Educación

El aprendizaje y las pantallas

La crianza implica numerosos retos: la tecnología es uno de ellos. Laura Estremera aborda en ‘Criar con apego seguro’ como navegar ese proceso, siendo conscientes de las necesidades de niños y niñas y permitiéndoles desplegar su potencial.

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19
julio
2023

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En los tiempos que corren, en un momento en el que las pantallas cobran tanto protagonismo, me parece interesante hacer un breve apunte sobre ellas. Las pantallas nos acercan a mundos lejanos, pero también ejercen de «niñeras» en una etapa en la que los niños, en vez de mirar de forma pasiva, lo que necesitan es ser mirados por adultos significativos mientras protagonizan su propia historia.

Las pantallas invitan a la quietud, como ya decía en mi libro anterior, Déjalos ser niños: «Encended las pantallas y se apagarán los niños». Es sorprendente cómo las tecnologías tienen este efecto en una etapa dominada por la necesidad de movimiento y de acción.

Los contenidos que los niños ven en ocasiones no son adecuados y no siempre los pueden asimilar o procesar, sobre todo antes de la descentración, etapa en la que no distinguen la fantasía de la realidad. Para ellos, en esa época todo es posible y las pantallas exponen a los niños a imágenes tan realistas que pueden considerarlas ciertas aunque no lo sean.

La información de las pantallas se recibe de forma pasiva en un momento del desarrollo en que los niños necesitan el contacto directo con los objetos para conocerlos: con sus manos, percibiendo todas las dimensiones, a través de todos sus sentidos (no solo la vista y el oído), descubriendo las consecuencias de sus acciones… Los menores necesitan de la vivencia y del contacto con la realidad para aprender.

Los contenidos que los niños ven en ocasiones no son adecuados y no siempre los pueden asimilar o procesar, sobre todo antes de la descentración

Las pantallas ofrecen un estímulo externo continuo y sostenido. En cambio, cuando los niños juegan, alternan tiempos de vitalidad, tensión y mucho movimiento con tiempos de calma y distensión (porque los primeros los cansan y los conducen naturalmente a los segundos). Con las pantallas, a pesar de estar quieto, el cuerpo se tensa y se fatiga…, pero a los niños, en este caso, no se los invita a descansar ni consiguen la calma posterior. Las pantallas únicamente incitan a continuar ¿o acaso es sencillo que dejen de ver la televisión o de jugar a videojuegos? ¿Llega un momento en el que sienten que ya es suficiente o siguen pidiendo «un ratito más» o «un último episodio»?

Por otra parte, en las pantallas, la velocidad a la que aparecen los estímulos es mucho más rápida que en la vida real. Se producen continuos cambios de escena, de puntos de vista…, que hacen que la información sea a veces muy difícil de procesar por parte de los niños.

Por último, el estímulo continuo de las pantallas no da pie a que los niños se aburran y aburrirse es necesario para desarrollar la capacidad creativa.

Esto no quiere decir que las pantallas no sean un recurso importante y útil en otras etapas del desarrollo y en otros contextos, pero los niños aprenden y se desarrollan no desde las tecnologías, sino desde la vivencia directa, utilizando el juego como medio de descubrimiento, comprensión y elaboración, y a una velocidad que sí pueden procesar y que dista de la que ofrecen estos dispositivos.

¿Perder el tiempo o ganarlo?

Vivimos en una sociedad con prisas, competitiva, y puede que asociemos el juego, la acción y el movimiento a perder el tiempo: puede que pensemos que no nos lo podemos permitir porque hay cosas más serias e importantes que hacer. Pero son muchos los autores que nos indican que no existe evidencia de que sea ni necesario ni beneficioso acercar a los niños de forma temprana a los contenidos académicos. Por lo tanto, retomo aquella reflexión de Lapierre y Aucouturier, que ya en 1985 se preguntaban si el tiempo pasado en educación vivenciada es perdido o ganado.

Ya hemos dicho muchas veces que cada etapa del desarrollo tiene su sentido: no es que haya unas mejores que otras o unas a las que convenga llegar enseguida. Con esto en mente, me parece importante terminar el capítulo con un recorrido evolutivo para comprender cómo los niños, si respetamos cada etapa, van construyendo la necesidad de conocer, de descubrir y de conquistar los aprendizajes que les permitirán conocer el mundo en el que estamos.

Esta construcción ocurre «a fuego lento», porque la maduración debe producirse antes que el aprendizaje: cada vez que los niños se enfrentan a un nuevo aprendizaje o descubrimiento lo hacen desde las estructuras que ya están maduras o preparadas, y no desde las que todavía no dominan. Por eso hay que dar a cada etapa su lugar.

Cada etapa del desarrollo tiene su sentido: no es que haya unas mejores que otras o unas a las que convenga llegar enseguida

Durante los primeros tres años, los niños son activos y competentes si cuentan con un vínculo de apego seguro que satisface sus necesidades, incluidas las afectivas y emocionales; cuando es así, aparece la necesidad de hacer, de descubrir, de moverse… Eso les permite ir conociéndose a sí mismos e ir integrando sus posibilidades y límites corporales. Así, tras conocer las características del entorno a través del juego y la repetición, nacerán las primeras actividades cognitivas.

Alrededor de los tres años, los niños ya han adquirido una imagen de sí mismos, una identidad. Su madurez cognitiva les permite pasar —si han tenido la oportunidad de disfrutar de muchas posibilidades de juego, es decir, de actuar directamente sobre los objetos (tocando, manipulando, experimentando…)— a representar las acciones mentalmente, accediendo a la comunicación, a la creación y a la función simbólica. Esta última es la que posibilita la aparición del lenguaje, el pensamiento intelectual y la socialización. Se trata, pues, de una época en la que el interés principal reside en mostrar, en expresar a través del juego, del dibujo, del lenguaje… en una dirección de dentro hacia afuera.

A los siete u ocho años, ya en la etapa de la educación primaria, aparece la capacidad de descentración, que permite tomar distancia respecto de la acción y el cuerpo. Entonces, los niños desarrollan capacidades mentales de análisis y síntesis, de abstracción desde lo concreto, de reversibilidad… Es una fase en la que no es importante solo lo que aprenden, sino las destrezas que van adquiriendo y han adquirido para aprender gracias a todo lo que en las etapas previas han observado y experimentado mediante el juego sensoriomotor* y el simbólico (que les ha permitido pasar de lo concreto a lo abstracto) y que ahora pueden plasmar en expresiones orales y escritas.

Como en esta etapa ya tienen claro quiénes son ellos, que hay otros seres y una cultura que llega a acuerdos, surge el interés por conocerla, por incorporarse «al mundo» y a los aprendizajes escolares (tan deseados por la sociedad). Sin embargo, esto no sucede en el sentido de memorizar datos, sino en el de adaptarse a su medio, para descubrir los sistemas comunes de organizar y compartir el conocimiento (como la lectura, la escritura o la clasificación de contenidos) en una dirección de fuera hacia adentro.


Este es un fragmento de ‘Criar con apego seguro‘ (Ariel) de Laura Estremera

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