Sociedad

La tiranía de la causa única

Resulta reconfortante pensar que todo tiene una razón, pero la realidad es muy compleja y no puede reducirse a una causa única. La manera para comprender un mundo multicausal pasa por pararse a pensar en ello.

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28
septiembre
2023

Observe las nubes en el cielo. ¿Bajo qué hechizo se mantienen en lo alto, si el agua es más densa que la composición atmosférica terrestre? Quizá pensemos en las corrientes de viento ascendentes y descendentes, en el movimiento browniano de partículas, en las interacciones entre las moléculas del vapor de agua y las gotas en suspensión, en las fuerzas intermoleculares. Lo cierto es que en esta respuesta intervienen, al menos, todas estas causas. Porque al igual que sucede con las nubes, una amplia mayoría de fenómenos que suceden a nuestro alrededor, desde el comportamiento de la naturaleza hasta las actitudes humanas, son el producto de varias razones combinadas y rara vez de una causa única.

Sin embargo, a la hora de estudiar los motivos que han producido ciertas consecuencias nos decantamos por causas únicas o, al menos, la que más pensemos que ha contribuido a producir lo sucedido. ¿Estamos olvidando la complejidad del mundo? ¿Nos obsesionan los culpables solitarios?

Los seres humanos partimos de una tabula rasa epistémica: debemos reflexionar para descubrir los secretos entresijos de la realidad que nos rodea, incluida la de nuestra propia existencia, y aprender lo más posible del conocimiento que nuestros predecesores hayan cosechado. O de lo que creemos que sabemos, se revele o no definitivamente cierto. La realidad, por su parte, suele ser extremadamente compleja. La materia interactúa entre sí en cadenas de interacción difíciles de aprehender. La circunstancialidad esboza el continuo vaivén de la existencia: unas cosas afectan a las otras, y los efectos se concatenan entre sí.

A la hora de estudiar los motivos nos decantamos por causas únicas o, al menos, la que más pensemos que ha contribuido a producir lo sucedido

Sin embargo, nuestra mente relaciona estímulos y contenidos de manera lineal, aunque construya complejas redes donde unos vinculan con otros. Esto produce una preferencia y una necesidad en el habitual enfoque de nuestro pensamiento hacia la unicidad. Al reflexionar sobre un fenómeno, el primer intento consiste en otorgar una causa sólida. Aunque parezca una paradoja, así es como surgieron las primeras vinculaciones entre la idea abstracta de «lo divino» y la fenomenología humana y natural. Por ejemplo, ante la fiereza de una tormenta es más sencillo atribuirle un rol divino que comenzar a desentrañar su razón científica.

En las culturas donde las primitivas religiones animistas dieron lugar a una temprana discusión filosófica y ascética, como en el caso de India, o a un culto humanizado, como en la antigua Grecia, la necesaria vinculación de los fenómenos bien con la voluntad caprichosa de una deidad o bien como emanación de un ser abstracto ayudaron a investigar en busca de causas mesurables, que se puedan relacionar entre sí y que no dependan, si es que no lo hacen por su naturaleza, de la voluntad de ningún ser. Así surgieron la filosofía de la naturaleza y la ciencia.

Y, a medida que el refinamiento intelectual consecuencia del análisis filosófico junto con los éxitos en predicción del método científico han ido calando en las distintas sociedades con el paso de los siglos, la causalidad se ha ido enrevesando. Nuestros antepasados se habían vuelto más conscientes de que lo más probable era que las cosas que trataban de comprender quizá no eran tan sencillas como podían pensar en un principio. De ahí el valor que el estudio, el pensamiento y el saber, junto con el auxilio profesional, estuviese tan bien tenido en cuenta, entre otras razones.

De la complejidad al simplismo

Mirando nuestro tiempo, podría resultar chocante que, en una época en la que el índice de alfabetización en el primer mundo es integral y en el que el acceso a una educación media y superior es amplio, el enfoque para explicar los problemas, consecuencias y cosas que ocurren en el día a día sea frecuentemente simplista.

Nos sentimos mejor, química y sentimentalmente, cuando reducimos lo complejo a explicaciones simples, por inverosímiles que nos parezcan

¿A qué se debe esta deriva? Hablando de causas, la principal de toda es la irreflexión reinante. El pensamiento precisa de dos circunstancias para florecer: una es tener suficiente tiempo para analizar las cosas y otra la voluntad de aprender, ya sea del supuesto saber de otros o del resultado del esfuerzo propio. Sin embargo, con el aglutinamiento de la sociedad en grandes urbes, repletas de distracciones y donde abunda el trabajo reiterativo y externalizante, esta necesidad ha quedado reducida al mero estudio que, además, está siendo cada vez más instrumentalizado hacia un fin profesional, y no dirigido hacia el aprendizaje por el placer de aprender.

Con la expansión del mundo digital, las distracciones se han multiplicado, incentivando este proceso acrítico. Además, el sobre estímulo de sucesos, la deficiencia en tiempo y la capacidad de atención para pensar conducen a un proceso de agobio mental, precisamente, por la estructura lineal de nuestra asociación neuronal. En otras palabras, nos sentimos mejor, química y sentimentalmente, cuando reducimos lo complejo a explicaciones simples, por inverosímiles que nos parezcan.

Este fenómeno tiene un grave efecto secundario para el acervo común de la sociedad, y es la polarización política. Porque cuando existe un problema (por ejemplo, un auge en la inflación, en el desempleo, etcétera), si no se atiende con serena calma para reflexionar, la seducción hacia el discurso más totalitario que prometa resolverlo se vuelve certera a ojos de la población. Por tanto, la ciudadanía queda a merced de los demagogos en un tiempo democrático, en el que necesitamos abrazar la complejidad natural de cuanto nos rodea para progresar en una dirección ética y correcta, desde único punto de vista universal que existe, el de la verdad.

Otro aspecto distinto es cómo se enfrenta la cuestión de la simplicidad y la complejidad de la casuística en filosofía y en ciencia. Ya en la época de Isaac Newton los primeros científicos se dieron cuenta de que era necesario reducir las causas a las mínimas posibles para explicar un fenómeno con rigor, salvo que la experiencia demuestre que esa explicación sea errónea o incompleta. El estudio del enfoque de la multicausalidad es clave para atender el rigor de un estudio académico, la experimentación científica, el estudio de sistemas complejos o la aplicación de principios físicos o químicos en ámbitos como la ingeniería.

Para reducir la incertidumbre de la complejidad de nuestro cosmos no debemos huir de la multicausalidad, sino atenderla con reflexión, paciencia y trazando vínculos y datos entre causas. O lo que viene a ser lo mismo: si queremos dilucidar como curiosos detectives de la vida antes debemos detenernos para pensar.

 

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