Siglo XXI

Inteligencia, imaginación y sosiego

El escritor habita en el sosiego de su escritura, el lector en el disfrute de las palabras. Los que sueñan con ser escritores sin esfuerzo y usan la IA son los nuevos ladrones que dejaron la cueva y se esconden en la suma de datos y algoritmos.

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06
marzo
2024

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Las palabras construyen imágenes dentro de nosotros. La literatura nos ofrece un universo inmenso de posibilidades desde donde sentir la plenitud del conocimiento y la creatividad. Los escritores más comprometidos no pueden evitar escribir, desearlo con fuerza, pues han interiorizado la necesidad de crear como una pulsión constante. Las bibliotecas están llenas de libros que fueron la obsesión desesperada de una voz, de un pensamiento, de una idea, de una trama, de unos personajes… que bullían dentro de la cabeza del escritor.

Sí, el escritor, ese ser humano consciente de que su imaginación constata el instante creador y lo vuelve tiempo infinito más allá de su propia vida. Los lectores, por otra parte, son esa extensión del tiempo, capaces de evocar, reinterpretar e imaginar las obsesiones creativas del escritor, transformándolas en sus propias pasiones.

La literatura transmite esa energía, ese aliento misterioso que nos acerca y nos reconforta. Por eso, no podemos delegar nuestra imaginación en la inteligencia artificial, no podemos prescindir de nuestra capacidad para sentir el soplo del proceso creador que nos habita como seres humanos conscientes.

La literatura transmite esa energía, ese aliento misterioso que nos acerca y nos reconforta

Desde el lugar del pensamiento creativo y sosegado, la inteligencia artificial se difumina porque no busca ejercitar nuestro cerebro, ni estimular nuestra propia originalidad. Tanto los escritores como los lectores experimentan el placer de la literatura dentro de su propio cerebro.

La literatura es oxígeno en el espacio vital de la imaginación, querer prescindir del proceso mismo de crearla como escritor o experimentarla como lector implica, entre otras cosas, renunciar a nuestra propia libertad, nuestra felicidad y nuestra inteligencia.

Los científicos que en el verano de 1956 se reunieron en Dartmouth College, una prestigiosa universidad de New Hampshire rodeada de preciosos bosques, querían que las máquinas usaran el lenguaje, formaran abstracciones y conceptos, resolvieran los problemas que solo podían resolver los humanos y se mejoraran a sí mismas. La literatura ya les había enseñado que con la imaginación todo se podía crear.

Antes de las máquinas habían existido seres de barro y de madera o un ser de trozos de carne muerta a la que un rayo le daba la vida. Quizá pensaron en Pinocho, en el Golem o en el monstruo de Frankenstein, y seguramente, ya les rondaba el imaginario de Asimov que en 1950 había publicado «Yo robot» y las historias de la «Fundación», con una ética clara para los robots a través de varias leyes, siendo la primera «no dañar al hombre». Había pasado poco más de una década desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, y quedaba la Guerra Fría como la nueva sombra que marcaría muchas decisiones.

El mundo no buscaba avanzar por todas partes, para algunos el poder significaba inventar la destrucción con mayúsculas como un colmillo amenazante.  Pero ellos, los científicos que inventaron la idea de la IA, andaban fascinados con las máquinas, preocupados por los ordenadores automáticos, por la programación de los ordenadores para que usaran el lenguaje, por las neuronas hipotéticas que formarían conceptos y son ahora los modelos de aprendizaje, y por las teorías de los grandes cálculos.

Querían, como en los cuentos de hadas, un espejito mágico en forma de una máquina que pudiera dar todas las respuestas posibles. Un oráculo con más precisión que el de Delfos, un adivino que no basara sus teorías en el mal presagio de los pájaros cruzando el camino, o los posos de té en el fondo de la taza.

La literatura no busca respuestas rápidas, ni ordenar tareas repetitivas

Sin embargo, eran también conscientes de que había ingredientes misteriosos, como la aleatoriedad y la creatividad, y tenían la conjetura de que la diferencia entre el pensamiento creativo y el pensamiento competente no imaginativo residía en la inyección de algo de aleatoriedad. Así definieron las corazonadas, esa intuición que interviene en el espacio de lo aleatorio. Querían que las máquinas nos imitasen, jugaban como niños con muñecos. Se anticiparon a este presente de simulacros en donde las máquinas distraen la imaginación de los humanos y les hacen olvidar que su cerebro es esponjoso y está lleno de amor, porque el amor, la empatía y las ganas de estar vivos, los fabricamos nosotros, no un cúmulo de palabras que imitan todas nuestras voces.

¿Para qué metemos a la literatura en ese espacio tecnológico que no tiene nada que ver, y que realmente se ha diseñado para gestionar datos? La literatura no busca respuestas rápidas, ni ordenar tareas repetitivas, ni analizar datos.

El escritor habita en el sosiego de su escritura, el lector en el disfrute de las palabras. Cualquier otro intento de hacer literatura fuera del aliento del que escribe se denomina plagio, las tecnologías han modernizado la vieja falsificación. Los que sueñan con ser escritores sin esfuerzo y usan la IA son los nuevos ladrones que dejaron la cueva y se esconden en la suma de datos y algoritmos.


Ana Merino es escritora, galardonada con el Premio Nadal 2020, y directora de la Cátedra Planeta de Literatura y Sociedad.

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