso digital, y que ven destruidos sus medios y formas de vida.

Paradójicamente, aquellos pueblos a los que no ha llegado aún el modo de vida occidental, que realizan auténticas prácticas ecológicas, y que sí hacen un uso de verdadera energía verde y renovable, son esquilmados y destruidos tanto para alimentar el consumismo, como para el desarrollo de políticas verdes meramente cosméticas, absolutamente hipócritas y trufadas de metáforas engañosas y de discursos en favor de una idea de progreso insostenible, cuyas consecuencias, tarde o temprano, sufriremos todos, no solo los pueblos más desfavorecidos.

Estas situaciones, junto a la necesaria crítica, son bien conocidas, pero la inercia nos arrastra, jalonada de convincentes relatos que edulcoran la realidad. La única solución que visualizamos pasa tanto por desactivar el poder narcótico de ciertas metáforas, como por situar el debate no solo en los datos, sino también más allá, entre otras razones porque, sea cual sea la fuente de energía que se emplee, es imposible calcular el coste que supone el programa de digitalización de la realidad, y ello por dos razones.

Es imposible calcular el coste que supone el programa de digitalización de la realidad

La primera es fácil de entender: las demandas de energía crecen constantemente, luego no es posible dar ningún dato estable, en todo caso podrían establecerse ritmos o funciones de crecimiento, que tampoco permanecerán fijas y que a nuestro entender tendrían escasa fiabilidad, habida cuenta de los precedentes. La segunda razón requiere atender al significado de lo que hacemos, y preguntar por el coste que tiene poner en suspenso el espacio y el tiempo, esto es, por el coste de hacer presente lo ausente.

La hiperconectividad, los sistemas de videoconferencia, los contenidos en tiempo real, el gemelo digital, el metaverso, las predicciones o simulaciones por medio de la inteligencia artificial, entre otras, no son más que intentos de hacer presente lo ausente, ya sea porque pretendemos anticipar algo que no ha ocurrido –en cuyo caso se suspende el tiempo– o ya sea porque pretendemos acceder a lo distante –en cuyo caso se suspende el espacio–.

Pero es al símbolo a quien corresponde la función suspensiva del espacio y el tiempo. Un claro ejemplo es el símbolo religioso, que apunta al misterio, a lo trascendente que se hace presente gracias a su mediación. De ahí que podamos afirmar que la tecnología moderna pretende, en última instancia, de manera consciente o no, usurpar el poder que tiene el símbolo para hacer presente lo ausente, y por ello intenta llevar a efecto la ubicuidad y conectarnos predictivamente con el futuro, que –no lo olvidemos– es el nuevo dios en quien hemos depositado todas nuestras esperanzas.

Ahora bien, existe una diferencia esencial y de orden cualitativo entre el poder de la tecnología y el poder del símbolo. La tecnología opera ineludiblemente en el ámbito de lo material, el símbolo no. El símbolo apela a todos esos aspectos de lo humano que no han podido ni podrán nunca reducirse a reglas de cálculo. Y es en este punto donde podemos comprender que el poder del símbolo para hacer presente lo ausente no se encuentra con los límites materiales que tiene y tendrá siempre la tecnología, que habrá de enfrentarse a un coste energético tendente a infinito –esto es, a un colapso– en la medida en que persevere en operaciones que suspenden el espacio y el tiempo.

Si atendemos al significado último de lo que hacemos, en lugar de calcularlo, estaremos facultados para volver a comprender que la vida real, no la virtual, nos ofrece cada día la posibilidad de acceder a verdaderas experiencias que suspenden el espacio y el tiempo. Las metáforas de la poesía y otras manifestaciones artísticas, ajenas a cualquier finalidad, serían un buen ejemplo de ello.

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