Sociedad
«Los controles basados en la apariencia institucionalizan el racismo»
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Quizá la mejor forma de presentar al escritor Jorge F. Hernández (Ciudad de México, 1962) sea atendiendo a un hecho de su biografía: hijo de padre diplomático, pasó su infancia y la mitad de su adolescencia en EE.UU., donde creció en inglés para, a partir de los 14 años y ya de vuelta en México, comenzar a vivir y pensar en español. Historiador de formación y reciente reflotador de la librería Pérgamo, una buena porción de su peripecia vital se ha desarrollado en España, donde ha escrito gran parte de una obra que pivota sobre la novela, el cuento, el ensayo y la columna periodística. Y también ‘Cochabamba‘ (Alfaguara, 2023), la historia de Catalina Equis, la hija de una rica familia de hacendados bolivianos obligada por su padre a mudarse a París para evitar el cortejo de un hombre negro.
En Cochabamba se confunden realidad e invención, porque lo que cuentas es la vida de la madre de un amigo tuyo, pero sin ceñirte en exclusiva a los hechos.
Exacto. La novela se originó hace más de 20 años, cuando alguien a quien no conocía y que en el libro llamo Xavier Dupont me contó que su madre, que aún no había muerto y había tenido una vida fascinante, estaba deseosa de que alguien la convirtiera en personaje. Con el tiempo hemos acabado siendo amigos, pero en ese momento tuve recelos para aceptar el encargo: solo me convenció el chisme de que había sido amante de Albert Camus.
¿Cuánto hay de cierto en lo que narras?
Casi todo es verdad, pero el conjunto es novela, porque hay, por ejemplo, personajes a los que voluntariamente no he seguido por completo el rastro y ambientaciones no verificables.
La historia se desarrolla a partir de dos líneas: por una parte, cuentas la vida de esta mujer; pero también relatas cómo su hijo te la está contando a ti.
Sí, aunque no es algo que responda a un planteamiento previo, sino a una necedad que se filtra en casi todo lo que escribo, incluso en las columnas: a menudo necesito decirles a los lectores el estado en el que estoy escribiendo algo, seguramente porque soy blandengue y no tengo problema en enseñar mis costuras.
Lo mencionaba porque en el resultado final pesa más lo segundo que lo primero. Pese a tener acceso a ella, nunca la llegas a conocer, ¿por qué?
Eso tiene que ver con que esta historia la estuve narrando de viva voz durante más de 20 años antes de ponerla por escrito y, entre medias, se me murió. No lo incluyo en el libro, pero en realidad llegué a contactar telefónicamente con ella: hicimos un par de llamadas a la antigüita, sin video. Lo que pasa es que no me parecía trascendental y, además, ella se vengó al final: compensó esa usurpación mía mediada por su hijo dando a su propia vida el final que ella quiso.
Esa ausencia del punto de vista de la protagonista, ¿no desplaza el foco de la novela hacia el poder de la narración?
Seguramente; el mero hecho de que durante tanto tiempo la historia solo fuera contada de viva voz es ya una reivindicación del lenguaje. Y quiero pensar que ahora que ha quedado por escrito está homenajeando la forma en que me la narró Xavier.
El otro gran tema es el racismo, que en la novela es ejercido por los mismos que lo sufren. ¿Es ese el peor de todos?
Exactamente: la protagonista se echa un novio francés que nunca la presenta ante su familia. Instintivamente, ese tipo está haciendo algo parecido a lo que la familia de la mujer hizo con el pretendiente en Bolivia. Ahora bien, cualquier forma de racismo es la peor y es conveniente no hacer demasiadas distinciones porque justo acaba de aprobarse una ley en Texas que permite a la policía del Estado detener a posibles inmigrantes irregulares, cuando hasta ahora de eso se ha encargado exclusivamente la policía federal. Es una medida grave, porque los controles basados en la apariencia, en el aspecto de quienes merodean por la frontera, institucionalizan el racismo.
«Cualquier forma de racismo es la peor»
Tú mismo creciste en EE.UU. en una época clave en la lucha contra la discriminación racial, los años 60, cuando, entre otras medidas, los niños negros empezaron a poder ir a clase con los blancos.
