Educación

¿La práctica hace al maestro?

¿Se puede aprender durante toda la vida? ¿Somos capaces de aprender algo nuevo? ¿Cuáles son los mejores métodos para aprender? Estas son algunas de las preguntas que aborda Eduardo Sáenz de Cabezón en ‘Invitación al aprendizaje’ (Penguin Random House, 2024).

¿QUIERES COLABORAR CON ETHIC?

Si quieres apoyar el periodismo de calidad y comprometido puedes hacerte socio de Ethic y recibir en tu casa los 4 números en papel que editamos al año a partir de una cuota mínima de 30 euros, (IVA y gastos de envío a ESPAÑA incluidos).

COLABORA
22
abril
2024

Una vez que sabemos que la práctica deliberada, enfocada directamente al aprendizaje, es la que efectivamente puede consolidarlo, la siguiente pregunta es: «¿Basta con eso?». Es decir, si practico lo suficiente, con la supervisión de un buen experto, ¿puedo llegar a ser yo mismo un experto en cualquier cosa? La respuesta, como ya debes de imaginarte, es no. Y esto es algo que también se ha estudiado. En 2014, los investigadores Brooke Macnamara, David Hambrick y Frederick Oswald llevaron a cabo un estudio sobre qué parte del desempeño en distintos tipos de habilidades puede explicarse por la práctica deliberada. Hicieron lo que se conoce como metaanálisis, es decir, seleccionaron decenas de trabajos sobre el tema y analizaron qué conclusiones globales se podían extraer. Los resultados obtenidos indicaban que el papel que desempeña la práctica depende mucho de la disciplina. Comprobaron que la práctica deliberada podía explicar un 26% de las diferencias en cuanto al desempeño en juegos, un 21% en música, un 18% en deportes y solo un 4% en educación y un uno por ciento en el ejercicio profesional. Es decir, el grueso de la diferencia obedece a otros factores, sobre todo en los dos últimos ámbitos estudiados.

¿Qué quiere decir esto? Está claro que la práctica deliberada mejora nuestros aprendizajes.  Lo cual no contradice el estudio de Macnamara y sus colegas: si practicas para aprender, y lo haces bien, aprenderás. Lo que indica el estudio es que no es del todo cierto que, a más práctica, más aprendizaje, es decir, que exista una correspondencia directa. Esto es así hasta cierto punto, pero es que además intervienen otros factores. Uno puede aprender practicando, sí, pero ¿hasta dónde?, ¿cuán bueno puedes llegar a ser? Depende de otros factores además de la cantidad de práctica (deliberada) que acumules. La profesora Macnamara y sus colegas identificaron varios de estos factores. Uno lo constituyen los propios niveles de capacidad, tanto general como específica. Las personas tenemos distintos niveles de lo que se conoce como «inteligencia general», y también distintos niveles de capacidad en habilidades específicas, ya sean físicas o intelectuales. Nuestras diferencias de nacimiento y el modo en que hayamos evolucionado en nuestra vida nos hacen distintos a la hora de abordar según qué aprendizajes.

Hay personas con buena predisposición para ciertos deportes o para algunos tipos de razonamiento, y eso les va a permitir avanzar más en los aprendizajes. Estas diferencias se ven incluso en deportes en los que la práctica resulta tan decisiva, como en el atletismo. Hay muchos atletas que entrenan tanto y tan bien como el campeón del mundo de maratón. Pero la capacidad del cuerpo de los grandes campeones para asimilar el entrenamiento, para recuperarse o para resistir las lesiones, marca grandes diferencias; también su capacidad de sufrimiento o de concentración y su resistencia mental al desánimo durante la carrera. Un elemento destacado de estas capacidades personales a la hora de emprender múltiples aprendizajes es la capacidad de la memoria de trabajo, que es fundamental para aprender, y puede variar bastante de una persona a otra, aunque ya hemos visto que, si entrenamos la atención y la concentración, podemos acrecentarla. Otro factor importante son los conocimientos previos, el bagaje que cada cual trae consigo antes de comenzar un determinado aprendizaje. Como hemos visto, los nuevos conocimientos adquiridos se encajan en los que ya tenemos, y cuanto más y mejores sean estos, cuanto más interrelacionados estén entre sí, mayor será nuestra capacidad de aprendizaje.

