Pensamiento

«Si ni el individuo ni la familia pueden hacer bien un duelo, la sociedad también está rota»

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15
abril
2024

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Cómo hacer que aquella persona a quien queríamos y ha muerto perviva en nosotros. El sintagma pareciera sostenerse entre el pensamiento mágico y la sensiblería, pero resulta vital para atravesar un dolor que nos astilla, para incorporar la muerte sin ser devorados por el abatimiento, para que el proceso de duelo germine. De estas cuestiones y otras no menores –la importancia de la comunidad, de la belleza, de la ternura en ese dueño– nos habla la filósofa Ana Carrasco Conde (Ciudad Real, 1979) en ‘La muerte en común’ (Galaxia Gutenberg), que ha recibido el II Premio Eugenio Trías de ensayo.


Lo que solo se puede aceptar, la muerte, ¿nos lleva a la resignación, al abatimiento o se puede encarar de manera luminosa?

Lo normal es el abatimiento, la tristeza y el dolor, pero ese dolor —que es normal y necesario— puede no transformarse en sufrimiento. En el libro distingo entre dolor primero y dolor segundo, haciendo alusión a las consolaciones de la Antigüedad. Es muy conocida la anécdota de Anaximandro cuando le dicen que su hijo ha muerto. Responde ante la noticia: «Lo concebí mortal». Las consolaciones de la Antigüedad hablan de aceptar ese dolor de lo irrecuperable, de aceptar la pérdida, ese dolor primero, y después hay que recolocarse, no dejar que ese dolor nos venza, que ese dolor ocupe todos los recuerdos de la persona que has perdido. Spinoza nos enseña que el mal tiene que ver con confundir la parte con el todo, y el daño normal que nos provoca la pérdida tiene que ver con eso. Una cosa es el dolor y la pérdida brutal de la persona y otra perder las experiencias compartidas. El abatimiento es normal, sí, pero se puede afrontar con luminosidad. No hay nada de positivo en una pérdida, duele, duele hasta lo indecible, pero se puede aceptar, pasar por un lugar de sombra para llegar a un lugar de recogimiento donde poder recolocarnos y ver las cosas de otra manera.

«El duelo es un proceso activo»

La propia historia de la filosofía no deja de ser sino una preparación para la muerte, pero ¿cómo pasar de esa enseñanza, del pensamiento a la praxis? Sin frivolizar, es como hablar del proceso de dejar de fumar. Uno sabe que es nefasto para la salud, pero no termina de incorporarlo de tal manera que aplique esa conciencia.

Esa es una pregunta vital. Cuando pasamos por una experiencia tan dolorosa y  negativa como una pérdida, cuando sostenemos el daño, lo que se nos suele decir es que el tiempo lo cura todo, que ya se pasará, pero el duelo no se pasa, el duelo es un proceso activo. ¿Cómo se deja de fumar? Afrontando el proceso, tú has mencionado la palabra clave. En el duelo, y en otras muchas cuestiones de la vida, hemos perdido la línea del proceso, obsesionados con los resultados finales, con los objetivos, con los propósitos, pero no se trata de llegar al resultado. Hay que recordar el poema de Kavafis, lo de menos es llegar a Ítaca, no hay que tener prisa por llegar, sino vivir intensamente el viaje. Aunque el viaje nos depare lestrigones o comedores de loto, también habrá muchas cosas bellas. La vida es todo ese proceso, el golpe no se pasa, pero tiene que haber un proceso, y ese proceso tiene que ver con rituales, con darnos tiempo. Pienso en las bajas laborales. Fallece alguien muy cercano y tienes dos días, después has de volver a tu vida normal, como si nada hubiera ocurrido. Un duelo es un proceso de trabajo interno muy duro, no se trata tanto de recolocar la vida externa sino la interna. Cuando alguien querido muere, también muere una parte importante de nosotros mismos, y eso implica recolocarnos.

