Opinión

La España vacía como insulto

Interpretarla de este modo seguramente responda a una lectura literal (y malintencionada) del concepto. Al fin y al cabo, ‘La España vacía’ no fue tan solo un capricho romántico: fue una forma de afirmación personal.

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01
junio
2023
‘Mont Sainte-Victoire’ (c. 1892-1895), por Paul Cézanne.

Iba conduciendo por la España vacía y escuchando Radio Clásica con mucho placer. Entrevistaban en La hora azul, el programa literario, a César-Javier Palacios, coautor de la guía De pícnic por España (Geoplaneta). Seguía su conversación con Jon Bandrés sobre el Bidasoa, la Gomera, rincones de Soria, la Zamora que queda más adentro de Sanabria y algunos otros sitios muy queridos y que conozco bien por mis vueltas y revueltas por el país. Hasta que, sin venir mucho a cuento, me tropiezo con este alegato del entrevistado: «Cuando hablamos de España vacía me parece casi un insulto, porque no es cierto que la España esté vacía. Eso que llamamos España vacía es una España que está llena de vida, llena de gente haciendo cosas fabulosas, llena de pueblos, llena de naturaleza, y los que somos vacíos somos nosotros, los que vivimos en las ciudades y nos hemos olvidado de estos sitios donde todavía la calidad es fantástica».

Estoy acostumbrado a la agresividad de las redes sociales y al hooliganismo ambiental del país, donde cada cual busca su afrenta, y me he desayunado muchas mañanas con la cantinela de que la España vacía es un insulto. A menudo, sin el «casi» misericordioso que le antepone Palacios. Muy pocas veces, sin embargo, lo he encontrado en la voz de personas cuyo trabajo y criterio estimo. Sobre todo, teniendo en cuenta que el coautor del libro que estaba promocionando es Antonio Sandoval, un naturalista, ornitólogo y escritor excelente con quien coincido en mis veranos en Galicia (se dedica a contar aves muy cerca de donde yo anido en agosto), que tuvo la gentileza de presentarme en Coruña mi ensayo Contra la España vacía y con quien he conversado con placer sobre el paisaje y la gente que lo ama y lo construye con palabras. No conozco a Palacios, pero sí su trabajo, y si es amigo de Sandoval, tampoco puede ser un mal tipo. Por eso estuve a punto de parar el coche, sacar el ordenador y ponerme a escribir. No lo hice, con la idea de que el paso de los días disipara mi perplejidad. Como esta no ha hecho sino aumentar, finalmente, me he puesto a hacer algo que casi nunca hago: responder. Aunque no sé si esto es en rigor una respuesta, pues César-Javier Palacios no citó mi nombre, pero me cuesta mucho no darme por aludido.

El agravio es libre y tiene notable prestigio en el mundo de hoy. Si uno quiere sentirse insultado, casi cualquier cosa le sirve. Como en el episodio navideño de la serie autoparódica de Larry David en el que se usa «Merry Christmas» como insulto: «Merry Christmas!», le grita a David un personaje, con tono muy agresivo, como si le mentara a los muertos. Y David responde: «No, no, sir, Merry Christmas to you!», devolviéndole el insulto amplificado. Interpretar la España vacía como un insulto solo puede responder a una forma muy retorcida de leer, lo que Umberto Eco llamaba decodificación aberrante. Una lectura literal del adjetivo vacía que no se aperciba de su intención poética y reacia a cualquier pretensión de descripción realista solo puede ser malintencionada o trastornada. Como no creo que Palacios sufra ninguna de las dos cosas, prefiero no especular sobre sus razones para emitir un juicio tan impropio de quien trabaja con el lenguaje, pero no me resisto a llevarlo a un terreno emocional: cuando dice que la España vacía es un insulto, yo sí me siento insultado.

«El agravio es libre y tiene notable prestigio en el mundo de hoy: si uno quiere sentirse insultado, casi cualquier cosa le sirve»

No voy a hablar del impacto de mi libro, de los debates que ha propiciado o de la influencia que ha ejercido en muchos ámbitos, también del poder (acaba de salir en Italia, por cierto, un libro titulado L’Italia vuota, por lo que la franquicia ya es internacional). Hablaré tan solo de lo que significa para mí, para que se entienda –quien quiera entenderlo– lo que supone leer afirmaciones de ese tipo.

La España vacía es un ensayo literario en el que exploré las obsesiones de una vida. Como todas las obras personales, está hecha de la misma sustancia que su autor. No contiene sólo el tiempo invertido en documentarme, viajar y escribir, sino toda una vida de observación y cariño hacia un paisaje y una realidad. En La España vacía hay tantos madrugones como los que Palacios y Sandoval acumulan para contar aves migratorias al alba, hay un kilometraje incontable e imposible de facturar, hay horas y horas de conversaciones y también de silencios, de trato con un montón de personas en muchos pueblos, de crónicas escritas contra el sentido común y el interés general. Son muchos años de afinar la mirada y de empeñarse en narrar historias que no le importaban a nadie, en sitios que no despertaban la menor atención y sobre asuntos que los redactores-jefe y los editores despreciaban sin disimular la burla. La España vacía fue una forma de afirmación personal: cuando defendía la importancia de estas cuestiones, nadie más me seguía, porque se consideraban periclitadas, muy menores e incluso cursis. De hecho, sólo hubo una editora lo bastante sagaz o lo bastante temeraria como para creer en su importancia: Pilar Álvarez, hoy directora de Alianza. Para el resto de los prebostes culturales y periodísticos, La España vacía era tan solo el capricho de un romántico un poco atolondrado que prefería perderse por caminos secundarios en vez de ir por la Gran Vía como todo el mundo.

No había nada epatante, bombástico, chic o cool en mi esfuerzo por ordenar y moldear literariamente un conjunto de pensamientos sobre el paisaje, los imaginarios rurales, la historia de desprecio hacia el campesinado y la influencia profunda de los éxodos y los desequilibrios demográficos sobre la España contemporánea. Si alguien se asoma a ese libro y concluye que puse lo mejor de mí mismo, lo mejor de mis palabras, lo mejor de mi pensamiento y lo mejor de mi mirada al servicio de un insulto, solo puede hacerlo desde un ánimo difamatorio. ¿De verdad cree alguien como Palacios que he dedicado años de esfuerzo a insultar a los habitantes de las regiones poco pobladas? ¿De verdad cree que cuando recorría Las Hurdes y analizaba la prosa de Maurice Legendre, o cuando reactualizaba el paisajismo de Azorín, o cuando rastreaba la herencia cultural del carlismo, o cuando me imaginaba a Bécquer soñando brujerías en Veruela, o cuando conectaba la rabia juvenil y arrabalera del rock urbano con el desarraigo de los éxodos rurales, o cuando analizaba las penas del Pijoaparte, o cuando desentrañaba los mecanismos del humor rural, o cuando glosaba el imaginario campesino de Delibes, de verdad cree Palacios que me tomé todas esas molestias con el solo propósito de insultar a unos pobres señores de la provincia de Cuenca? ¿Qué clase de sádico trastornado creen que soy quienes proclaman que la España vacía es un insulto?

Si mi intención hubiera sido insultar a alguien, no me habría dejado la salud y las dioptrías componiendo un libro que a lo mejor (o muy probablemente) no leería nadie. Me habría bastado con relajarme y soltar una ocurrencia en una entrevista por la radio.

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