Cultura

Conversando con Hitchcock

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14
junio
2023

Hay gente a quien resulta imposible no reconocer. Orondo, imponente y tan ventrudo que apenas cabe entre el sillón y la mesa, Alfred Hitchcock me está esperando en el restaurante madrileño donde le he citado, en plena calle de Alcalá, en la recién inaugurada ‘Food Hall’ de la galería Canalejas. Va de traje negro, con camisa blanca y corbata. Debe tener decenas de trajes iguales. Y fuma un puro grueso, como los que le gustan. Es lo bueno de entrevistar a los muertos: nadie parece darse cuenta de que el humo llena la esquina. A su lado, una mujer menuda, con ojos inteligentes detrás de sus gafitas, pelirroja y retraída, me sonríe según tomo una silla libre justo enfrente.


Buenos días, señor Hitchcock. Me alegro de que haya aceptado concederme esta entrevista. Estoy arrancando mi colaboración con Ethic, y necesitaba un personaje de altura. Un cineasta dandi como usted, que además es quizás el cineasta más influyente del siglo XX, y un gran fetichista, resulta ideal.

The pleasure is mine. Go ahead –dijo, con su acento cockney y una pronunciación pausada–. Esta es Alma, mi mujer. Ella y yo nunca nos separamos. Ha sido mi colaboradora en todas mis películas. The ‘Madame’, I like to call her. Igual ha oído hablar de ella.

Todos los cinéfilos sabemos la importancia que tuvo su esposa, a quien conoció como guionista cuando trabajaba para Famous Players-Lasky, su primera productora.

Ella es el genio en la sombra. No pongas esa cara, Alma. No te restes importancia… –Hitchcock le da una calada tremenda a su puro–. Y usted pregunte. Yo contestaré lo que me dé la gana. Ya sabrá que soy dado a las bromas.

Lo sé. Por eso me impone usted tanto. Lo primero, ya que está aquí Alma, la verdad es que me sorprende que sea pelirroja. Lo digo porque a usted ya sabe que siempre se le ha considerado como el gran fetichista de las rubias…  

Oh, my dear boy! ¿Y si solo resultase que las actrices más cotizadas de mi época fuesen rubias?

¿Me está diciendo que su elección de Kim Novak en Vértigo, de Grace Kelly en La ventana indiscreta, de Janet Leigh en Psicosis o de Tippi Hedren en Marnie, no respondía a un patrón sicológico suyo, a una fantasía fetichista del director?

Le estoy diciendo que eran las estrellas que pedía el público americano de la época, y yo jugaba con ese gusto. Di a la audiencia lo que quería. De hecho, las dos veces que intenté no hacerlo, con La soga y Atormentada, fracasé. Siempre he sido muy consciente de que había que darle al público lo que estaba pidiendo: estrellas, emociones, suspense, sensaciones…

Y erotismo. Sus películas bordearon los límites de la censura. Si el código Hays imponía como máximo cinco segundos para un beso, usted se las apañó en Encadenados para que Cary Grant e Ingrid Bergman se dieran un lote eterno, enganchados sin soltarse durante tres minutazos. Eso sí, sin que durara más de cinco segundos cada uno de los sucesivos besos…

Es una de mis escenas favoritas, desde luego. Ja, ja.

En cuanto podía, usted se saltaba las normas. Y se nota que le gustaba sacar a las mujeres ligeritas de ropa. Yo creo que a nadie se le olvida el arranque de Psicosis con una Janet Leigh espléndida en sujetador que besa a su compañero (John Gavin) con enorme sensualidad. O a esa incitante Grace Kelly echada en la cama del apartamento de La ventana indiscreta, con James Steward en su silla de ruedas de fondo. Por no hablar de todos los modelitos que le puso a Grace Kelly para deleite del espectador en Atrapa a un ladrón. Admitirá usted que a sus protagonistas las sexualizaba mucho.

Grace Kelly era una mujer bellísima. Había que aprovecharlo.

Si oficio era darle todo lo que necesitaba al público, supongo. Incluido la sensualidad.

Es que el cine es un arte de masas y hay unos ingredientes que el público siempre quiere ver en una película. Uno es el erotismo. Otro es el amor. La historia de amor es imprescindible. La mitad de mi público eran mujeres. En mi época, los hombres que llevaban a sus chicas al cine siempre iban a la película que ellas querían ver. Y había que darles esa historia de amor. De hecho, una película sin ella rara vez funciona. La ventana indiscreta, por ejemplo, empezó a funcionar cuando al guionista se le ocurrió que la figura de la cuidadora, que no está en la novela original, fuese Grace Kelly y que tuviese una historia de amor con James Steward.

Pero me concederá que todos los argumentos que manejó, que en general eran de novelas populares, negras o pulp, eran algo secundario. Un MacGuffin, utilizando su propio término. A usted no le interesaban los conflictos, la trama. Para usted era una excusa para encadenar una serie de imágenes potentes,  sugerentes.

Hombre, es que el cine es ante todo imagen. No se olvide que yo empecé trabajando en el cine mudo, en Inglaterra. El cine mudo tenía una manera de contar las historias ya muy acabada cuando llegó el sonido, y de repente se tiraron por la ventana muchos de sus recursos. Fue un gran error. Yo aprendí mucho del cine mudo.

¿Podemos decir que para usted el argumento no era más que un collar que le servía para alinear imágenes?

Digamos que yo he tenido siempre una inteligencia eminentemente visual. Todas mis películas las visualizaba de antemano. Las dibujaba en mi storyboard. Para mí era la parte más creativa del proceso, la que más disfrutaba. Por eso me llevaba tan mal con los actores, porque cuando yo ya tenía compuesta mi película, ellos se empeñaban en sacar a sus personajes de mis encuadres, y me destrozaban todo.

