Opinión

La cultura, ni regalada

Parece que el bono cultural para jóvenes ha funcionado a medias y que el precio quizá no era la barrera. Convendría, entonces, buscar las causas del desapego juvenil por la cultura en otros pagos.

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02
noviembre
2023

A lo mejor no era el precio. Aunque aún no se saben los detalles finales, parece que el bono cultural para jóvenes ha funcionado a medias. Entre los que no lo han pedido y los que han gastado menos de la mitad de los 400 euros que les correspondían (la media está en 210,30 euros por beneficiario, según una información detallada del diario Abc), no se puede decir tajantemente que los mozos de dieciocho años no quieren la cultura ni regalada, pero sí puede confirmarse que lo que les inhibía no era el dinero.

Mal consuelo para los artistas, que no pueden echarle la culpa al taquillero ni a la voracidad depredadora de las empresas culturales, pero también es una mala noticia para los amigos de la piratería, siempre en busca de coartadas y malvados para justificar sus robos (eso de la democratización de la cultura –como si no existieran democratísimas bibliotecas públicas– o de robar al rico capitalista para abastecer al pobre sediento de libros y series).

Tras una firma en una feria del libro, un amigo editor me llevó a comer. Me fijé en que no cerraba la caseta con llave, y se lo hice notar, por si lo hacía por descuido: «¿Para qué? Si aquí solo hay libros. Con lo que cuesta venderlos, ¿quién va a venir a robarlos?». Hace poco destrozaron el escaparate de una pequeña y exquisita librería en Madrid. No se llevaron ni un libro. El librero me contó que iban a por la caja: «Creían que había dinero en una librería», me contaba riéndose.

En este mundo abunda la gratuidad y el catálogo de descuentos es pródigo

Son dos anécdotas que ilustran algo que quienes nos dedicamos a este negocio sabemos, pero el ministro de Cultura parecía ignorar: el precio ya no es una barrera de acceso a la cultura. En este mundo abunda la gratuidad y el catálogo de descuentos es pródigo. La cantidad de gente que puede entrar gratis a los museos y que puede ver ópera, música y teatro a tarifas asequibles es enorme y variada. Los libros tienen poco descuento, pero todo español tiene cerca de su domicilio una biblioteca pública bien surtida, y quien no puede pagarse Netflix sí puede pasar varias vidas buceando en la oferta inagotable de RTVE y otras plataformas gratuitas que ofrecen material de primera calidad.

Esto no solo significa que a lo mejor podemos ahorrarnos el coste de un bono cultural que los beneficiarios no parecen apreciar del todo, sino que convendría buscar las causas del desapego juvenil por la cultura en otros pagos. Si no es el precio lo que les aleja, ¿qué diablos será? A lo mejor, simplemente, es que no les gusta lo que hay. A lo mejor esta cultura no les interpela.

Un aviso para los buscadores de recetas fáciles para problemas complejos: ni sé por qué sucede esto ni tengo una solución. Pero sí puedo compartir alguna que otra intuición, porque ya llevo un tiempo en esta batalla y conozco un poco el paño.

Es un lamento común la constatación de que no hay jóvenes en conferencias, saraos literarios e incluso estrenos de teatro o conciertos sinfónicos. A mí nunca me ha preocupado esto, porque creo que hay una edad para cada cosa, y quien a los veinte anda morreándose por los parques ya encontrará un momento de su vida para disfrutar de la quinta de Mahler en el auditorio o de una conferencia sobre Velázquez en el Prado. Tampoco es cierto que la cultura sea penar en un geriátrico cada vez más desierto: las industrias del sector mueven mucho dinero, hay públicos en todas partes y vivimos en una sociedad hiperalfabetizada donde hasta lo más minoritario encuentra su eco. El problema de una oferta tan apabullante es que a veces al público le cuesta descubrir lo que le interesa, y si una tarde en Madrid uno se encuentra con cien planes posibles, no es raro que acabe por descartarlos todos y quedándose en casa. Pasa también con los libros: se publica tanto y a tal velocidad, que los escritores tenemos que ser muy plastas si queremos que alguien se entere de que hemos sacado nuevo libro. Sin una acción cansina de propaganda, ni nuestras madres se enteran.