Sí, mi familia y yo vivimos primero en Washington y luego en Virginia, que no era un estado tan drástico como Georgia o Alabama, pero tampoco muy diferente. Ver portadas de discos con banderas confederadas o estatuas del general Lee era algo habitual. Las integraciones que se intentaron hacer cuando yo tenía 8 o 9 años no funcionaron. Solo después, con 11 y cuando ya acababa la primaria, empezaron a producirse. Por eso creo que en la acción que ha representado como ninguna otra la vuelta de ese racismo atávico, el asesinato de George Floyd [el afroamericano asfixiado por la rodilla de un policía en el contexto de una inmovilización en Minneapolis en 2020], hay algo irónico: quienes constatamos avances cuando éramos jóvenes, nunca pensamos que retrocederíamos camino al punto de partida.
La cuestión racial, ¿sigue siendo una de las líneas divisorias clave en los países en los que has vivido?
Definitivamente. En el caso de EE.UU., es un lugar que no se entiende sin el racismo. Y concurren dos fenómenos que nos avisan de que dentro de unos años la situación se pondrá fea. De una parte, tienes que cada vez se discrimina más, como demuestran casos como el de Floyd y medidas como la que he mencionado; y de otra, que donde yo crecí hablando muy mal español hoy hay letreros en español. Es decir, vamos a un escenario en el que habrá mayoría de latinos, negros y asiáticos y, al mismo tiempo, una desconfianza cada vez mayor hacia estos grupos. Eso no permite augurar nada bueno. En cuanto a México, también soy muy crítico. Diré simplemente que no tenemos conciencia de los al menos 58 grupos indígenas que viven dentro de nuestras demarcaciones. Y con España creo que hay que estar atento, porque es un país que aún está amoldándose al desconcierto. ¿Cuántos alcaldes no blancos hay? Muy pocos.
Otra de las experiencias que te ha conformado es haber crecido en dos idiomas y en varias modalidades lingüísticas, ¿qué destacarías de ese proceso?
Que hay acciones, como el humor, que según el idioma cambian por completo. Es algo obvio, pero a veces no somos plenamente conscientes. Un libro titulado «Cochabamba» no le causa la misma impresión a alguien cuya lengua materna es el español que a alguien que habla inglés. El sentido de ocultamiento de la palabra cover no está contenido en el término cubierta ni en los sinónimos que se pueden emplear en español. Es decir, en inglés interpretas más fácilmente que a lo mejor el libro no va sobre una ciudad boliviana llamada Cochabamba, sino meramente sobre algo que toca de algún modo a esa ciudad. Para quienes han nacido de Woody Allen para acá esto es fácilmente detectable, porque él, los Monty Phyton, los Blues Brothers o Chevy Chase han abusado mucho de ese tipo de giros. En español también existe esa tradición, pero menos continuada: es la de Quevedo, la del albur mexicano [un juego consistente en utilizar dobles sentidos], la de Miguel Mihura, la de Jardiel Poncela… Y quien dice humor dice también otras acciones lingüísticas. Por fortuna, los idiomas no son plenamente integrables.
¿Y dirías que una lengua aprendida puede acabar prevaleciendo sobre la lengua materna? ¿O hay unas referencias ya fijadas de por vida por la lengua heredada?
Aquí contestaría que en el hipotálamo nunca dejas de pensar en tu querencia. Y lo ilustraría con el caso de la protagonista. Al final de su vida casi ni hablaba español, luego podríamos decir que fue plenamente francesa, en concreto plenamente parisina, pero gran parte de su realidad emocional seguía remitiendo a Cochabamba.
«Hay acciones, como el humor, que según el idioma cambian por completo»
¿Cómo entronca esta novela con el resto de tus libros? ¿Cuáles dirías que son tus obsesiones?
Venía de escribir una novela muy autobiográfica en la que, entre otras cosas, hablaba precisamente de crecer en dos idiomas [El bosque flotante, Alfaguara, 2021], pero seguramente me defina mucho mejor lo que hice en otra novela anterior, Réquiem para un ángel, donde me burlo de mí mismo señalando que, para que aquel proyecto fuera, efectivamente, una novela, uno de los personajes debería realizar una acción concreta que no hace. Con gestos como ese, quiero destacar que, si pudiera, no solo sería novelista, también escribiría obras maestras, pero tengo que conformarme con méritos menores, como haber cumplido el encargo de escribir Cochabamba honrosamente.
