Cultura

Contra la originalidad: por qué narrar bien una historia es suficiente

La originalidad es un valor moderno. La sociedad de consumo ha convertido en un valor de venta lo nuevo y con ello obliga a estar siempre en busca de nuevas ideas.

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02
junio
2023

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Si echamos la mirada atrás, debemos reconocer que la originalidad es un valor moderno, previamente inexistente o infinitamente menos relevante de lo que ha sido en los dos últimos siglos aproximadamente. Original sería aquella persona que sirve de origen a diversos hechos, o que interpreta y enfoca la vida desde unos parámetros propios, nativos.

La propia etimología de la palabra nos conduce al latín origo, que viene a significar comienzo y está vinculado al verbo oriri, es decir, surgir, nacer, levantarse, aparecer. Es original, generalmente, aquel que entiende la realidad desde su propio ser, sin imitar a otros. Como decía Erich Formm, por otro lado, que uno sea original no implica que sea el primero en pensar o realizar algo, sino que ha llegado a una conclusión por sus propios medios. Un ejemplo de esto lo encontramos en una película de Mickey Rooney en la que encarna al joven Thomas Edison. En ella, el joven inventor crea la nitroglicerina de motu proprio, aunque esta ya había sido inventada con anterioridad. De hecho, en el año del nacimiento del propio Edison: 1847.

Ese necesidad de ser diferente a los demás está muy vinculada a una noción individualista de la vida, una forma de entender la existencia típicamente moderna. En la Edad Media, por ejemplo, el sujeto se entendía solo como parte de un colectivo, de una familia, una comunidad, un gremio. La importancia de ese individualismo es la base, además, de la moderna filosofía del sujeto y el subjetivismo, que cobra particular relevancia a partir de Kant, al menos en Occidente. La necesidad de ser original, por otra parte, es un producto típico de la sociedad de consumo, «ávida de novedades», como diría Heidegger.

La sociedad de consumo está siempre necesitada de ofrecer productos novedosos, o aparentemente tales, para que la venta sea más ágil, puesto que la gente, en tal contexto, tiende a querer consumir productos que supongan una novedad con respecto a sus predecesores. La novedad se convierte, así, en un valor de venta, un atractivo para el comprador. En una sociedad de consumo, a su vez, las propias personas y sus productos (que incluirían los productos culturales) tienden a presentarse como bienes de consumo, por lo que el sujeto aspira, también, a venderse como alguien original, novedoso, alguien jamás contemplado con anterioridad.

La sociedad de consumo está siempre necesitada de ofrecer productos novedosos y la novedad se convierte en valor de venta

A esto hay que añadir que, en tal contexto moderno, y aún más en el posmoderno, la necesidad de distinción (fruto de una vida masificada en la que las necesidades básicas han sido satisfechas) cobra particular relevancia. Solo lo diferente puede ser reconocido entre un océano de sujetos, y ese ser reconocido por otros es una necesidad humana de raigambre atávica. El ser original y único, pues, se convierte hoy en un valor de radical importancia.

No ocurría así en la Antigüedad precristiana, por poner un ejemplo paradigmático. En dichos tiempos, las representaciones estéticas seguían una serie de arquetipos; los autores, artistas y grandes figuras imitaban unos determinados cánones sin reticencia alguna. Cuando surgió la arrebatadora individualidad de Alejandro Magno (llamado Magno a posteriori por los romanos, que en siglos ulteriores oían hablar de él de boca de los mismos pueblos que él conquistó con anterioridad), todos los grandes dignatarios que aspiraban a esculpir su propia individualidad en mármol o metal lo hacían imitando los rasgos que caracterizaban a Alejandro, entre ellos, su pose y cabeza ligeramente inclinada hacia la izquierda.

Curiosamente, esa forma concreta de imitación ha seguido vigente hasta bien entrada la modernidad, cuando la estrella de rock Jim Morrison también inclinaba la cabeza del mismo modo en fotografías de los años sesenta e hizo cortarse el pelo a imitación de una imagen del rey macedonio sacada de un libro de historia. Este último dato denota que la originalidad hoy imperante es, en realidad, fruto de una serie de elecciones o de imitaciones menores que sirven para amalgamar y alumbrar un sujeto considerado especial u original.

Esta necesidad moderna de destacar siendo diferente u originario parece haber cobrado excesiva relevancia, llevando a muchos artistas y autores a producir rarezas o excentricidades con la sola intención de parecer especiales y únicos. Pero, quizás ese no sea el verdadero quid de la cuestión en el terreno del cine, la literatura o la pintura. Quizás lo más relevante sea, únicamente, saber hacer, saber narrar una historia, crear una representación que seduzca al que la contempla. No cabe duda, por otro lado, de que la persona original lo es siempre de modo semi-inconsciente, y que nadie será estimado como tal si se esfuerza en parecerlo.

El ser original, una aptitud sobrevalorada aunque real, es siempre un fruto espontáneo de la personalidad. El alumbrar ideas, actitudes y acciones poco comunes no puede ser nunca producto de una meditación o esfuerzo estratégico-racional. Como cualquier aptitud humana, la originalidad está vinculada a una falta de empeño, a una destreza natural, y dicha naturalidad emana siempre sin esfuerzo, de manera instintiva, involuntaria. Además, como ya hemos remarcado, la originalidad es tan solo un rasgo valioso entre tantos que debe atesorar todo artista, autor o pensador, no el elemento capital y central en la producción de una de tales identidades o figuras. Quizás lo más importante sea hacer las cosas bien, sin que estas sean necesaria o radicalmente singulares.

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