El origen de la democracia
Se suele decir que la democracia empezó en Atenas. Aun así, ni el régimen ateniense era perfecto ni la ‘polis’ fue única. Otras formas de gobierno ya encajan en los modelos de democracias primitivas.
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Aunque tradicionalmente se ha venido a considerar la democracia ateniense como el tipo o referente original de las democracias modernas, la antropología ha localizado formas de proto-democracia propias de pequeños grupos de cazadores-recolectores, naturalmente, anteriores al establecimiento de las sociedades llamadas agrarias y sedentarias, que todavía existen entre algunos grupos indígenas que hoy viven aislados de la civilización. En estos grupos de unos 50-100 individuos las decisiones se toman por consenso y muchas veces sin la designación de ningún jefe.
Estos tipos de democracia se identifican comúnmente como tribalismo o democracias primitivas. En este sentido, una democracia primitiva suele tomar forma en pequeñas comunidades cuando hay discusiones cara a cara en un consejo o con un líder que cuenta con el respaldo de los ancianos de la comunidad u otras formas cooperativas de gobierno. Recordemos que la palabra senado proviene del latín senatus, Consejo de los Ancianos, y, por extensión, senado, derivado de senex, o anciano. Senectud, es una palabra que, en castellano, por ejemplo, hace referencia a una edad avanzada. En muchas comunidades se ha considerado que un consejo de personas mayores era el que debía contar con un poder particular, puesto que los ancianos son, generalmente, más respetados en dichas comunidades, y se sobreentiende que las personas mayores cuentan con más experiencia y sabiduría que los jóvenes.
El concepto y nombre de «democracia» como forma de gobierno se origina en la antigua Atenas alrededor del año 508 a. C. En la antigua Grecia, donde había muchas ciudades-estado con diferentes formas de gobierno, la democracia contrastaba con el gobierno de las élites (aristocracia), de una sola persona (monarquía), de tiranos (tiranía), etc. Aunque se considera ampliamente que la Atenas del siglo V a. C. fue el primer estado en desarrollar un sofisticado sistema de gobierno que hoy llamamos democracia, en los últimos tiempos, muchos estudiosos han explorado la posibilidad de que los avances hacia el gobierno democrático ocurriesen de forma independiente en el Cercano Oriente, el subcontinente indio y en otros lugares antes. A pesar de ello el gran arquetipo de la democracia de la que se nutren las naciones modernas, proviene del legislador Solón (c. 638 – c. 558 a. C.), ateniense de ascendencia noble que fue también poeta lírico y clasificado como uno de los Siete Sabios del mundo antiguo.
La propia palabra democracia proviene «del griego demokratía «gobierno popular», «democracia», formado con dêmos «pueblo» y krateîn «gobernar». A la misma familia etimológica derivada del griego dêmos pertenecen demagogo, demografía, epidemia y endémico». El primer uso de la palabra se cree que aparece en la tragedia de Esquilo Las suplicantes (470 a. C). En 594 a. C., Solón fue nombrado primer arconte de Atenas (magistrado que desempeñaba funciones de gobierno) e inició una serie de reformas económicas y constitucionales con la intención de aliviar el conflicto que surgió por las desigualdades que impregnaban la sociedad ateniense.
Las personas que podían participar en la vida política en Atenas constituían en torno al 10% de la población total fuera quedaban mujeres, niños, extranjeros o esclavos
Sus reformas –con el tiempo estimadas como legendarias por los propios griegos– redefinieron la ciudadanía de manera que cada residente libre del Ática contaba con una función política: los ciudadanos atenienses tenían derecho a participar en las reuniones de la asamblea. Solón buscó romper con la fuerte influencia que las familias nobles tenían en el gobierno, ampliando su estructura para incluir una gama más amplia de clases de propiedad en lugar de solo la aristocracia. De este modo, la democracia –o todo sistema de gobierno, en realidad– ha estado sustentada en una determinada estructura económica o sistema de propiedad. En esos tiempos, la palabra pueblo no representaba a la totalidad de la población adulta, como ocurre hoy, sino a una parte de la misma mucho más limitada: hombres libres. No incluía a mujeres, niños, extranjeros o esclavos. Para ilustrar este punto diremos que entre los siglos V y IV a .C., en la zona de Atenas había unos 100.000 esclavos, sobre una población total de 250.000 personas. En promedio, cada familia de 4 personas tenía por los menos un esclavo. Es decir, que un 40% de la población ateniense estaba compuesta de esclavos. Las personas que podían participar en la vida política constituían en torno al 10% de la población total.