La cosa va más de lenguajes y modos de estar en el mundo

Pero también se puede celebrar este exceso de oferta como prueba de una vitalidad y un interés cultural sin precedentes. A quienes lamentan la avalancha les pregunto siempre dónde pondrían ellos el límite. ¿Quién coge las tijeras del censor y se pone a dar tajos a la oferta hasta que encaje en los límites de lo cabal? Si quien se queja es escritor, músico o cineasta, le propongo que dé ejemplo y se inhiba él mismo, que no contribuya al desafuero con sus propias producciones. Porque está muy feo pedir que se callen los demás cuando uno no se concede ni un rato de silencio.

La desorientación de unas industrias superproductivas es un efecto adverso de la democratización de una cultura que se ha vuelto muy accesible también para quienes quieren crear: nunca ha habido tantos músicos titulados en tantos conservatorios, ni tantos escritores procedentes de familias iletradas. Dicen que faltan prescriptores que separen el trigo de la paja (y es cierto: ya no hay una autoridad que defina el canon), y se llora también porque solo una parte ínfima de los creadores logra destacar entre la masa, pero no creo que esto desanime a los jóvenes para lanzarse a leer y a ver óperas, pues están acostumbrados a moverse en un mar de big data e hiperestímulos. Tampoco me parece un problema principal. Lo es para quienes no logran destacar, claro, pero eso, amigos, no fue fácil en ninguna época. Es más: si no soportan la tiranía de la oferta masificada, prueben con el mecenazgo, a ver si en tiempos de Goethe o de Bach les iba mejor, como funcionarios serviles de un príncipe. Yo prefiero vérmelas con un público improbable que con un noble engreído y caprichoso.

Me atrevo a sugerir que la cosa va más de lenguajes y modos de estar en el mundo. Marc Fumarolli definió la cultura como la religión laica de las sociedades europeas, y es quizá su liturgia y su puesta en escena lo que espanta a una juventud ajena a reverencias y vetusteces. Una librería clásica, con sus presentaciones y sus lecturas, o una sala de conciertos, con su jerarquía y prosodia, le deben de sonar a un joven como una misa en latín. Es evidente para cualquiera que la cultura se presenta como un ritual vacuo que nadie se cree, y eso incluye el periodismo cultural y la mayoría de los canales de divulgación. La mayoría de los premios al fomento de la lectura que conozco parecen premios a la disuasión de la lectura (y dudo mucho que la mayoría de las instituciones e iniciativas premiadas hayan contribuido a formar un solo lector: lo saben los jurados que los premios, lo saben los premiados y lo saben los periodistas que aplauden, pero todos están muy a gusto en su farsa). Desde esa perspectiva, el bono cultural se parece a un pase gratis para asistir a la misa del gallo o un curso de catequesis. Como esos testigos de Jehová que anuncian sus cursos bíblicos con la palabra «gratis». Ahí el precio tampoco es un reclamo ni una barrera.

Hay más factores, y el divorcio con el sistema educativo no es el menor de ellos. A los actos culturales no van jóvenes, pero tampoco asisten sus profesores. La literatura actual está ausente de las aulas, más por desinterés e ignorancia de los docentes que de los alumnos.

Quizá deberíamos replantearnos qué vendemos antes de repartir bonos. Una cultura viva que interpelase a la sociedad no necesitaría descuentos ni incentivos. Como dice el refrán, el buen paño en el arca se vende. Pero para eso hace falta una discusión mucho más profunda y una ambición política mucho más larga. La buena noticia es que no es tarde y que no somos tan pocos los que estamos dispuestos a participar en el debate.

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