Cultura

Del rock al reguetón

Puede que la idea no convenza a algunos puristas, pero el reguetón no es más que el último capítulo de una historia más larga: la de la evolución de la música popular y la de la danza como una pieza fundamental de la rebeldía juvenil. Como antes lo hicieron el rock, el disco o el ‘swing’, los pasos de baile permiten romper con los obsoletos convencionalismos de los padres. Hasta que llega una nueva generación y una nueva música de moda.

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13
junio
2023

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Cuando Little Richard gruñó por primera vez «auambabuluba balambambú», no hizo falta más. Un grito, un alarido, una onomatopeya, un cohete como salido del pecho, el verbo sin el verbo, la carne en el asador y el fuego en el cuerpo. Little Richard había definido lo que era indefinible. ¿Cómo nombrar algo que no existía aún? ¿Cómo capturar un rayo de electricidad invisible? El melocotón de Georgia lo consiguió. «Auambabuluba balambambú» era el rock’n’roll, una palabra que no era nada y lo era todo, con ese sonido de vientos eufóricos, guitarras ruidosas y un piano machacón, como un tren de mercancías pletórico de alegría. Corría el año 1955 y las pistas de baile se incendiaron. Como dijo Keith Richards: «Fue oír “auambabuluba balambambú” y para millones de adolescentes el mundo pasó del blanco y negro al technicolor». Bailar rock’n’roll –un término que hace referencia a los movimientos de mecerse y rodar– era formar parte de otro lugar más colorido, donde se dinamitaban los convencionalismos de la puritana moral anglosajona.

Esto no quiere decir que antes no se bailase. El baile es más antiguo que la palabra en el ser humano. Sin embargo, rockanrolear significaba escapar al control parental, al sistema y al orden social dentro de una eclosión: la de la cultura juvenil. Esta huida, con gloriosos ritmos frescos, hacia otro territorio tenía precedentes en la era del swing. Las décadas de los treinta y cuarenta habían popularizado el baile social a través del jazz. El charlestón o bailes animales como Bunny Hug, Grizzly Bear o Turkey Trot se iban absorbiendo hacia el espíritu que reflejaban las grandes orquestas del swing. Todo derivó en un estilo creado en la mítica sala Savoy de Harlem: el lindy hop, o también llamado jitterbug, con orígenes afroamericanos de blues, como pasó en el posterior rock’n’roll. Su mayor representante fue la bailarina Norma Miller.

Sin embargo, el rock’n’roll y la cultura juvenil abrieron posibilidades de todo tipo para que los jóvenes encontrasen su lugar a través del baile. Fue histórico. A partir de la segunda mitad del siglo XX, la pista de baile sustituyó al bar y fue el sitio de evasión. De esta forma, la relación entre el baile y las clases populares se estrechó hasta dar sentido al shake, menéalo, que cantaban Sam Cooke y Otis Redding en la canción del mismo título. Menearse como expresión y disfrute de libertad frente a la opresión, la segregación o el control. Incluso bailar como posibilidad para no morir de asco en entornos grises, pobres o abandonados.

A partir de la segunda mitad del siglo XX, la pista de baile sustituyó al bar y fue el sitio de evasión

En el Reino Unido, surgió a finales de los sesenta todo un movimiento de jóvenes que bailaban frenéticos a ritmo de anfetamina y soul. Fue lo que se conoció como nothern soul, una escena que se desarrollaba sin descanso con los clásicos y las joyas ocultas de Motown, Stax y demás casas alternativas de R&B, blues eléctrico y protoreggae. El objetivo era música de sangre negra capaz de romper las defensas. El club más mítico se encontraba en Manchester: Twisted Wheel. La hermandad en la pista se hacía a base de sudor, drogas desinhibidoras y horas y horas de mover el cuerpo en todas direcciones para olvidar la triste realidad de lunes a viernes.

Sucedió igual en los años setenta en Nueva York con el esplendor de la música disco. Mucha licra, laca y maquillaje para que todo fuera excesivo y brillante. La música disco acogía especialmente a todos aquellos que no se adaptaban a los mandatos de género que imponía la sociedad. El movimiento gay encontró en la discoteca su espacio de reivindicación y Studio 54 era su referente. La pista de baile se convirtió en un lugar de liberación sexual, donde el deseo y el hedonismo no tenían que ir acompañados por la culpa o el desprecio.

La pista de baile se convirtió en un lugar de liberación sexual, donde el deseo no tenía que ir acompañado por la culpa o el desprecio

Desde entonces, más que nunca el baile se entendió como libertad contra las estrecheces del sistema y la alienación. Nada lo ejemplificó mejor que lo que se conoció a finales de los ochenta en el Reino Unido como El segundo verano del amor, es decir, el movimiento acid house que a través de la electrónica marcaba, como con el movimiento hippy de los setenta, una nueva filosofía de amor, fraternidad y ruptura con las cadenas del conservadurismo. En la campiña, en las naves abandonadas o en medio de la nada, las raves habían llegado para quedarse y crear toda una cultura underground. Esta religión pagana de las free parties acabó desarrollando los actuales festivales y macrofiestas, que quedó pervertida por el negocio. Bajo toda esta estela de evolución del baile, se dio en España en los noventa la archiconocida –y mal comprendida por el ciudadano medio– Ruta del Bakalao, concentrada en Valencia y alrededores con una cultura de DJ impresionante.

Y, con todo, si hay algún lugar en el mundo donde la música es inseparable del baile, es en Latinoamérica y, más concretamente, en la región caribeña. La salsa explotó en los setenta y transformó el mundo entero. Tuvo su precedente con el chachachá cubano y el mambo, pero con la salsa se llegó a la magnificencia de dar rienda suelta al cuerpo en pareja. Ritmos que sudan, que flirtean, que llaman a la carne ajena. De ese movimiento provocador salió el reguetón, que, derivado del rap latino y desde lo callejero, ha terminado por conquistar el pop mundial. Perrear es evadirse de la pobreza, la exclusión o la indiferencia, pero también adueñarse de un territorio imaginario. O algo más simple: pasarlo solamente padrísimo, chévere o macanudo. Es decir, la función más primitiva y necesaria de lo que siempre ha significado bailar, que es como gritar: «¡Auambabuluba balambambú!».

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