Educación

Un crucero para surcar la educación

El crucero por el Mediterráneo que se organizó en 1933 fue un hito de la política educativa de los años republicanos, pero también significó la culminación de una filosofía sobre cómo debía ser la enseñanza.

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09
May
2023

El 15 de junio de 1933 salió del puerto de Barcelona el barco Ciudad de Cádiz, una nave que recorrería durante las siguientes semanas el mar Mediterráneo. A bordo viajaban un centenar de tripulantes de la naviera –desde el capitán a un par de trabajadoras que daban servicio de lavandería– y casi dos centenares de viajeros. Eran profesores y, sobre todo, estudiantes universitarios: aunque no lo sabían, iban a formar parte de un viaje de estudios histórico. 

La iniciativa del crucero, como explican en El sueño de una generación, el ensayo que Francisco Gracia Alonso y Josep Maria Fullola i Pericot dedican al viaje, está muy conectada con la voluntad de reforma educativa de la época. La idea, escriben los historiadores, «había sido inicialmente fruto de la colaboración entre el Ministerio de Instrucción Pública y la Facultad de Filosofía y Letras» de la Universidad Complutense de Madrid. Con todo, al final acabó siendo «una empresa personal ideada por García Morente [el decano] y el ministro Fernando de los Ríos». 

El viaje universitario conecta mucho con las ideas sobre la educación que había traído la II República, pero también con la tendencia de renovación por la que llevaban apostando algunos organismos desde hacía décadas. De este modo, la filosofía que lo sustenta es similar a la que apuntalaba las estancias de aprendizaje de la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas (JAE), que desde 1907 enviaba a universitarios otros países con el objetivo de ampliar conocimientos. Detrás de ambas está la huella de la Institución Libre de Enseñanza, el proyecto pedagógico que fue el punto de partida para la gran transformación educativa en la España de hace un siglo.

El viaje conecta mucho con las ideas sobre la educación que había traído la II República, pero también con la tendencia de renovación general de otras instituciones

Por tanto, el crucero por el Mediterráneo no se veía como un viaje de placer –una suerte de paso de Ecuador vintage– sino como un elemento más de la educación de los universitarios y universitarias –ellas también estaban, otra muestra más del estilo de los tiempos– que participaban. El recorrido fue seleccionado prestando atención a su valor educativo: los participantes seguían una intensa agenda que los llevaba a ver museos, ruinas arquitectónicas de valor o a contactar con los demás pueblos de la cuenca mediterránea. Así, los cruceristas se adentraron en la antigua Cartago (decepcionante, según sus testimonios), subieron hasta la Acrópolis en Atenas (que el gobierno griego iluminó en su honor, a pesar de que no se hacía por los recortes para reducir el gasto) y recorrieron Jerusalén, entre otras cosas. Por supuesto, también hablaron con los universitarios de los países visitados y con las comunidades sefardíes de varias ciudades.

«Desde ahora, mi vida se divide en dos partes: antes y después del viaje por el Mediterráneo», escribía Isabel García-Lorca, escritora y hermana del poeta, a su familia en el último tramo del trayecto. «Ha sido un buen final de carrera y una de las cosas más principales de mi vida, algo que yo no habría ni pensado por creerlo irrealizable», añadía. En un mundo en el que no había aerolíneas low-cost dejándote en Atenas por 20 euros, el alcance del recorrido es impresionante. Para los participantes, el viaje les permitió concentrar en un verano una sucesión de destinos icónicos que habían formado parte de su educación teórica hasta entonces. 

Esto fue lo que hizo que la experiencia adquiriese una suerte de cariz casi mítico, algo reforzado por el hecho de que entre sus estudiantes viajeros se encontrase parte de la élite intelectual de las siguientes décadas, como Julián Marías. Solo hay que echar un vistazo a la lista completa para descubrir que no es difícil identificar nombres y apellidos. Como explica El sueño de una generación, en un solo barco se juntaron tres generaciones de investigadores. 

Por supuesto, para quienes participaron en el trayecto, el viaje no solo tuvo ese cariz educativo: al fin y al cabo, eran veinteañeros y aquella era una experiencia única. Gracia Alonso y Fullola i Pericot recuperan no pocas anécdotas sobre escapadas nocturnas –por mucho que el decano insistiese en que todo el mundo se quedase en el barco por las noches–, fiestas, romances y amistades. «Este viaje sirve tanto como la carrera, no por los conocimientos que sacas de las cosas, sino porque todo lo que has visto se te queda dentro y notas que eres mucho más persona», escribía entonces Isabel García-Lorca.

Además, el propio crucero tenía también, como apuntan los expertos en su libro, un cierto valor político: era una carta de presentación de la joven república y de sus ideales, enviando como embajadores a un grupo de intelectuales que buscaban el conocimiento. De hecho, el crucero no estuvo al margen de su momento: desde el inesperado y muy político discurso de uno de los franciscanos españoles en cuya hospedería pasaron sus días en Jerusalén hasta las vivencias en la Italia de Mussolini recuerdan los matices de los años 30. 

El crucero fue una experiencia única. No había sido barato –cada pasaje costaba 1.600 pesetas, aunque se lanzaron becas para que no solo los estudiantes con más poder adquisitivo pudiesen acceder a la experiencia– y tampoco había sido muy entendido por la población o los medios. En cierto modo, parecía un viaje elitista –que incluso los medios afines al gobierno republicano destacasen que viajaban las hijas de un par de ministros no ayudaba– y la caída del gobierno dos semanas después de la vuelta de los cruceristas no jugaba a favor de repetir la experiencia.

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