Salud

La indefensión aprendida

En algunas ocasiones asumimos que nada de lo que hagamos podrá cambiar la espiral de mala suerte en la que nos encontramos. Pero esta percepción tiene una explicación psicológica.

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13
junio
2023

Al mal tiempo, buena cara. O no hay mal que cien años dure. El acervo popular es fecundo en sentencias que invitan, a medio camino entre el esfuerzo y el pensamiento mágico, a afrontar los problemas con cierto grado de osadía. Sin embargo, en la vida real los problemas que nos afligen son infinidad y nos afectan de muy diferente manera a cada uno de nosotros. No siempre sabemos resolverlos, ni tampoco sucede que tienen una solución satisfactoria. Es entonces, cuando nos enfrentamos a unos condicionantes que amenazan con superarnos, cuando la experiencia pasada cobra una vital importancia.

La indefensión aprendida es uno de los fenómenos habituales a los que los especialistas en salud mental deben enfrentarse cada día. ¿Qué hacer cuando percibimos que estamos siendo vapuleados por la vida? ¿Cómo zafarnos de la agresión? ¿Es posible superar este estado de parálisis?

La investigación sobre qué es la indefensión aprendida comenzó a principios del siglo XX, cuando Iván Pavlov realizó el experimento que le dio la fama: al hacer coincidir el sonido de una campanilla a la entrega de un plato de comida, un perro (o un ser humano) es capaz de crear una relación entre el alimento y el sonido de la campana. Esta clase de condicionamiento ante un estímulo –considerado como «condicionamiento clásico»– está presente, de manera constante, en nuestras vidas, ya sea que lo suframos como un intento de manipular nuestras decisiones o porque suceda de manera accidental.

En 1967, el psicólogo Martin Seligman, junto con su colega Bruce Overmier, ambos de la Universidad de Pensilvania, decidieron realizar otro experimento que intentase aportar luz sobre la depresión, que Seligman estaba estudiando en aquellos momentos. El norteamericano tenía la sospecha de que una parte de los trastornos depresivos podían estar causados por alguna clase de efecto psicológico producido por la relación entre un condicionamiento clásico y un condicionamiento aversivo.

La indefensión aprendida nos convence de que estamos atrapados en alguna clase de espiral catastrofista de la que difícilmente podremos huir

Para intentar probarlo, ambos experimentadores diferenciaron un cierto número de perros en tres grupos. Los sujetos de uno de ellos recibirían un estímulo negativo (una descarga eléctrica), pero se le dotarían de mecanismos para poderlo eludir. Los de otro grupo recibirían el mismo estímulo que los sujetos del primer grupo, con la diferencia de que hicieran lo que hicieran no podrían escapar a él. Un tercer grupo de canes serviría como grupo de control para el experimento. Una vez fueron sometidos los sujetos de cada grupo a sus respectivas experiencias, los animales tuvieron que realizar una misma prueba que estaba relacionada con una determinada manera de obrar. De lo contrario, recibirían la descarga eléctrica.

El resultado asentó un antes y un después en la comprensión del conocimiento humano y de los grandes mamíferos. Los perros del grupo que pudo encontrar la manera de evitar las descargas eléctricas se esforzaron por resolver exitosamente la prueba. Parecido obraron los sujetos del grupo de control. No sucedió así con quienes habían experimentado que hiciesen lo que hiciesen sufrirían el mismo mal: quedaron detenidos, acurrucados, esperando la descarga eléctrica sin ofrecer la menor resistencia.

A este fenómeno, Seligman y Overmier lo llamaron «indefensión aprendida». Sucede cuando nos enfrentamos a un estímulo (suceso, acontecimiento o circunstancia) que perdure en el tiempo y ante el que hayamos asimilado una situación de absoluta indefensión. Es decir, que nada de cuanto pensemos y hagamos para tratar de paliar las circunstancias que nos son negativas va a ser capaz de cambiar las cosas. Esta actitud explicaba multitud de situaciones en las que existía pruebas fiables de parálisis en la conducta. Por ejemplo, en soldados traumatizados tras la experiencia de la guerra, en personas que han sufrido abusos en la infancia o en situaciones más cotidianas, como ante el fracaso reiterado, frente a un contexto en el que creamos que no existe manera de escapar de él y también cuando se sufre una mala racha y nos convencemos de que estamos atrapados en alguna clase de espiral catastrofista de la que difícilmente podremos huir.

Los efectos de la indefensión aprendida

Al quedarnos «paralizados» frente a una adversidad ante la que creemos que nada podemos hacer, el primer cambio que se produce es el motivacional. No se actúa o se tarda en actuar ante estímulos diferentes al que creemos no poder superar. La percepción de nuestra voluntad, de la capacidad que poseemos para influir en nuestra vida y en nuestro entorno, se disipa o se degrada hasta niveles peligrosos para el propio equilibrio mental del individuo.

Ejercitar la confianza en nuestra capacidad de reflexión es fundamental para sobreponerse a la indefensión aprendida

El segundo efecto sucede a nivel cognitivo: es frecuente observar una dificultad para admitir que posteriores acciones generan efectos diferentes al traumático. La última variación es emocional generando trastornos de ansiedad y depresión. Además, existen efectos bioquímicos inmediatos: incremento del cortisol, alteraciones de otras hormonas y neurotransmisores, propensión a contraer algunos tipos de cáncer, entre otras afecciones.

Los estudios han determinado que para eludir la indefensión aprendida es importante aprender previamente a escapar de ella. Si a un sujeto se le entrena para reforzar la experiencia de que la acción genera casi siempre consecuencias beneficiosas es más difícil caer en este dañino estado psicológico. También es posible corregir la percepción de incapacidad para actuar frente a un problema trabajando la confianza en el intelecto y en el análisis de las relaciones de causa y efecto. No obstante, el origen del estado de indefensión aprendida es múltiple: desde experiencias traumáticas del sujeto hasta situaciones emocionales, trastornos de autopercepción y, por supuesto, cambios bioquímicos que deben ser tratados más allá de metodologías conductuales, es decir, mediante tratamiento farmacológico.

La clave, en cualquier caso, termina sintetizándose en el miedo ante las circunstancias que nos afectan. Y para suavizar sus efectos tenemos una herramienta trascendental: ejercitar la confianza en nuestra capacidad de reflexión.

 

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