Quizá la salvación o la reparación esté en no confundir la pérdida con lo perdido.

No es que sea fácil decirlo, es que hay que verlo, y asumirlo. No, no se puede confundir la pérdida con lo perdido, de ahí la importancia del proceso, un proceso que nos llevará un tiempo distinto a cada uno, en duración e intensidad. El proceso es un gerundio. Y, poco a poco, nuestra manera de mirar cambiará. Este libro, de hecho, ha sido para mí un proceso y un acompañamiento.

¿Por eso el índice son versos que conforman un poema?

Sí. Comienzo hablando de Grecia y, a partir de ahí, subo la intensidad y hago un camino. El índice es un poema porque todo poema es una forma de cantar.

Entre la pérdida y lo perdido, ¿qué nos jugamos?

La vida, la ganancia, las cosas que merecen la pena… una vida que tiene que ver no con negar su lado negativo, sino con aceptar esa parte de dolor inmenso que tiene, y que no deja por ello de hacerla menos fascinante. Si, tras la pérdida, todo se tiñe de luto, como si todo lo hubiéramos perdido, qué injusto para la persona fallecida y para uno mismo. En una de las consolaciones, Séneca dice esto mismo, aguanta el dolor, siéntelo, pero no caigas en el sufrimiento, porque si la persona que has perdido te quería no querría vernos abatidos sino celebrando la vida. La persona querida que ha muerto no puede ser motivo de llanto siempre. Es importante hacer esa distinción. Las personas que nos quieren querrían una buena vida para nosotros, y eso pasa por dar las gracias por haberlas conocido, saber que es mejor querer a alguien y perderlo que no haberlo conocido nunca.

«Cuando alguien querido muere, también muere una parte importante de nosotros»

Antes mencionaba la importancia del rito en el proceso de duelo. Me gustaría que ahondase en esta cuestión, porque la sociedad moderna tiene sus ritos, pero son ritos de muerte.

Las sociedades actuales, en efecto, no han eliminado los ritos, tienen su propia teología, y para el capitalismo los rituales tienen que ver con el afán de conseguir resultados; cuantos menos pasos haya que dar para recuperarte de tu duelo, más rápido consigues tu objetivo…

Y antes te puedes reincorporar a la cadena de producción.

Sí, inviertes menos tiempo y puedes generar más tiempo de productividad y trabajo. Hay una profesionalización de la muerte en los tanatorios, una desocialización de la muerte, te dejan en tu casa solo, y los demás van a trabajar. Así no hay pérdida de producción. Muchos de los autores del mundo antiguo nos hablan de esos rituales para despedir al difunto, pero son sociales, comunitarios, no están vinculados a la religión sino a la importancia de una comunidad. La familia que ha perdido a alguien está rota, y los rituales sirven para dar tiempo a las familias para que se recoloque; el luto sirve para reconocer que alguien está en ese proceso. Hay que darnos tiempo, permitir que la comunidad te acompañe. Las familias son parte de la comunidad, como el individuo. Si ni el individuo ni la familia pueden hacer un duelo bien, la sociedad también está rota. Lo que encontramos ahora es una sociedad atomizada, individualista, competitiva, interesada en la competitividad y la eficiencia. Pero la vida requiere tiempo. El tiempo de la productividad, de la máquina y del sistema está muerto, no necesitan tiempo, nosotros sí. Estos sistemas de producción han parasitado el mundo y el tiempo de la vida.

Este sistema produce, pero la producción siempre es la misma: muerte.

No exactamente muerte, sino muertos vivientes, que es peor. Vivimos tan acelerados, con tantos estímulos que no tenemos tiempo de parar, por eso estamos cada vez más desazonados, agotados, vacíos, sin saber por qué; compramos muchas cosas, pero lo que nos falta es vida, tiempo de disfrutar y de estar con los demás. Tiempo de mirar un amanecer o un cuadro sin pensar en que me lo llevaría a casa. La vida no va de para qué.

