Internacional

Entre este y oeste

En el otoño de 1991, la Unión Soviética estaba en la recta final de su desmoronamiento. Anne Applebaum hizo entonces las maletas y se fue a recorrer los que estaban llamados a ser los restos del imperio. Empezó en el mar Báltico y acabó en el Negro y, de ciudad en ciudad, fue recorriendo los espacios que meses después estarían separados por las nuevas fronteras. Applebaum quería comprender la región y a sus habitantes. De esas experiencias surge ‘Entre este y oeste. Un viaje por las fronteras de Europa’ (Debate), un libro de viajes y crónica periodística que, treinta años después, ayuda a entender el contexto de Europa.

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12
julio
2023

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Peligrosos, liberadores, o quizá ambas cosas: los líderes nacionalistas que derribaron la Unión Soviética tenían dos caras en más de un sentido. Miraban al pasado, a veces a un pasado muy antiguo, para justificar sus actos y legitimar sus reivindicaciones; pero también miraban al futuro, confiando en que, mediante la educación o la represión, la democracia o la guerra, podrían crear nuevos estados a partir de las viejas naciones. Podían hacer el bien o el mal, crear el caos o la paz; pero, en última instancia, la razón por la que volví fue justamente para ver de qué modo sus nuevas ideas afectaban a las personas a las que decían representar, aquellas que otrora se autodefinían como tutejszy. En los días en que declinaba el poder soviético, no mucho después de que tales viajes fueran posibles por primera vez, viajé del Báltico al mar Negro, de Kaliningrado a Odesa, a lo largo de la frontera occidental de lo que hasta hacía poco había sido la Unión Soviética, a través de Prusia Oriental, Bielorrusia occidental y Ucrania occidental, a través de la Rutenia subcarpática, Bucovina y Besarabia.

No fue un viaje fácil. No había guías de la región, ni letreros, ni atracciones turísticas obvias. La mayoría de los edificios y casas más hermosos han sufrido al menos un siglo de abandono. Viajar aquí requiere cierta pasión forense, no una mera afición al arte, la arquitectura o la belleza natural; en las tierras fronterizas hay muchas capas de civilización, y no están ordenadamente superpuestas. Una iglesia medieval en ruinas se asienta en la ubicación de un templo pagano, no lejos de una fosa común rodeada por una ciudad moderna. Hay un castillo en la colina con una iglesia católica a sus pies y una iglesia ortodoxa junto a una sinagoga en ruinas. El viajero puede conocer a una persona nacida en Polonia, criada en la Unión Soviética y que actualmente vive en Bielorrusia, todo ello sin haber salido nunca de su pueblo. Para escudriñar todas esas capas hay que practicar una especie de arqueología visual y auditiva, imaginar cómo era esa población antes de que se colocara la estatua de Lenin en la plaza, antes de que la iglesia se convirtiera en una fábrica y se cambiara el nombre de la calle principal. En las conversaciones, hay que escuchar los matices, adivinar lo que el interlocutor podría haber dicho hace cincuenta años sobre el mismo tema, comprender que por entonces su nacionalidad podría haber sido distinta; saber, incluso, que podría haber empleado otra lengua.

«El viajero puede conocer a una persona nacida en Polonia, criada en la Unión Soviética y que actualmente vive en Bielorrusia»

Cuando llegué, la región había estado más de cuarenta años bajo el hielo de la dominación soviética, y a veces todavía daba la impresión de que el pasado estuviera aplastando al presente. Había días en que parecía que nadie podía hablar de nada que no fuera trágico, como si nadie pudiera recordar nada que no estuviera impregnado de amargura. Pero también había otros días en que, de forma completamente inesperada, me encontraba con alguien que veía el pasado no como una carga, sino como una historia olvidada, que ahora debía contarse de nuevo; días en que me tropezaba con una vieja casa, o una vieja iglesia, o algo inesperado como el cementerio de Lviv, que de repente revelaban la historia secreta de un lugar o una nación. Eso formaba parte de lo que yo buscaba: la prueba de que había cosas hermosas que habían sobrevivido a la guerra, el comunismo y la rusificación; la prueba de que la diferencia y la diversidad pueden superar una homogeneidad impuesta; el testimonio, de hecho, de que las personas pueden sobrevivir a cualquier tentativa de desarraigarlas.


Este es un fragmento de ‘Entre este y oeste‘ (Debate), de Anne Applebaum 

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