Cultura

Kendall Roy y el fantasma del Rey Lear

El final de ‘Succession’, ampliamente celebrado por la crítica, deja entrever la unión entre el deseo, el dolor y la dependencia paterna. Y lo hace especialmente a través de un personaje: Kendall Roy.

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30
mayo
2023
Fotograma de ‘Succession’, cortesía de HBO.

La belleza se entrelaza a menudo con la tragedia. Y somos más conscientes que nunca: ese último crepúsculo legado por Succession es un estilete, una daga que se retuerce con la ponzoña acumulada durante estas cuatro temporadas.

La tragedia es, al fin y al cabo, el leitmotiv de este Rey Lear neoliberal, un mundo donde solo hay ganadores y perdedores. Por supuesto, ninguno de los protagonistas ha vencido. ¿Cómo imaginar otra cosa en ese afilado juego de poder sin lealtades? Aunque no han vencido, tan solo, en el sentido clásico de la palabra. La última puñalada ha sido la más dolorosa, pero también ha conseguido ofrecer ese alivio que solo la muerte es capaz de proveer a los enfermos. 

Porque lo que se persigue en este drama es, en el fondo, continuar alimentando el único mito que otorga lustre al apellido Roy, como si todos fueran víctimas de sus pulsiones. Los tres lo saben: «Tómala [la corona], aunque está maldita», defiende el hermano pequeño cuando aparcan aparentemente sus ambiciones de poder. Y es que él es el único que logra ser consciente de la derrota; el único que logra desengañarse y, en cierto modo, desembarazarse de esas ambiciones impuestas, de la esclavitud del deseo paterno: ese hombre desquiciado, sexualmente impotente, que danza de un lado a otro como una pulga y que ha demostrado ser débil en un mundo hecho, como decía su padre, para piratas. En ese mundo no está permitido llorar o titubear, ni siquiera frente a un ataúd. «Tienes que ser como un asesino», explicaba su padre con la frialdad del caballero que no teme pisar entre calaveras. Y aunque los tres lo intentan, no todos lo consiguen. «No somos nadie», escucha Kendall Roy tras la consumación de la derrota. Se lo ha dicho su hermano, que poco después, delante de un cóctel, sonríe: se ha liberado de la carga. 

Incapaces de matar al padre, han terminado sometidos a sus deseos, como si abrazar sus designios resultara catártico

Solo la maldición pervive en la única hermana, capaz de picar como ese escorpión con ecos de Esopo que le regala su marido. No atiende siquiera a los ruegos de su hermano: pica porque es su deber; porque es, en fin, su propia naturaleza: un depredador solo guarda lealtad a su estómago.

Succession ha terminado, así, sin que ninguno de los tres hermanos, siempre a la sombra de ese padre ya muerto, que regresa una y otra vez con el poder del fantasma de Hamlet, haya logrado hacerse con el mando. Incapaces de matar al padre, han terminado sometidos a sus deseos, como si abrazar sus designios resultara catártico; como el Cid, las batallas las gana, ya fallecido, a lomos del caballo. 

Sin embargo, ¿han perdido realmente o, al contrario, han vencido? Somos testigos de esa sensación agridulce cuando Kendall Roy, melancólico, mira fijamente cómo el sol –quizás de color negro, como defendía Julia Kristeva, con «rayos invisibles y pesados que clavan al suelo»– es engullido por el agua. Ha vuelto a darse contra la pared, a toparse con ese sentimiento autodestructivo de quien decepciona a esa figura de autoridad de la que todo lo espera. Pero el deseo que le inculcó su padre con siete años, con el dolor que todo anhelo conlleva, ha muerto. Y es cierto, «a sentido perdido, vida en peligro», como aseguraba Kristeva. Pero ¿le devorará la melancolía o, por el contrario, será este rechazo, esta estaca en el ataúd, el camino a seguir?

Es una tarde rojiza, y el guardaespaldas, el mismo que cubría a su padre, le observa desde lejos. La Rochefoucauld sostenía que «ni el sol ni la muerte se dejan mirar directamente». Y así es: es un espectro frente a otro. Y es que no importa: solo la derrota definitiva, esa particular forma de morir, ha podido, en cierto modo, liberarle. 

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