«Un segundo después de morir también estamos vivos»

Hay un verso bellísimo de Leminski que viene al hilo, hablando de la gratuidad: «solo distraídos venceremos…»

Exacto, solo sin pensar en el rédito seremos felices. Hace unos meses, el hijo de Fernando Savater publicó un libro sobre la atención, en donde hacía una apología de la distracción, de la importancia de pensar en las musarañas, porque ese tiempo vuelve el instante eterno; no sientes que estás perdiendo el tiempo porque el mundo se hace más ancho. Pero no nos dejan distraernos, nos empujan a saltar de una cosa a otra y ahí la eternidad no emerge. Eso se ve muy bien cuando uno disfruta intensamente, cuando está con la familia o con los amigos y de pronto se da cuenta de que han pasado cinco horas. Son vivencias no sujetas a la productividad, de distracción feliz, en la que te ocupas y cuidas a los que tienes alrededor, porque a veces, el sufrimiento te hace egoísta y descuidas a quien te quiere. Hay que cuidar el alma, y esto no tiene que ver con expiar pecados sino con cuidar los lazos, los vínculos, a ti mismo…

Hay mucha nana, y mucha música, y mucha poesía en ese proceso de duelo. ¿La belleza alivia el dolor?

La calidez es lo que más alivia el dolor, la escucha, que podamos contar cómo nos sentimos, que no quitemos importancia a ese dolor, que no interrumpamos cuando nos hablan… El dolor se mitiga con respeto, calidez y escucha, y eso necesita un cobijo especial. En el libro, rescato la idea antigua de que la filosofía, la música y el canto iban juntas. La Ilíada son cantos, el proemio del poema de Parménides está escrito en hexámetros dactílicos… He tratado de rescatar esa idea de Platón según la cual la filosofía es la música más elevada. Consigue, con su canto, enseñar a ver la vida, sin que signifique verla color de rosa, sino con cada una de sus partes constitutivas, unas nos gustan, otras no. La filosofía como canto que arropa. Y la música, porque arropa, porque acuna, porque acompaña. El canto sirve para recordar que no estamos solos en ese dolor, que hay una comunidad que nos cuida, que han escrito, pensado, cantado para nosotros. Hoy apenas se recurre a la filosofía, y leer las consolaciones de la Antigüedad, las de Séneca, las del estoicismo, tantas otras, sería de enorme consuelo. Hoy recurrimos a manuales de autoayuda para salir del duelo es tres días. Cicerón, en las Tusculanas, habla de la filosofía como «la flor más excelsa». La filosofía te ayuda a vivir, a reflexionar y te permite afrontar las cosas de otra manera, mucho más sana y real que la autoayuda, que nos dice que la muerte, el duelo, lo que sea, es problema nuestro, como si el contexto, la sociedad, la familia, fuera ajena a todo. El que siente dolor ha de poder hablar, y llorar. Sí, la poesía y la música y el canto, la belleza hace más soportable ese dolor.

«La filosofía te ayuda a vivir, te permite afrontar las cosas de otra manera, mucho más sana y real que la autoayuda»

La muerte nos convierte un poco en niños, en tanto que nos muestra hasta el extremo nuestra fragilidad. ¿Es bueno preservarles a ellos, a los niños, de la contemplación física de la muerte, no hablarles de ella?

La muerte, como dices, no nos convierte en niños, es indigno que se procure un trato de infantilización a los dolientes. Al tiempo, se les convierte en pacientes. No son pacientes ni niños. No nos infantiliza, pero sí nos convierte en niños, necesitamos que nos abriguen y nos protejan. En la Antigüedad sí se hacía partícipes a los niños. Negar la muerte tiene que ver con invisibilizarla, y es importante reincorporar a los niños en ciertos ritos para que aprendan ciertos procesos, para que ellos también puedan despedirse adecuadamente. Pienso en la película de Isabel Coixet La vida sin mí. Si alguien desaparece, ¿ya está? ¿Eso es bueno que se le diga a un niño? ¿Has visto La cinta blanca?