De ahí que usted definiera a los actores como ganado.

Alguna vez lo dije. Y no me arrepiento. Mi dirección de actores era minimalista, fina. A mí la pregunta que me gustaba que me hicieran era cómo, no por qué. Cuando las cosas iban bien, no decía nada. Y esperaba que me preguntaran poco. Por eso me gustaba trabajar con estrellas como Cary Grant o Ingrid Bergman. Porque sabían lo que tenían que hacer, no hacía falta masajearles el ego. Yo era un profesional de lo mío y esperaba que ellos fuesen profesionales de lo suyo. Cuando lo eran, no había problema.

Todo abunda en mi sentido: su talento estaba en la plasticidad de sus imágenes más que en los personajes o los argumentos. Si se cogieran fotogramas de sus principales películas, estará de acuerdo en que podría hacerse una exposición potentísima.

Me halaga usted. Es cierto que a mí siempre me interesó el arte, y que la plasticidad de las imágenes es uno de los recursos fundamentales del director de cine. Ahí es donde se convierte en autor, como hubiera dicho mi querido Truffaut…

Que fue quien primero se dio cuenta de que usted era un director con mayúsculas. Hasta ahí, a usted se le consideraba un Agatha Christie de la imagen.

Nunca me dieron un Oscar, es cierto.

Y sin embargo hay un sinfín de secuencias suyas que aún perduran en la memoria colectiva: aquel plano en el que Norman Lloyd se cae de la Estatua de la libertad, la persecución de Cary Grant y Eva Marie Saint por lo alto del monte Rushmore, la casa de Norman Bates o la escena de la ducha en Psicosis, los ataques de aves en Los pájaros, los recorridos en coche por San Francisco y la iglesia fálica en Vértigo, el abrigo blanco de Kim Novak… Más allá de lo que usted contaba o los recursos técnicos innovadores, esas imágenes se han convertido en iconos culturales que han sido reproducidos en el cine mil veces por imitadores suyos. 

Sí. Estoy muy orgulloso de esas escenas. Y del vestuario. Yo mismo dibujé y luego fui a comprar ese abrigo blanco que lleva Kim Novak en Vértigo. Y como no me gustaba la ropa de Eva Marie Saint, la llevé de compras a Bergdorf Goodman, en Nueva York. También compré ropa para Alma, ¿no es cierto, cariño? Y para Pat, mi hija. Me gusta vestir a las mujeres. A los actores, menos. Con Cary Grant tuve un problema y fue que estaba mucho mejor vestido que Leonard, su antagonista en Con la muerte en los talones. Y yo necesitaba que Leonard estuviese a su altura. Por eso llevé a Martin Landau a la misma sastrería de Wilshire Boulevard, en Beverly Hills, a la que iba Cary Grant. Sin decírselo, claro. Pero Cary se dio cuenta enseguida y envió a su amigo…

A su novio.

Entonces se decía amigo. Lo envió a preguntarle a Martin que donde había sacado el traje que vestía. Le dijo textualmente: «Solo hay dos sastres en el mundo capaces de hacer un traje como ese. Uno está en Beverly Hills, otro en Hong Kong». Y Martin tuvo que confesar, claro. Cary Grant era tremendo.

Dicen que era quien mejor andaba en el cine.

Quien mejor andaba, quien mejor memorizaba sus líneas, quien estudiaba todas las tomas para saber en qué ángulos salía más favorecido. Su cuerpo era su herramienta de trabajo. Él lo conocía perfectamente, y comprendía la fotogenia. Ha habido pocos actores tan profesionales. Por eso nos llevábamos bien.

Todo incide en su fetichismo, su pasión por la ropa y los objetos.

Es que los objetos son algo primordial en el cine y yo he sabido jugar con todo: llaves, cuchillos, bolsos, vestidos, pistolas, esposas. Quien no lo entienda y dirija cine, se ha equivocado de trabajo. Son tan importantes, a veces, como los rostros y los cuerpos.

Por último, usted mismo se convirtió en un icono. Hitchcock nunca aparecía sin traje en un rodaje. ¿Era parte de su dandismo?

No olvide que soy inglés y que nací en los albores del siglo XX. Era una cultura, la eduardiana, muy estricta. Para mí, aparecer trajeado ante los demás es una manera de respetarse a uno mismo. Me gustaba que la gente de mi equipo se trajease. No lo exigía, pero ellos lo entendían y casi todo el mundo, a mi alrededor, respetaba ese código.

Sus cameos en sus películas, y su silueta en la serie de televisión Alfred Hitchcock presenta, se han convertido en parte de la cultura visual del siglo XX, al mismo nivel que el Charlot de Charlie Chaplin o El gordo y el flaco. ¿Cómo se le ocurrió eso?

Pues empezó cuando trabajaba todavía en Inglaterra. De vez en cuando, si fallaba un actor secundario, había que suplirle. Los directores lo hacíamos. Éramos chicos para todo. Pero fue la televisión la que me hizo definitivamente famoso. Alfred Hitchcock presenta, y después La hora de Alfred Hitchcock. A partir de entonces, ya no podía salir de casa sin que alguien se me acercase a pedir un autógrafo…-dice.

[En ese momento, uno de los camareros, que lleva un buen rato observándonos, se acerca a nuestra mesa. Es que le acabo de reconocer, señor Hitchcock. Es usted una eminencia para gente como yo que quiere ser actor. He visto todas sus películas. ¿Le importaría firmarme un autógrafo en esta servilleta?

Hitchcock esboza una enorme sonrisa:«Of course». Sacándose un bolígrafo del bolsillo interior del traje, dibuja su archifamosa silueta y, abajo, firma: «Alfred Hitchcock».

Me pareció el momento ideal para apagar la grabadora].

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