Marxista, pero de Groucho
Groucho Marx tenía sus principios, aunque podía cambiarlos por otros si no eran del gusto de su interlocutor. Pero el ingenio mordaz que le valió la fama nunca lo hizo.
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Durante la Transición española, algunos sectores progresistas mostraron públicamente su desencanto con las aportaciones de la izquierda asegurando ser marxistas, pero de Groucho. Grouch es la palabra inglesa para definir a un gruñón. Paradójicamente, Julius Henry Marx decidió cambiar su nombre por el de Groucho cuando comenzó a ganar fama provocando las carcajadas del público.
Nacido en 1890, en el seno de una familia de inmigrantes alemanes muy vinculados a la farándula, Groucho acompañaba, con apenas 15 años, a sus hermanos Harpo, Zeppo, Chico y Gummo en tibios espectáculos de vodevil con los que recorrían su patria de adopción, Estados Unidos. Si algo le diferenciaba de sus hermanos era un decidido carácter intelectual, que le había llevado a devorar libros desde su más tierna infancia. Con seguridad, ahí resida la clave de la ingeniosa verborrea que le hizo famoso. «Encuentro la televisión muy educativa. Cada vez que alguien la enciende me voy a otra habitación y leo un libro», aseguraría años después.
Los Hermanos Marx pasaron de actuar en teatros decadentes de pequeñas poblaciones estadounidenses a, siendo ya solo cuatro (Gummo fue el primero en abandonar las tablas) y posteriormente tres (tras la partida de Zeppo), protagonizar quince disparatadas películas bajo los auspicios de las grandes productoras de Hollywood.
Según su autobiografía, Groucho y yo, la clave del éxito la encontró él mismo durante un actuación en Nacogdoches, una ínfima población perdida en la perdida Texas. Allí, el público les dejó solos en el escenario para averiguar qué ocurría con una mula que había escapado y corría por las calles del pueblo. Una vez los espectadores regresaron a la sala, Groucho, indignado, comenzó a hacer juegos de palabras con el nombre del pueblo hasta emparejarlo con el término cockroach (cucaracha), llamando por este nombre a los asistentes y contemplando, sorprendido, cómo en vez de ofenderse prorrumpían en estridentes carcajadas. Groucho, por supuesto, aprovechó el filón despachándose a gusto con todo aquel que se le ponía por delante y afilando su lengua en una loca carrera por ser el más ingenioso, más incisivo, corrosivo y mordaz de los cómicos.
Gracias a ese humor afilado que no dejaba títere con cabeza y ridiculizaba las estrictas normas sociales, los Hermanos Marx conquistaron Broadway pasaron a la gran pantalla para interpretar una serie de hilarantes y enloquecidos filmes que hicieron historia. Así, Sopa de ganso (1933) es reconocida como cumbre del séptimo arte por el Instituto Americano de Cine. Por su parte, el Registro Cinematográfico Nacional de Estados Unidos, considera Una noche en la Ópera (1935) como uno de los mejores títulos de la historia del cine por su carácter cultural, histórico y estético.
A pesar de su incisivo ingenio, o tal vez por culpa del mismo, Groucho tuvo una vida compleja. Mujeriego, dentro y fuera de la pantalla, se casó en tres ocasiones y aún se recuerda una de sus frases mordaces al respecto: «A mí me casó un juez. Debí pedir que hubiera un jurado». Su tacañería y su querencia por el dinero eran memorables, y otros extractos famosos de sus obras hacen justicia a la misma. Como cuando le preguntó a Margaret Dumont, que interpretaba a una señora multimillonaria, «¿quiere casarse conmigo? ¿Es usted rica? Conteste primero a la segunda pregunta».
Su humor descarado e irreverente acabó trasladándose a su vida privada, en que trataba a familiares y amigos como a cualquiera de los actores que compartieron pantalla con él y escucharon de sus labios frases como «jamás olvido una cara, pero en su caso estaré encantado de hacer una excepción» o «bebo para hacer interesantes a las demás personas». Los propios miembros de la Academia de Cine rieron al escuchar cómo Groucho, tras recibir un Oscar honorífico, en 1974, agradecía el galardón asegurando que «he pasado una noche inolvidable… pero no ha sido esta».
Fue admirado por Dalí, que le consideraba el único humorista surrealista. Woody Allen no ha evitado evidenciar su interés en tomar el testigo de su aguda ironía. Miles de espectadores aún siguen disfrutando del enésimo visionado de sus películas. Otros tantos lectores devoran sus libros de relatos y memorias. Incontable el número de personas que, sin conocer su obra, son vivo ejemplo de aquella frase que él legó a la posteridad, justamente para evidenciar las más bajas pulsiones sociales: «Estos son mis principios. Si no le gustan tengo otros».
No sabemos si los sectores desencantados de la izquierda que aseguraban ser marxistas, pero de Groucho, conocían su opinión al respecto: «La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados».
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