En tu obra tienen gran relevancia las ciudades, como si ellas mismas fueran personajes, ¿por qué?
Por rasgos a los que intento prestar atención. Ya que estamos en Madrid: no es lo mismo que te insulten en Usera a que te mienten la madre en plena Gran Vía. Los barrios son casi estados de ánimo, y no creo que sean equiparables los de una ciudad a los de otra; por eso me gusta que estén presentes de forma diferenciada en lo que escribo. Si algo soy es un nómada, un turista accidental, un peregrino en diferentes patrias que cree en la personalidad de barrio.
¿Te sientes parte de la tradición de escritores que vagan por la ciudad, a lo Baudelaire o De Quincey?
Muchísimo. Y de la de Dickens, que paseaba de noche. Es algo que tiene que ver con un principio que yo profeso: escribe el que escribe; el que no escribe, no escribe. Me explico: si hay algo en ti que apunta a la escritura, ese algo va a manifestarse incluso cuando no estás escribiendo. Y para mí el paseo es la prueba absoluta de esto. Diría que hay, incluso, una relación entre los géneros literarios y la manera de pasear. Si uno sale a la calle de cuentista, lo que tiene que hacer es entretenerse con lo primero que encuentre; si uno sale como novelista, hacerse la ruta entera del autobús. Y así con los demás géneros.
«Los barrios son casi estados de ánimo»
Acabas de publicar otro libro, Café de Madrid (Ediciones la Pereza, 2023), una recopilación de tus artículos en El País. Ahora que el tema se ha debatido a propósito de la retirada de Vargas Llosa del columnismo, ¿dirías que te ocurre como a él, que el escritor de ficciones necesita de la prensa para tener un pie fuera de la fabulación?
No, para nada. En mi caso, esa distinción no funciona, porque yo he usado, y mucho, la columna para publicar cuentos y demás ficciones. De hecho, me parece increíble que se la quiera rebajar de ese modo, que se la quiera confinar a algo que obligatoriamente tenga que ver con la ciudad en un sentido político, con la polis. En Alemania, había secciones de periódicos donde se ponía una raya negra y todo lo que quedaba por debajo eran materiales que hoy dudosamente serían considerados ejemplos de columnismo serio, como cuentos o cuentínimos, pero de ahí salieron Zweig y Joseph Roth, entre otros. Y hay más ejemplos: en EE.UU. no se entiende el columnismo sin la crónica deportiva. Hasta Joyce, en el Ulises, hace que Harold Bloom se meta en el baño para mirar qué literatura hay en el periódico. No obstante, quienes pensamos así somos minoría, lo reconozco; por eso algunos nunca hemos sido reconocidos como verdaderos columnistas.
A propósito de Vargas Llosa, suele oponerse su escritura a la de García Márquez: tanteadora y pausada la del primero; más impetuosa la del segundo, a quien por cierto conociste y dedicas esta obra. ¿Tú también te identificas con esa escritura torrencial? Has señalado que si has podido contar esta historia es porque tu mente pudo antes narrarla de principio a fin.
Gabo era una madrépora, una de esas plantas que se pegan a los árboles y no dejan de crecer; además de alguien muy generoso conmigo y quien me dio el consejo definitivo para escribir esta novela. Me sugirió que cuando fuera capaz de contar una historia tantas veces que ya no resultara alterada, la pusiera en tinta. Y eso es lo que he hecho, luego sí, por cosas como esa, efectivamente me siento parte de ese linaje de narradores orales.
Para acabar, y ya que hemos mencionado tu faceta de columnista, ¿qué le aporta a un escritor ser librero?
Todo. Siempre he pensado que acabaría mi vida entre libros, como bibliotecario o como librero, y ha pasado. La diferencia fundamental es que paso más tiempo leyendo que escribiendo, lo cual ayuda mucho a ponderar los párrafos y las palabras con que uno se compromete.
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