Sociedad

El pijo malo: un arquetipo con una larga historia

Vestían camisetas Caribbean, pantalones Levi’s y cazadoras vaqueras y los expulsaban de los mejores colegios privados. Iñaki Domínguez en ‘La verdadera historia de la panda del moco’ (Ariel) recuerda la historia de un grupo de pijos malos que aterrorizaron a muchos en el Madrid de los ochenta.

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26
mayo
2023

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Se dice que la palabra pijo proviene de «pija», que, a su vez, proviene de la onomatopeya pish, imitación del ruido de la micción, y del árabe hispánico píšš[a] «miembro viril». Se cree que en su origen se empleaba para referirse de manera despectiva a personas de clase social elevada que adoptaban actitudes ostentosas. Como explica la RAE, pijo es aquel «que en su vestuario, modales, lenguaje, etc., manifiesta afectadamente gustos propios de una clase social adinerada». Pero, como ocurre con muchas otras palabras que nacieron con un cariz despectivo, el vocablo pasó a ser normalizado y las propias personas adineradas comenzaron a usarlo para referirse a sí mismas y a los miembros de su grupo social. Existen términos equivalentes en múltiples idiomas: los pijos son posh en Inglaterra; valley girls y val dudes en Estados Unidos; en Chile el pijo es el jaibón (de high born, «alta cuna»); en México está el fresa, y en Perú, los pitucos. En todos esos lugares los pijos hacen uso de una jerga particular y cuentan con costumbres y actitudes relativamente similares.

Otras connotaciones no registradas en diccionarios, pero que a menudo imperaban en el mundo real, eran las del pijo como persona boba, superficial e ingenua; alguien que, básicamente, vive entre algodones, puesto que sus padres siempre podrán resolver potenciales problemas, de ahí que también se haya hablado de ellos como «niños de papá», «niños bien» o «niños pera». El verdadero pijo, en gran medida, es aquel incapaz de madurar, puesto que no se ha visto obligado a lidiar con las verdaderas dificultades que entraña la vida. Se trataría aquí del llamado arrested development o «desarrollo detenido» (o suspendido) en un determinado punto previo a la edad biológica del sujeto real. De algún modo, el pijo queda así atrapado en una estulticia de la que no es consciente. Al igual que el hortera cree que tiene clase y es del todo ingenuo e incapaz de advertir su propia chabacanería, su falta de criterio estético en relación al gusto establecido, el niño de papá cree acertar en sus bromas y observaciones, sin darse cuenta de que muchos se ríen de él o lo contemplan como un ser fuera de onda, un ser absurdo. Este sería el sentido original del pijo, aunque hoy dicha palabra se haya democratizado por completo y, como ocurre con tantas otras, se usa de modo casi indiscriminado para designar a grupos mucho más amplios.

El verdadero pijo, en gran medida, es aquel incapaz de madurar, puesto que no se ha visto obligado a lidiar con las verdaderas dificultades que entraña la vida

En los años ochenta, por su parte, uno de los rasgos definitorios del pijo era la ropa de marca, algo que hoy se extiende a casi toda la población, de manera que los pijos actuales — con la intención de diferenciarse— a menudo compran su vestuario en tiendas exclusivas y no globalizadas, que no se producen en serie o a gran escala. Como dice una amiga que trabaja en una tienda pija del barrio de Salamanca: «[Hablamos de] Camisetas de 400 o 500 euros».

En términos de ocio veraniego, los pijos españoles tradicionalmente veranearon en Santander, San Sebastián y demás localidades de la costa cantábrica, se dice que para imitar las costumbres de Alfonso XIII, quien veraneó en la ciudad de Santander durante dieciocho años. Ciertas localidades cántabras, donde no azota el calor y las playas no se hallan masificadas, representan enclaves ideales para dar rienda suelta al clasismo pijo. Hablamos de una costumbre –todavía activa– que se inicia en el primer cuarto del siglo XX, y que impera hasta los años setenta, cuando el rey Juan Carlos I y la familia real comienzan a celebrar oficialmente sus vacaciones en Mallorca. En estos años el bronceado deja de considerarse un rasgo propio de campesinos y muchos otros pijos pasan a veranear en La Manga, las islas Baleares o la Costa Blanca.

