Cultura

Sentir el invierno

La historia de las civilizaciones parece mostrar que los seres humanos tenemos una clara preferencia por el calor y rehuimos el frío. Pero existen culturas que han prosperado en condiciones de frío extremo, tan exóticas, ricas y fascinantes como las del trópico. A ellas está dedicado el libro ‘Cuando los inviernos eran inviernos’ (Acantilado), de Bernd Brunner, quien captura en sus páginas la esencia de una estación, más preciosa aún en la era del cambio climático, que es posible amar pese a sus rigores.

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30
octubre
2023

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En la actualidad no existe ya un acervo tradicional de conocimientos sobre lo que debe hacerse o no en invierno. Cuando protegerse de esa estación implicaba una lucha que se repetía todos los años, los saberes sobre ella se transmitían de generación en generación. A lo largo de los siglos, la necesidad de calentarse fue más apremiante que cualquier otra. Las noches gélidas, el helado y ceñido abrazo de largos períodos de frío, constituían un desafío enorme para incontables generaciones de seres humanos. Como reacción a todo ello, el desarrollo de técnicas diversas representó un logro inmenso.

Hasta entonces, la fase final del otoño era el último momento para procurarse reservas de leña. Se sacrificaban los animales y la carne se conservaba en salazones o ahumados. A menudo la matanza del cerdo se hacía en invierno, así las moscas no acudían en masa de inmediato y la carne no se echaba a perder tan rápidamente. Tras recoger en cestas las últimas manzanas, se separaban las que estaban en mal estado y se almacenaban las buenas en el sótano sobre una delgada capa de musgo seco.

El invierno ralentiza el tiempo. Era la época de recogerse, aunque no se abandonasen todas las actividades. Los niños podían estudiar con mayor tranquilidad, ya que durante el verano, con las labores del campo, no tenían tiempo para ello. Los campesinos, no pudiendo llevar el ganado a pastar a los prados, tenían que realizar otras tareas: examinar los frutales, por ejemplo, o podar de ramas peligrosas los árboles próximos a la casa, y talar los ejemplares viejos o enfermos.

Era el momento de sacar el fertilizante de los establos y abonar los campos, de acondicionar las herramientas para el año siguiente. En los bosques, los leñadores se ocupaban de talar algunos árboles. La caza de animales durante el invierno resultaba de interés, sobre todo, por las gruesas pieles.

Había infinidad de asuntos que obligaban a salir y enfrentarse al frío: asistir a la escuela, acudir a misa, el recogimiento posterior en la taberna, algún entierro, la necesidad de hacer acopio de provisiones, de ayudar a vecinos y parientes. Con frecuencia era necesario reunir a gente que arrimara el hombro para retirar los montones de nieve acumulada y abrir los caminos. Cualquier desplazamiento a través del paisaje nevado invitaba a tomar el camino más corto y directo, ya que las sendas habituales estaban ocultas. Había, pues, típicos caminos de verano y de invierno. Siempre que fuera posible, se enyuntaban los caballos o los bueyes a los trineos.

Durante el invierno la vida, en efecto, estaba asociada a muchas fatigas, pero éstas fomentaban la cohesión. Por mucho que el clima dictara el modo de vivir y se padeciera bajo la carga de esa estación fría del año, la gente se alegraba de poder auxiliarse mutuamente, de trabajar en algo que pudiera vencerse gracias a una labor colectiva y de la que luego podría hablarse por mucho tiempo. El invierno era una etapa bella a pesar de ser tan duro, o precisamente por serlo.

El invierno era una etapa bella a pesar de ser tan duro, o precisamente por serlo

El dolor abrasador en los oídos y las manos podía aliviarse si, en el momento de entrar en la casa, uno no pasaba directamente a la habitación más cálida, sino que permanecía un rato en un recinto menos caldeado. Un remedio casero contra las extremidades ateridas eran los baños fríos en los pies. Durante el invierno, el salón no era sólo el lugar que protegía del frío como un baluarte, sino también donde se cosía y realizaban otras labores.

Allí estaba la maciza estufa de azulejos que, gracias a las bien dosificadas cantidades de leña, se mantenía funcionando a tiempo completo, aunque no convenía caldearla demasiado para evitar el riesgo de que reventase. Era el sitio para acomodarse en el asiento detrás de las ventanas con cristales cubiertos de flores de escarcha y contemplar el exterior, donde reinaba un frío cortante. Allí olía a canela, clavo, cera de velas o madera de pino, pero también a humo y a otras cosas menos agradables, olores que, debido a la escasa ventilación, no desaparecían tan fácilmente. Los nichos de las ventanas estaban previsoramente rellenos de paja y de heno; las contraventanas habían sido colgadas desde mucho tiempo antes. Si la casa quedaba sepultada por la nieve, éstas funcionaban como aislante; el techo, en cambio, debía estar hecho para resistir la enorme presión de la nieve acumulada.

Para aprovechar el calor al máximo, en las casas de labor personas y animales vivían bajo un mismo techo. Cuando era posible, se aprovechaban las habitaciones del lado soleado y se evitaban las de la planta baja. Las que estaban situadas encima de la cocina eran las favoritas, ya que el fuego se mantenía encendido con la llama baja durante toda la noche.

Los hogares y las teas encendidas no eran el atrezo de veladas románticas, sino asuntos de importancia vital. La difusión de sistemas de calefacción seguros y regulables será un aspecto decisivo para el cambio de actitud de los hombres modernos en relación con el invierno y forma parte de una revolución tecnológica que fue perfeccionándose desde el siglo XVII. Hacia mediados de la Edad Media, las chimeneas se convirtieron en la norma y fueron desplazando a las peligrosas hogueras no protegidas, al tiempo que solucionaban de una vez por todas el problema de la falta de ventilación en las habitaciones. Pero sólo en el siglo XIX, momento en que el fuego y las velas dieron paso al gas y a la electricidad, la relación del hombre con la noche experimentó un cambio radical y la gente empezó a vivir el invierno de un modo muy distinto.

Sólo en el siglo XIX, momento en que el fuego y las velas dieron paso al gas y a la electricidad, la gente empezó a vivir el invierno de un modo muy distinto

Como las casas, en la mayoría de los casos, estaban mal aisladas, en invierno no quedaba más remedio que meterse en la cama o retirarse a las alcobas —en su origen, unos nichos con cama abiertos en las paredes—. La cama con dosel, con sus cortinas, contribuía a mantener el calor en ese espacio íntimo, pero con todo era necesario usar gorro, chaqueta y calzado para dormir. Se supone que algunos autores escribían encamados y sacaban las manos a través de dos agujeros en las sábanas. Poco a poco se fue avanzando en la idea de lo que podría ser una calefacción funcional y más eficiente. Varios aparatos prometían la mejor solución. Las estufas de pie más pequeñas aumentaban las opciones para calentar las habitaciones, pero seguían teniendo un defecto: la emisión de los gases de combustión que, en casos extremos, podían tener consecuencias mortales. En 1902, Émile Zola murió mientras dormía a causa de una intoxicación con monóxido de carbono; la escritora estadounidense Sylvia Plath murió también intoxicada en 1962.


Extracto del libro ‘Cuando los inviernos eran inviernos’ (Acantilado), de Bernd Brunner.

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