Sí, la película de Haneke, pero entronca más con su anterior ensayo, sobre el mal, que sobre el duelo…

Sí, pero hay una escena en la que están dos de los niños en la cocina, sentados, comiendo. Están solos. El pequeño pregunta: «¿Qué ha pasado con papá?». La mayor contesta que se ha caído y se ha hecho daño. El pequeño pregunta de nuevo qué ha ocurrido con la mujer del aserradero (que murió), y le vuelve a responder que «se hizo mucho daño». Después de un silencio, el niño pregunta: «Entonces, ¿la muerte qué es?». La muerte es cuando tienes un daño muy grande y no se puede curar, le dice la hermana. Más silencio, y el niño dice: «O sea que mamá no está de viaje». No, mamá ha muerto, le contesta. ¿Queremos tratar así a los niños? Los niños han de entender ciertos procesos, ser conscientes de ellos. ¿Vamos a disimular nuestra tristeza porque hay un niño cerca? El niño de la película, al descubrir por sí mismo la muerte, se ha roto.

Sócrates, un poco antes de su muerte, quiso aprender una melodía en el aulós. Esa anécdota siempre me recuerda al hecho de que olvidamos tantas veces que un segundo antes de morir estamos vivos.

Pero es que un segundo después de morir también estamos vivos. Eso es lo que creo. Hay diferentes formas de estar vivos, por supuesto, seguimos vivos en la generosidad que hemos dejado a los demás, en todo lo que hemos aportado en la vida de los demás. También seguimos vivos cuando nuestro narcisismo ha hecho un daño enorme a los demás. Vivimos vinculados afectivamente a los demás, nos sostenemos por una red de afectos, buenos y malos, de amor y odio. Porque hay muertes que son liberadoras, no podemos olvidarlo. Pero la persona con la que has vivido forma parte de ti, siempre será así, siempre la llevarás contigo. Es una manera de entender que la persona muerta sigue con nosotros, de otro modo, sigue presente.

«Hay muertes que son liberadoras, no podemos olvidarlo»

De todas las muertes en las que repara, Virginia Woolf, Catulo, Séneca, la esposa de Lewis… ¿Cuál le ha impactado más y por qué?

Hay dos muertes que me han impactado muchísimo, la del hijo de Blanca Varela y una que aparece en una serie antigua, A dos metros bajo tierra. Hay un poema de Blanca Varela…

«La no mía cabeza…»

Exacto, es que es de una belleza… cómo se puede describir de ese modo el vacío de una muerte… ese poema habla de la cabeza como cesto que deja pasar el agua, la cabeza que retiene, que de nuevo deja pasar el agua… vi de una forma muy clara cómo el poema era su cesta… Montalbetti escribió sobre ese poema, pero lo supe después de haberlo descubierto, de haber pensado en él tanto… es muy emocionante cuando coincides con alguien. Ese poema de Blanca Varela es un poema-cuenco para depositar el dolor. El dolor dicen que es indecible, pero tiene una forma. Esa forma de decir la muerte me impactó mucho. En cuanto a la serie, A dos metros bajo tierra, no puedo contar mucho por si alguien la está viendo, pero aparece una madre que tiene la oportunidad de cuidar a su hijo moribundo. También me emocionó las Tusculanas, de Cicerón, y lo distintas que son a las cartas que escribió a Ático; en ambas reflexiona sobre la muerte de su hijo a través del cuerpo de Héctor, el personaje de La Ilíada al que mata Aquiles porque, a su vez, mató a Patroclo. ¿En qué momento un cuerpo deja de serlo cuando lo abrazamos por última vez? La muerte –en esto no soy nada original– es un misterio.

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