Sociedad
La sociedad del victimismo
La figura de la víctima, hoy central en nuestra forma de concebir el mundo, nos hace girar alrededor de ella en círculos, como en una caja de música. La razón es sencilla, y es que quien sufre no solo carece de responsabilidad, sino que no necesita justificación alguna. En ocasiones, sin un motivo real, la víctima puede incluso llegar a convertirse en un héroe.
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COLABORA2023
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En los días posteriores a cualquier derrota electoral, los políticos hacen autocrítica. Normalmente es una tradición de la izquierda, que suele intelectualizar más sus posiciones ideológicas: defienden «cabalgar contradicciones», hablan de la voluntad política y las convicciones. Pero a menudo el discurso autocrítico tiene un recorrido muy corto: significa pronunciar simplemente la frase «Tenemos que hacer autocrítica». No hace falta hacerla. En el último año, la izquierda ha resucitado el relato clásico de la «falsa conciencia» de los votantes, que votan en contra de sus intereses. Pero si lo hacen no es por una alienación caprichosa. Es culpa de los medios, que les lavan el cerebro.
En España, incluso el Gobierno ha señalado concretamente a sus némesis en los medios: Ana Rosa Quintana y Pablo Motos. Es cierto que son personalidades muy poderosas. Las opiniones políticas que emiten en sus programas de televisión crean «sentido común», como dicen los gramscianos. Es decir, moldean la opinión pública. Por ejemplo, hay mucha gente preocupada por un no-tema como la okupación, que afecta a un porcentaje ridículo de los propietarios (y sobre todo de los propietarios particulares). Pero lo que hacen los medios es marcar los temas de los que se habla, como en el caso de los okupas; en el fondo, no consiguen cambiar la opinión que ya tiene la gente. Y hay otro argumento: cuando la izquierda ganaba también estaban ahí Motos o Ana Rosa moldeando a la opinión pública. Quizá la culpa no es solo de ellos.
Acusar a los medios de tus fracasos electorales es más rentable que asumirlos, sobre todo porque su verdadero poder en la opinión pública es indeterminable. Sabemos que existe, obviamente, pero no tenemos la manera de comprobar si la señora que acudió al colegio electoral y cogió la papeleta del PP estaba pensando: «Lo hago por ti, Ana Rosa». Y como es incomprobable, es rentable. Tanto, que hasta el presidente del país, Pedro Sánchez, dice ser víctima de los medios: el año pasado, poco antes de hacer de anfitrión de la cumbre de la OTAN en Madrid, se quejó de las «terminales mediáticas de los poderes económicos».
El victimismo es muy rentable políticamente. A la víctima no se le piden explicaciones. La figura de la víctima es «el sueño de cualquier tipo de poder», dice Daniele Giglioli en Crítica de la víctima (Herder), porque «es irresponsable, no responde de nada, no tiene necesidad de justificarse». El líder político que se hace la víctima busca de alguna manera la impunidad. Es una manera de escapar a la rendición de cuentas: a la víctima no solo se la escucha, se le da la razón. Y a todos nos gusta que nos den la razón. Si uno observa el debate público (es decir, Twitter y los cuatro columnistas a los que lee alguien más que sus amigos), comprobará que está formado por un montón de gente buscando desesperadamente que le den la razón ante los demás. Los políticos desean lo mismo, pero van más allá: quieren la razón y el poder, algo que a menudo no va de la mano.
La construcción de la víctima nunca es racional: es una historia efectista de buenos y malos definidos, sin aristas e irrefutable
Para ser víctima de manera oficial hace falta un agravio, aunque no es del todo necesario. Basta con la percepción o la construcción de él. Incluso mejor esto último. Así, de nuevo, uno se salva de dar explicaciones. Si el agravio es incomprobable, o al menos ambiguo y abstracto, es más fácil convencer a los demás de que es algo incuestionable: está tan presente que es casi invisible. A veces ni siquiera el supuesto verdugo es consciente del agravio que está provocando. Esto ocurre a menudo cuando se usa el concepto «privilegio».
A veces es muy obvio y visible, como cuando hablamos del privilegio económico. Pero hay otros de carácter más ambiguo. El privilegio blanco existe y te da una ventaja intrínseca. La pensadora Peggy McIntosh, que popularizó el término, lo describe como una «mochila invisible y sin peso de provisiones especiales, garantías, herramientas, mapas, guías, libros de instrucciones, pasaportes, visas, ropa y cheques en blanco». Al mismo tiempo, es difícil llamar privilegiado a un trabajador precario con una esperanza de vida veinte años inferior a la de otras zonas más ricas. El privilegio blanco de esa persona no le compensa sus otras desventajas. Todos los blancos nos beneficiamos de él, pero en absoluto de la misma manera.
El privilegio es, entonces, parecido al poder tal y como lo concebía Michel Foucault. Richard Rorty lo explica así: «El concepto “poder” [en su uso foucaultiano] denota una agencia que ha dejado una mancha indeleble en cada palabra de nuestro lenguaje y en cada institución de nuestra sociedad. Está siempre ahí, y no podemos verlo ir ni venir. Uno puede divisar a un empresario con un maletín llegando a la oficina de un congresista, y quizá bloquearle la entrada. Pero nadie puede bloquear el poder en el sentido foucaultiano. El poder está tanto dentro como fuera de uno. Solo un autoanálisis individual y social interminable, y quizá ni siquiera eso, puede ayudarnos a escapar de […] su red invisible». Para el discurso victimista contemporáneo, el privilegio está siempre ahí, aunque nunca lo ejerzamos.
La víctima no solo nos despierta simpatía o se garantiza la impunidad, sino que se convierte en el héroe de su tiempo
La construcción de la víctima nunca es racional. Es un relato lineal, una historia efectista, llena de causalidades, buenos y malos definidos, sin aristas e irrefutable. No hay contradicciones o complejidades: es una película de Hollywood. Si añadimos matices, el relato se derrumba. «Claridad, linealidad, univocidad, cuentas exactas: es la receta de las historias que triunfan», dice Giglioli. «Con su axiología carente de claroscuros, las historias de víctimas son las más vencedoras que pueda haber». Y como el agravio es difícil de determinar y a veces es una construcción artificial, todos podemos ser potencialmente víctimas, hasta los más poderosos. Lo vemos a menudo con la ultraderecha, que se ha construido una imagen de víctima disidente. Se ven como víctimas y, a la vez, como héroes: víctimas del establishment y héroes de la resistencia.
La víctima, así, no solo nos despierta simpatía o se garantiza la impunidad, sino que se convierte en el héroe de su tiempo. Pero la víctima es pasiva; no hace, sino que le hacen. ¿Cómo puede ser un héroe alguien que no hace nada? En Radio Bart, el episodio 13 de la temporada 3 de Los Simpsons, Bart esconde una grabadora en un pozo y se hace pasar por un niño atrapado llamado Timmy. El pueblo se vuelca en la historia, con una conversación que merece la pena destacar.
Homer: «Ese pequeño Timmy es un verdadero héroe»
Lisa: «¿Qué es lo que lo convierte en un héroe?»
Homer: «Bueno, se ha caído a un pozo… y no puede salir»
Lisa: «¿Y por qué eso lo convierte en un héroe?»
Homer: «Bueno, ¡ya ha hecho más que tú!»
El episodio es de hace 31 años, pero resume también nuestra época.
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