Sociedad

Los orígenes de la moderna comida rápida

En los últimos cincuenta años, la alimentación ha sufrido transformaciones extraordinarias. En ‘Las revoluciones de la comida’, (Planeta Gastro. 2023) Rafael Tonon repasa estas décadas y analiza la expansión de las cadenas de comida rápida.

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13
abril
2023

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En septiembre de 1921, dos amigos –un cocinero llamado Walter Anderson y un exagente inmobiliario, Billy Ingram– escogieron un local comercial en una esquina concurrida del centro de la ciudad de Wichita, en Kansas, para abrir una hamburguesería. Para llamar la atención del público levantaron una estructura con bloques anchos que formaban una especie de castillo. En el centro despuntaba una torre, y las almenas formadas por la última hilada de ladrillos remitían a la arquitectura de esas fortificaciones medievales. Se inspiraron en la Chicago Water Tower, la famosa torre de Chicago que sobrevivió al incendio de 1871 que devoró casi toda la ciudad. En la fachada, toda pintada de blanco, destacaban las letras negras del nombre escogido para el negocio, White Castle, y la inscripción «Hamburguesas a cinco centavos» en la parte que daba a la calle principal.

El objetivo era vender bocadillos baratos, pues el atractivo era el precio, cinco centavos de dólar por cada uno. Para ello, Anderson diseñó incluso una espátula con la que podía presionar las porciones moldeadas de carne picada (en un formato más cuadrado del que es habitual hoy) en vez de usar filetes enteros, reduciendo así la cantidad de carne usada en cada bocadillo. Haciendo pequeños agujeros en la carne se aceleraba su cocción, pues por ellos subía el vapor, lo que permitía triplicar la velocidad de producción. Después de pasar la carne por la plancha, se cubría con anillos de cebolla cruda y rodajas de encurtidos, y se introducía en un panecillo blando y alto cortado por la mitad. El cliente solo tenía la posibilidad de añadir dos condimentos, kétchup o mostaza. Las hamburguesas que se vendieron aquel otoño les dieron un nuevo prestigio, pues hasta entonces solo se comercializaban en carritos grasientos, y el éxito de esta tienda de comida rápida despejó el camino a las que vinieron después, incluyendo una muy famosa, conocida por sus llamativos arcos dorados en la fachada y un payaso como emblema de la marca.

White Castle se expandió y pasó a ser la primera cadena de comida rápida del mundo

White Castle se expandió y pasó a ser la primera cadena de comida rápida del mundo. En 1930 ya tenía ciento dieciséis tiendas de comida rápida repartidas por el país. «No es exagerado decir que lo que Henry Ford hizo para el automóvil, Ingram y Anderson lo hicieron para la hamburguesa. White Castle revolucionó el concepto», afirma David Michaels, que trabajó durante años en diseño conceptual para marcas como Disney y Pepsi, y es autor de un libro sobre la historia cultural de la hamburguesa. La comparación con Ford trae a la mente imágenes de líneas de producción, diseño industrial y sistematización de procesos. Pero, de alguna forma, lo que los dos socios hicieron por el bocadillo más famoso del mundo fue exactamente eso: al crear una receta sencilla (solo unos pocos ingredientes), muy fácil de reproducir y de consumo inmediato, consiguieron instaurar un control riguroso en la producción de hamburguesas, algo inédito en el ramo de la alimentación.

Aunque el resultado no fue inmediato. A Anderson le llevó su tiempo alcanzar la fórmula ideal. Dueño de una serie de carritos de hamburguesas en la región entre 1916 y 1921 –lo que le valió ser bautizado como el Rey de la Hamburguesa por un pequeño diario de Wichita–, se esforzó por entender el comportamiento de la carne en la plancha, por aprovechar cada segundo de su trabajo (dejando la mezcla de carnes menos espesa, por ejemplo) y maximizar el contacto de la carne con el calor (de ahí las hamburguesas cuadradas). Pero quizá la mayor contribución de este cocinero a su mundo fue mostrar que se podía hacer comida rápida de procedencia reconocida. Hasta entonces se recelaba de los carritos de comida y mucha gente los evitaba. Sobre todo, las carnes, por aquel entonces, no destacaban por su calidad. El propio perrito caliente, por ejemplo, acabó llamándose así por una broma de los estudiantes de la Universidad de Yale, quienes sugerían que las salchichas de los carritos que acudían al campus contenían sobre todo proteína canina.