Un tercer factor importante es el ambiente en que se produzca el aprendizaje, incluido el ambiente en el que se desarrolla la persona, sus niveles de estrés y ansiedad, por ejemplo, o la serenidad y dedicación con la que pueda centrarse en la tarea de aprender. Los niños y las niñas de familias con un buen nivel cultural, normalmente (considerando valores similares con respecto a otras variables) aprenden mejor y obtienen mejores resultados escolares que aquellos en cuyas familias no tienen acceso o no valoran la lectura, la música o la conversación. Una persona que no interviene en conversaciones o que no las presencia, tiene un vocabulario más reducido y una menor capacidad para procesar el pensamiento.

Finalmente, la diferencia en los niveles de aprendizaje de individuos distintos que han tenido un nivel de práctica parecido también depende de cuál sea la disciplina en cuestión. Y ahí hay que tener en cuenta un elemento importante, que los expertos denominan «nivel de predictibilidad» de la disciplina. Es decir, a cuántas opciones distintas se enfrenta quien realiza una tarea, o cuán variables son las condiciones en las que realizamos esa tarea. Por ejemplo, el nivel de predictibilidad a la hora de gestionar una emergencia de aviación es bajo, pueden pasar muchas cosas distintas en un entorno al que no estamos acostumbrados. Podemos prepararnos hasta cierto punto para saber cómo actuar, pero habrá factores que no podamos predecir, y además no tenemos muchas ocasiones de practicar (por suerte). En el otro extremo, un deporte como correr tiene un nivel de predictibilidad muy elevado. No presenta una gran variedad de situaciones, puede que en función de la orografía o de la estabilidad del terreno tengamos una experiencia distinta, pero básicamente sabemos cómo actuar y predecir lo que sucederá. En el primer caso, el de la emergencia de aviación, la práctica será un factor poco determinante para el nivel de destreza, y en el segundo caso, el del atletismo, por el contrario, será bastante determinante.

Uno de los lectores de Gladwell, el autor de la teoría de las diez mil horas, es el músico Paul McCartney, que fue bajista de los Beatles y compositor de muchos de sus temas. McCartney también comentó su lectura de Outliers en una famosa entrevista. En el libro, Gladwell cita el éxito de los Beatles dentro de los ejemplos de las diez mil horas de práctica para ser experto en algo. A Paul McCartney el libro le pareció interesante, pero no estaba totalmente convencido de las tesis del ensayo de Gladwell. No le convencían del todo ni la cantidad excesivamente exacta —diez mil horas—, ni el hecho de que la práctica sea el factor determinante en un éxito como el suyo, que él atribuía, además de a la práctica, a otros factores como la personalidad de los individuos, cuándo y dónde nacieron o, simplemente, las oportunidades con que contaron. Parece que su experiencia está más en consonancia con las conclusiones de Macnamara y sus colegas. McCartney dice además algo que seguramente nos resulte obvio a todos: «Creo que, si observas a un grupo que ha sido exitoso, siempre encontrarás una gran cantidad de trabajo detrás. Pero no creo que pueda considerarse una regla que, si practicas cierta cantidad de horas, tendrás tanto éxito como los Beatles». En matemáticas diríamos que la práctica es una condición necesaria pero no suficiente para el éxito.

En los aprendizajes que estoy realizando mientras escribo este libro la práctica resulta importante, por supuesto, pero a niveles muy diferentes. De todos ellos, el que menos se basa en la práctica es mi adquisición de conocimientos sobre la historia de Al-Ándalus. Y uno de los que más dependen de la cantidad de horas de práctica que le dedique es sin duda aprender a bailar salsa. Me sigo viendo torpe con este tipo de baile (con todo tipo de bailes, en realidad) y miro con envidia a la gente que baila bien de un modo tan natural. Ya sabemos que la habilidad (o inhabilidad) para el baile no es algo innato en la mayoría de los casos, y sin embargo oímos muy a menudo eso de que algunas personas o colectivos «lo llevan en la sangre». Y no, no lo llevan en la sangre más de lo que lo puedo llevar yo, la cosa tiene que ver más bien con la práctica. Lo que ocurre es que hay personas que se han criado en ambientes en los que tanto cierto tipo de música como el baile están muy presentes, de modo que no solo tienen mucha más práctica previa que alguien que se haya criado en un lugar donde el baile está menos presente, sino que además el ambiente favorece mucho su aprendizaje. Cuando un niño o una niña nacidos, por ejemplo, en Barranquilla (Colombia) cumple quince años, ya ha oído muchas más horas de salsa y ha bailado muchas más veces de las que yo pueda llegar a escuchar o bailar jamás. No es una cuestión genética, es sobre todo una cuestión de ambiente, de una práctica vivida desde pequeños. Eso hace que yo en veinte horas de aprendizaje y práctica deliberada pueda alcanzar un nivel muy inferior al que puede alcanzar otra persona que, aunque nunca le haya prestado demasiada atención al baile, haya vivido siempre en un ambiente donde el baile está presente. Sus horas de práctica seguramente deben de contarse por miles.