En cualquier caso, fuesen cuales fuesen las mutaciones a las que se veían sometidos los contextos estéticos, morales y culturales del pijerío, en el seno de dicha cultura siempre ha existido una figura que, a su vez, también se ha ido transformando con el paso del tiempo: el pijo canalla o la clásica oveja negra de familia bien. En torno a esta figura típica de las familias ricas dice Jean-Paul Sartre en su obra sobre el escritor-delincuente Jean Genet: «…todo miembro consciente de las clases aristocráticas es un Layo o Edipo. Existen muchas novelas e historias en las que hijos de familias distinguidas hacen las cosas más extravagantes o se lanzan a realizar los proyectos más temerarios en un intento de eludir la sola posibilidad que es su posibilidad, para verse retrotraídos, por los caminos más inesperados, hasta el punto de partida, es decir, hasta el Destino que les correspondía en un principio».

El niño rico está sujeto a un destino mejor definido y, a causa de ello, más restrictivo y opresivo, que se presta más abiertamente al desafío por vía del pecado y la transgresión

Para Sartre, nuestro niño de papá se niega a consumar el destino reservado para él, un destino marcado por largas tradiciones familiares muy bien fijadas por intereses económicos, de prestigio, capital simbólico y demás. Digamos que, a pesar de las desventajas, el pobre o no adinerado cuenta con mayor libertad para construir su futuro e identidad, al nacer sin ser nada ni nadie. El niño rico, sin embargo, está sujeto a un destino mejor definido y, a causa de ello, más restrictivo y opresivo, que se presta más abiertamente al desafío por vía del pecado y la transgresión. No obstante, en Sartre, dicho desafío al hado resulta siempre inútil, pues este último acaba por imponerse muy a pesar de la voluntad consciente del niño rico, quien, cual Edipo, inevitablemente habrá de realizar su fatum, incluso cuando trate de escapar de él. Dicho en otras palabras, muchos pijos tratan de escapar a los planes que sus respectivas familias tienen para ellos, y esa es una de las causas originarias del pijo malo. A pesar de ser este un fenómeno archiconocido y universal, se puede decir que la ciudad de Madrid cuenta con una anatomía cultural que favorece su promoción, pues: «… al igual que la picaresca del siglo XVI y XVII, que «alcanza todos los estratos de la sociedad», los macarras de finales del siglo xx están presentes también entre las clases pudientes. Esto es algo típico de Madrid, donde la aristocracia siempre tuvo interés en identificarse con las costumbres y ritos de las clases populares. Si Madrid cuenta con una virtud, esta es su horizontalidad con relación al trato entre personas pertenecientes a diversas clases sociales. La cercanía de la aristocracia a los estratos más bajos es lo que vino a denominarse «majismo». No es de extrañar, pues, que el rey Juan Carlos I fuese más conocido como «el campechano». De esta manera popular del ser aristócrata provienen también las célebres Maja desnuda y Maja vestida, retratos de Francisco de Goya que se dice que representaban, nada más y nada menos, a la duquesa de Alba. Madrid era la corte donde ricos y pobres se confundían unos con otros, al menos en su apariencia y en muchas de sus costumbres».

Y de ahí que, en cierta medida, la ciudad de Madrid se haya conocido desde tiempo atrás como «un gran pueblo», donde la campechanía y la cercanía han imperado siempre, al menos en comparación con la realidad de otros enclaves.

Ya en la Antigüedad había aristócratas «gamberros» vinculados a la transgresión y la violencia. Uno de ellos fue el divino Alcibíades, miembro de la familia de los Alcmeónidas, guerrero y discípulo de Sócrates, que traicionó a la ciudad de Atenas y apoyó a Esparta para luego integrarse en la corte persa (dos enemigos mortales de la polis ateniense); y otro fue el emperador romano Nerón. Como Alcibíades, este también resultó ser una oveja descarriada pese a contar con las enseñanzas de uno de los grandes maestros de su tiempo: Séneca. En los años de su reinado, del 54 al 68 d. C., existía una moda juvenil que — a la manera de los cabezas rapadas o skinheads del siglo pasado— consistía en dar palizas arbitrariamente y en grupo a quien se cruzase en su camino a solas por la calle durante la noche. Se sabe que el emperador Nerón se disfrazaba, ocultando su identidad, para participar en este tipo de «cacerías» por pura diversión. Calígula y otras figuras destacadas de la Antigüedad eran ya puros psicópatas.


Este es un fragmento de ‘La verdadera historia de la panda del moco‘ (Ariel), por Iñaki Domínguez.

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