Las cadenas de comida rápida que vinieron después invirtieron cada vez más en patrones de calidad

Dentro de los «castillos» de Anderson, la carne se entregaba dos veces al día y se procesaba en una sala con cristalera para que los clientes pudieran ver cómo se mezclaba la carne picada antes de pasarla por la plancha. El nombre escogido para la hamburguesería también se pensó para evocar esa idea de higiene y blancura. Cuando empezaron a abrir sucursales en otras localidades, los socios optaron por crear una central para el control y el procesamiento de la carne. «Esta iniciativa indicaba que Anderson e Ingram ejercían un control rígido de los medios de producción y podían garantizar la calidad de la carne que servían», añade Michaels. Ellos también eran los dueños de las fábricas que suministraban los artículos desechables que empezaban a usarse en las tiendas. A raíz de este planteamiento, las cadenas de comida rápida que vinieron después invirtieron cada vez más en patrones de calidad: procesos que les permitían evitar errores (a través de la línea de montaje), control de la seguridad de los alimentos (supercongeladores, planchas rígidas) y producción centralizada.

Pese a que la imagen de la comida rápida ha quedado muy deteriorada en las últimas décadas debido a las críticas de nutricionistas, gastrónomos y activistas alimentarios, sobre todo por tratarse de comida ultraprocesada, hay algo que permanece inalterado en la esencia de su éxito (y justamente a causa de ese factor, incluso): el modelo, algo dificilísimo de alcanzar en la cocina. Todo buen chef lo sabe. Basta comer una hamburguesa en una de estas cadenas y volver a comerla pasados unos meses. Todo sigue igual: el sabor idéntico, la misma textura, la misma experiencia al sentarnos a la mesa. Esta constancia de saber exactamente lo que se va a encontrar es lo que hace que las personas hagan cola con sus coches ante el mostrador de la ventana, vuelvan a por una calórica ración suplementaria de patatas fritas recién hechas (ya, claro…) y opten por una de esas tiendas en detrimento de otras decenas de opciones en el área de alimentación de un centro comercial cualquiera.

Esta constancia de saber exactamente lo que se va a encontrar es lo que hace que las personas hagan cola con sus coches ante el mostrador de la ventana

Es evidente que el éxito de este tipo de comida se debe a muchos factores (la proporción grasas/carbohidratos de las recetas, campañas publicitarias eficaces y estatus social, por citar algunos), conquistados a duras gotas de aceite a lo largo de casi un siglo. Pero si se pudiera eliminar el carácter esencialmente cultural de lo que determina nuestra alimentación para enfocarla desde el ángulo de la genética evolucionista, entenderíamos que nuestro cerebro, con sus sistemas de conexión bien amarrados, es reacio a los cambios, y por eso busca la repetición, la zona de confort, lo que ya conoce. «La mente humana está proyectada para crear hábitos y realizar cosas automáticamente, aquello que consuma menos fuerza de voluntad y energía mental, en vez de tener que tomar una decisión libre y auténtica en cada ocasión», explica Roy Baumeister, un influyente psicólogo especializado en el hábito y el libre albedrío. Lo mismo sucede con lo que nos empuja a comer. Un estudio realizado en 2018 por Arla Food, una empresa láctea de Escandinavia, reveló que 6 de cada 10 británicos comen y meriendan lo mismo, con pequeñas variantes, todos los días. De las 2.000 personas encuestadas, el 65 por ciento dijo que no quería desviarse de lo que sabe que le gusta, mientras que el 47 por ciento alegó que la repetición se debe a la falta de tiempo para ser más, digamos, innovadores a la hora de comer, con pocas ocasiones para pensar en el asunto –y hasta para comer, propiamente–, lo que les hace optar por comidas cómodas y rápidas. Un pequeño universo en el que Trump no está solo. Al perfeccionar la reproducción de los patrones de una hamburguesa (y de su consumo habitual), White Castle dio con el tono de lo que acabaría siendo un éxito enorme y competitivo en el mercado mundial de la comida rápida.


Extracto del libro ‘Las revoluciones de la comida‘, (Planeta Gastro. 2023) por Rafael Tonon.

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