La práctica es importante en todos los aprendizajes, al menos cuando se trata de aprendizajes que luego queremos reproducir

La práctica es importante en todos los aprendizajes, al menos cuando se trata de aprendizajes que luego queremos reproducir, de los que incorporamos a nuestro catálogo de habilidades y conocimientos. A veces nos engañamos al pensar que los aprendizajes de tipo conceptual no necesitan recurrir a la práctica, mientras que los aprendizajes de habilidades sí lo precisan. Todos estaremos de acuerdo en que no puedo aprender a tocar el piano o la guitarra solo con fijarme en cómo alguien lo hace. Por muy didáctico que resulte, después de observar las posiciones de las manos y los dedos mientras alguien está tocando notas y acordes, no creo que sea capaz de reproducir lo que acabo de ver y escuchar. Es obvio. Sin embargo, ya no nos parece tan obvio cuando nos referimos a aprendizajes más conceptuales (incluso aunque tengan un componente práctico) como las matemáticas o la programación de ordenadores. Llevo muchos años enseñando programación a estudiantes de primer curso de Ingenierías y Matemáticas y muchas veces he hecho un experimento para demostrar a mis estudiantes que no es lo mismo, ni de lejos, entender cómo se hace algo que incorporarlo, aprenderlo y reproducirlo.

En un momento dado del curso yo resolvía cierto ejercicio de dificultad media en la pizarra. Lo hacía despacio, explicando cada paso con cuidado, comprobando a cada momento si todo el mundo, o cuando menos la mayoría de los alumnos, estaba entendiendo el procedimiento. Una vez terminada la explicación, y después de dejar un tiempo para resolver las posibles dudas que hubieran podido surgir, les decía a mis estudiantes que íbamos a hacer otro ejercicio, que pasaran página en sus cuadernos y se dispusieran a hacer el siguiente. Entonces les pedía que, sin mirar sus apuntes inmediatamente anteriores, resolvieran exactamente el mismo ejercicio que acabábamos de hacer. El mismo, exactamente el mismo. Lo acabábamos de hacer, habíamos pasado por el procedimiento de forma consciente, despacio, entendiendo cada parte. El resultado era que un buen número de estudiantes no eran capaces de realizar el ejercicio por sí mismos. Invariablemente, año tras año, clase tras clase, el resultado era siempre igual. No es que fuera particularmente difícil o exigiera conocimientos nuevos que hubiéramos visto solo para ese ejercicio, pues ya habíamos hecho muchos parecidos. Es una forma un poco cruel de darse cuenta de que entender no es lo mismo que incorporar, que estar capacitado para hacerlo. Hace falta intentarlo y fallar, hace falta practicar. También cuando se trata de conocimientos conceptuales. Programar no es tocar la guitarra, pero igual que a tocar la guitarra, a programar no se puede aprender solamente mirando y entendiendo.

Este ejemplo del programa tiene que ver con algo que veremos en el último capítulo acerca de la necesidad de comprender y elaborar para aprender. Por decirlo de forma abreviada, muchos de nuestros aprendizajes dependen de que nos enfrentemos a una tarea involucrándonos en ella de forma activa. Cuando mis estudiantes atendían mis explicaciones y me decían que las comprendían, yo sé que eran sinceros y que la mayoría las había entendido. Pero era una relación relativamente pasiva (dicho sea, sin la menor connotación negativa) con el contenido que les estaba presentando. Solo cuando se enfrentaban a la tarea de hacer ellos mismos el programa se involucraban realmente de forma activa, y en ese momento se daban cuenta de sus carencias e intensificaban el esfuerzo por aprender aquello en concreto. Es parte de lo que decíamos sobre la práctica deliberada: tiene que haber cierto riesgo, entendido como la necesidad de involucrarse para salir adelante.


Este texto es un fragmento de ‘Invitación al aprendizaje’ (Penguin Random House, 2024), de Eduardo Sáenz de Cabezón. 

ARTÍCULOS RELACIONADOS

La sociedad del aprendizaje

José Antonio Marina

¿Debemos educar para lo que hay, para lo que es probable que haya o para lo que sería deseable que hubiera?

COMENTARIOS

SUSCRÍBETE A NUESTRA NEWSLETTER

Suscríbete a nuestro boletín semanal y recibe en tu email nuestras novedades, noticias y entrevistas

SUSCRIBIRME