Aunque distintas formas de organización democrática han existido durante la Edad Media, el gran resurgir de la democracia se ha dado en los tiempos modernos. A partir, principalmente, del siglo XVII y XVIII, se empiezan a instaurar procesos asamblearios en países como Estados Unidos, Suiza, Reino Unido, Canadá, Holanda o Nueva Zelanda. La democracia moderna ha estado vinculada económicamente al surgimiento y predominio del capitalismo moderno. Se ha dado un fenómeno en el que ambas formas de organización (económico-liberal y político-democrática) han operado como dos caras de una misma moneda. Aunque, el final de la Primera Guerra Mundial supuso una victoria temporal para la democracia en Europa –puesto que se conservó en Francia y se extendió temporalmente a Alemania–, fue tras el fin de la Segunda Guerra Mundial que las democracias en Europa occidental establecieron gobiernos representativos que reflejaban la voluntad general de los ciudadanos. En otros países, como España o Portugal, por poner dos ejemplos, estos procesos tardaron más en materializarse.
El parlamentarismo consiste en convencer a unos y otros de una verdad, de una estrategia a seguir
Dicho esto, la democracia tiene algo de falsaria. Al ser representativa, el pueblo cuenta con poco poder a la hora de la verdad y, como en tantas otras sociedades humanas, también en nuestras democracias el poder real lo atesoran élites que representan una parte muy reducida de la población total. Se trata de un dato objetivo, este último, que obedece el principio de Pareto, que describe el fenómeno estadístico según el cual en toda población que contribuye a un efecto común, es una proporción muy pequeña la que contribuye a la mayor parte de ese mismo efecto. Y, sin duda, la política y la economía ejercen efectos comunes, pero solo una población muy reducida contribuye a la mayor parte de ese efecto total. Pareto establece, por ejemplo, que el «80% de la riqueza del país estaba en manos del 20% de la población»; algo similar a lo que ocurre con el poder político.
Por otro lado, la democracia y el parlamentarismo se sustentan filosóficamente en principios relativistas. El parlamentarismo consiste en convencer a unos y otros de una verdad, de una estrategia a seguir. Por lo que sus procesos se sustentan en una duda radical con respecto a la verdad. La democracia no cree en valores ni verdades absolutas. Como dice Manuel Aragón en relación con el politólogo Carl Schmitt: «…si se cree en la existencia de lo absoluto –de lo absolutamente bueno, en primer término, ¿puede haber nada más absurdo que provocar una votación para que decida la mayoría sobre ese absoluto en que se cree? Frente a la autoridad de este sumo bien no puede haber más que la obediencia ciega y reverente para con aquel que, por poseerlo, lo conoce y lo quiere […] Pero, si se declara que la verdad y los valores absolutos son inaccesibles al conocimiento humano, ha de considerarse posible al menos no solo la propia opinión, sino también la ajena y aun contraria. Por eso, la concepción filosófica que presupone la democracia es el relativismo. La democracia concede igual estima a la voluntad política de cada uno, porque todas las opiniones y doctrinas políticas son iguales para ella, por lo cual les concede idéntica posibilidad de manifestarse y de conquistar las inteligencias y voluntades humanas…»
De este modo, la filosofía parcial o totalmente relativista que domina el pensamiento moderno y contemporáneo sirve, también, de contrapartida intelectual a la realidad política estipulada por la democracia. Tanto la epistemología kantiana, por poner un ejemplo, como el parlamentarismo democrático niegan nuestra capacidad para acceder una verdad en sí o absoluta.
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